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Mario arrastra una historia desgarradora. Llegó a Roma con veintitantos desde un pueblecito del sur de Italia, huyendo del territorio con más paro del país. Trabajó durante años a las riendas de las carrozas de caballos que transportan turistas por las calles más emblemáticas. Ganaba unos 50 euros al día. Lo justo para sobrevivir sin poder hacer nunca planes más allá de mañana. Un día de verano, mientras limpiaba los establos, se clavó un «maldito tornillo» que sobresalía de una tabla de madera desvencijada. Le dolía mucho, pero siguió trabajando. «Hasta que el pie se puso morado», explica. Cuando llegó al hospital ya era demasiado tarde. La gangrena había corroído el pie y la única solución era amputar. «Primero, dos dedos. Después, los otros tres. Y al final, la pantorrilla entera», dice resignado. Sentado en su silla de ruedas se saca la prótesis y mueve el muñón de la rodilla. «Lo único seguro es que esta nunca va a volver a crecer», bromea. A pesar de eso, cuando cumplió 70 años, el Sistema Sanitario de Salud italiano revisó su incapacidad permanente y le rebajaron la pensión de 700 a 270 míseros euros. Entonces empezaron los problemas. No podía costearse una habitación y acabó en la calle.

Junto a él, Jorge espera a que las puertas del palacio Migliori, del siglo XVII y con vistas a la plaza de San Pedro, se abran para la cena. Por decisión del Papa, este bastión del lujo que una familia noble romana donó al Vaticano da cobijo a 23 personas sin hogar. «Yo también hablo español», se aventura a decir. Es peruano y trabajó durante años cuidando ancianos en Milán. «Solo que me pagaban en negro y muy poco, por lo que ni tengo ahorros ni derecho a la pensión», lamenta. Como Mario, Jorge también acabó en la calle. Un día terminó en urgencias. «Desde hacía días no tenía sensibilidad en el pie derecho», detalla. El diagnóstico fue fatal: una diabetes mal controlada con deficiencia circulatoria por la que tuvieron que amputarle tres dedos del pie.

Suspensión de patentes

El Papa abogó por suspender temporalmente las patentes de las vacunas, respaldando así la propuesta del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, que ha sido rechazada por algunos países europeos, como Alemania. Lo hizo el sábado pasado en un videomensaje emitido durante el concierto en Los Ángeles de la campaña Vax Live, en el que también reivindicó un «espíritu de comunión que permita generar un modelo económico diferente, más inclusivo, justo y sostenible». Francisco apoyó así la exención de los derechos de propiedad intelectual de las farmacéuticas en favor del «acceso universal a las vacunas».

Alessandro acaba de cumplir 50 años, pero los surcos de su rostro no dejan esconder la miseria y la dependencia del alcohol. Llevaba años durmiendo en una tienda de campaña bajo un puente sobre el Tíber. «No podía mantenerme, y mucho menos a mis dos hijos. Les fallé a ellos y a mí mismo. Me sentía roto por dentro». Lo peor de aquellos años era la vergüenza. «Estaba siempre agazapado, sin mirar a los ojos a la gente que pasaba». Ahora, tras pasar por el palacio Migliori, espera poder pagarse una habitación e invitar a cenar a sus hijos.

La tragedia del primer encierro

La última en llegar es Rosa, una mujer siciliana con graves problemas psiquiátricos a la que habían abandonado todos, incluso su familia. «Todos la daban como un caso perdido. Pero hemos logrado estabilizar su situación», dice con una sonrisa el voluntario de la comunidad de Sant’Egidio, Carlo Santoro, principal coordinador del refugio. Los voluntarios de esta organización fundada por Andrea Riccardi llevan desde los años 80 en busca de los que duermen a la intemperie bajo la columnata de la basílica de San Pedro. Con ellos el coronavirus ha mostrado su cara más desgarradora. «Vimos una situación trágica, sobre todo durante el primer confinamiento. No sabían ni dónde ir a comer. Las iglesias estaban cerradas, no tenían ni siquiera a quién pedir limosna. Así que, cuando salimos por primera vez, encontramos muchos hambrientos», señala Santoro antes de indicar el colmo del absurdo: «Muchos incluso fueron multados por la Policía que patrullaba la calle».

La Limosnería Apostólica se encarga de gestionar el reparto de vacunas. Foto: CNS

Mario, Jorge, Alessandro, Rosa… Al Papa le preocupaba que ellos, y otros cientos de personas olvidadas en la Ciudad Eterna, fueran excluidos de la campaña de vacunación contra la COVID-19 de Italia, por lo que dispuso un sistema para no dejar a nadie atrás. La Santa Sede compró dosis de más de la vacuna Pfizer-BioNTech y otras fueron donadas por el hospital Lazzaro Spallanzani. Además, dio la posibilidad de realizar una donación online para sufragar los gastos de las vacunas, en la cuenta de la caridad del Santo Padre administrada por la Limosnería Apostólica (elemosineria.va). De momento han llegado a vacunar a más de 2.000 personas, con algunas de las cuales –alrededor de 600– pasó el Papa el día de su santo, el 23 de abril, celebración de san Jorge.

«Para vacunarse en Italia es necesario registrarse con el número de la tarjeta sanitaria. Muchos quedan excluidos, aunque por razones de edad les tocaría», explica Santoro. «Además de ser muy injusto es muy estúpido desde un punto de vista epidemiológico», añade. De hecho, en el palacio Migliori se alojan dos personas de más de 80 años a los que el sistema impedía ser vacunadas. Muchos de los pobres que viven marginados por las calles de Roma son extranjeros irregulares que quedan fuera de las listas de la Seguridad Social para la vacunación, pero también italianos a los que el registro perdió de vista.