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omenico Zipoli compartió momentos de esplendor musical con artistas barrocos de la talla de Bach, Haendel, Vivaldi. Pero abandonó su cargo de compositor y organista en la Iglesia del Gesù, en Roma, desde el que podría haber desplegado su talento entre los grandes de todos los tiempos para seguir un llamado más fuerte. Se unió a la Compañía de Jesús y partió hacia las misiones en Sudamérica.

Su apasionante historia fue motivo de discusión entre historiadores durante parte del siglo XX, puesto que se ponía en duda que el hermano Domingo Zipoli, de quien había registro en América, sea el mismo músico que había desaparecido misteriosamente en Roma por los mismos años, de nombre Domenico Zipoli.

Pero el descubrimiento de un volumen sobre la historia musical elaborado por un Maestro de Mozart, en el que se reseñaba el talento italiano de un Zipoli que había decidido unirse a la Compañía de Jesús, comenzó a dirimir la cuestión.

José Manuel Peramás llegó a decir, como recoge el padre Guillermo Furlong, notable historiador a quien se debe en gran medida la difusión de Zipoli: «(…)en verdad, que quien haya oído una sola vez algo de la música de Zipoli, apenas habrá alguna otra cosa que le agrade: algo así como si al que come miel, se le hace comer algún otro manjar y le resulta entonces molesto y no le agrada».

De la humildad al éxito

Zipoli fue uno de los once hijos de un humilde matrimonio de Prato, entonces, hacia 1688, perteneciente al Gran Ducado de Toscana. Recibió formación musical gratuitamente desde niño, como reseña Hipólito Guillermo Bolcato, en una ciudad cuna de grandes organistas. Giovanni Battista Bacatelli fue su primer gran Maestro.

Luego de un paso por Florencia, continuó estudios en Nápoles con Alessandro Scarlatti. Y finalmente con el organista de la Basílica Santa Maria Maggiore, Bernardo Pasquini.

Sus obras comenzaron a hacerse conocidas en toda Italia, hasta que llegó al prestigioso nombramiento de organista y maestro de capilla de la iglesia del Gesù, la Iglesia madre de la Compañía de Jesús.

Correspondía al maestro de capilla componer música para las festividades religiosas, ejecutar el órgano y preparar y dirigir el coro. Como organista, las responsabilidades incluso suponían el difícil arte de la improvisación durante las liturgias.

La Sonata de Zipoli, escribe uno de los historiadores que más le ha estudiado, Lauro Ayestarán, «ofrece la más brillante exposición del arte contrapuntístico italiano sólido pero flexible e inspirado, tan lejano de los formidables pero fríos contrapuntistas flamencos».

Vocación jesuita

A ambos lados del océano sus melodías suenan dulces al oído, esperanzadoras, siempre familiares aún sin haberse jamás oído. No abandona en la tentación del barroco la sencillez y la serenidad, a la que enriquece con los recursos de la época sin sobrealimentarla.

De tiempos romanos quedan las sonatas, y algunas otras obras. Suficiente testimonio de su talento, que llevó hacia América abrazando su vocación misionera y al sacerdocio, cuya orden no llegó a recibir por su prematura muerte en Córdoba, hoy territorio argentino.

Pero previo al viaje, inició su noviciado jesuita en Sevilla, en la que estuvo 9 meses, y en la que deleitó con su talento en la catedral, al punto que le ofrecieron el también prestigioso cargo de maestro de capilla allí, que desistió fiel a su vocación religiosa.

De su tiempo en Córdoba surgen, además de sus bellísimas composiciones para las misiones y el continente, testimonios de su personalidad. Bolcato rescata de una carta de Pedro Lozano la siguiente reseña:

«Estaba dotado de costumbres muy apacibles y por ellas, apreciado por Dios y los hombres, gozaba en todas partes de buena reputación. Por una observancia muy pura mantenía sus ojos siempre velados, de modo que apenas miraban el rostro de un varón y menos aún el de una mujer. Por una práctica distinta del honor, se dice que alcanzo la pureza del ángel. La norma de la obediencia regulaba completamente cada una de sus acciones, no apartándose en lo más mínimo de los principios de los superiores, de quienes requería la venia para los asuntos más insignificantes. Particularmente entregando a la oración, todo el tiempo que le restaba, a ella se consagraba. Sus compañeros estaban pendientes de sus palabras, mientras hablaba de cosas divinas, y no acostumbraba hablar de otras».

Peramás, reseñado por Furlong, decía:

«no había otra música que la de los criados de los jesuitas. Habían ido a la provincia, desde Europa, algunos sacerdotes excelentes en aquel arte, quienes enseñaron a los indios en los pueblos a cantar, y a los negros de los Colegios a tocar instrumentos sonoros; pero nadie en esto fue más ilustre, ni llevó a cabo más cosas, que Domingo Zípoli, otrora músico romano, a cuya armonía perfecta nada más dulce y más trabajado podía anteponerse. Mas mientras componía diferentes composiciones para el templo, las que eran solicitadas por correo desde lugares remotísimos, hasta por el virrey de Lima, ciudad de la América Meridional, y mientras juntamente se dedicaba a los estudios más serios de las letras, murió, con gran sentimiento de todos».

Compartimos algunas interpretaciones de composiciones del maestro Domenico Zipoli, maravilloso talento barroco que abrazó su vocación misionera y llevó hasta las misiones de los jesuitas su música inmortal.