Dorotea nació el 25 de enero de 1347 en Gross-Montau, cerca de Gdansk, en la actual Polonia. Fue la última de siete hermanos y sus padres les inculcaron una vida de mucha piedad. La oración, los ayunos y las peregrinaciones eran muy frecuentes en su casa, hasta el punto de que su madre rezaba el rosario mientras hacía sus tareas diarias, llegando un día a lastimarse la mano de este modo.
Tras la muerte del patriarca de la familia, los hermanos de Dorotea decidieron desoír sus inclinaciones espirituales y la casaron con Adalberto Swertvegher, un fabricante de armas 14 años mayor que la joven. Desde el principio el matrimonio fue mal porque Dorotea no veía con buenos ojos el trabajo de su marido –sus armas eran usadas por la orden de los caballeros teutónicos en expediciones y saqueos contra diferentes pueblos de lo que es hoy el norte de Polonia–, y por sus creencias tampoco quería participar de la vida social de su esposo, en los juegos y fiestas organizadas por el gremio de artesanos.
Por su parte, Adalberto no soportaba los ayunos de su esposa ni el tiempo que dedicaba a la oración. En el proceso de canonización se adujo que Dorotea tenía descuidada la casa y que cocinaba platos sin carne, lo que enervaba a su marido. También le sacaba de quicio la prodigalidad de su esposa dando dinero a los pobres. A todo ello se sumaba la tensión por la llegada de los hijos, nueve en total, fruto de su unión.
La situación se fue enconando cada vez más, hasta el punto de que Adalberto solía maltratar físicamente a su esposa, e incluso le prohibió ir a la iglesia. Hubo un día en el que incluso pegó a Dorotea hasta casi matarla. La consciencia de este drama, unida al sufrimiento que provocó en Adalberto la temprana muerte de ocho de sus nueve hijos en apenas 15 años, fue ablandando su corazón. Las oraciones y la paciencia de Dorotea finalmente dieron fruto y Adalberto se convirtió y cambió de vida.
Ruina y proceso canónico
El 5 de abril de 1385, Adalberto se embarcó con su esposa en una peregrinación al santuario de Santa María de Einsiedeln, en Suiza. Allí conocieron a algunos ermitaños y Dorotea se quedó prendada de un estado de vida que Dios le permitiría abrazar años más tarde.
A su vuelta a Gdansk, se encontraron con que los acreedores de Adalberto se habían apoderado del taller y de la casa familiar, con lo que se tuvieron que ir a vivir a un cobertizo. Poco después, Adalberto cayó enfermo y murió, y Dorotea se vio obligada a pedir limosna por las calles. Sus vecinos se burlaban de ella e incluso la acusaron de ser una bruja.
El motivo de esta acusación eran los desmayos que sufría cuando acudía a rezar a las iglesias de su ciudad, así como unas «ruidosas conversaciones» con Cristo, unidas a su deseo de comulgar todos los días, algo que en aquella época estaba reservado a unas pocas ocasiones al año.
«En la comunidad de esta ciudad portuaria, rica y alegre, en la que ya circulaban las novedades del Renacimiento, la presencia de una mujer ascética, viviendo al margen de la vida social, en pobreza y mortificación, creó un sentimiento de malestar», afirma Krzysztof Figel, uno de sus biógrafos. Todo ello la llevó a sufrir una investigación canónica, en la que se reafirmó en sus experiencias y declaró que no le importaba ser quemada en la hoguera por ellas. Solo la intervención en su favor de su confesor –que comparó su vida mística con la de otros santos como santa Brígida de Suecia, a quien la Iglesia acababa de canonizar– pudo salvar su vida.
En 1391, para evitar el ambiente hostil de su ciudad, Dorotea se fue a Kwidzyn, donde una señora piadosa la alojó en su casa y donde trabajó unos meses en el hospital local. Dos años después pidió permiso al obispo para recluirse en una celda anexa a la catedral. Solo tenía tres ventanas: una hacia la iglesia, por la cual recibía cada día la Eucaristía; otra hacia el cielo, hacia donde dirigía sus manos en oración, y la última hacia el cementerio, por donde hablaba con numerosas personas que acudían a ella.
«Muchos iban a su celda, a menudo desde lugares muy lejanos, para asesorar sobre asuntos difíciles en su vida. De ahí salían profundamente impresionados», afirma Krzysztof Figel. Dorotea, encerrada, «se mantenía abierta a todos ellos, rezando fervientemente por sus necesidades y enseñándoles la fidelidad a sus creencias, tal como hizo ella en sus días más difíciles».
En aquella celda, Dorotea pasó como ermitaña los últimos 14 meses de su vida, hasta su muerte en 1394. Su confesor escribió poco después siete libros con su biografía, manifestando que «en cada estado sucesivo de su vida, como virgen, como esposa y como viuda, fue probada cada vez más a fondo para la alabanza y gloria de Dios».