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Jesús es quien llega a mi vida, no soy yo el que logro atravesar distancias para tocar su piel. Es Él quien está en camino continuamente buscándome.

Hoy lo describe así el evangelista: «En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis».

Jesús no permanece quieto, esperando a que alguien llegue hasta Él. Me gusta este Jesús inquieto, caminante, peregrino. No le basta con lo que ya ha conquistado.

No son suficientes sus amigos, sus discípulos. Ha venido a llegar a todos los pueblos, sin limitar sus fronteras. No no pone barreras a su vida, a su redil, allí donde está seguro con los suyos.

Se abre, se ofrece, se acerca al que está lejos porque tiene mucho que decir, mucho que escuchar, mucho que sanar.

Me gusta esa forma de mirar las cosas, nunca es suficiente para Él. Es así cómo Jesús llega a mi vida en la tierra, y se acerca a ese lugar donde yo me encuentro, en medio de la cotidianeidad de mis días.

Comenta el P. Kentenich: «Tengo que caminar con Dios a través del quehacer cotidiano. Y por mi quehacer cotidiano, no por el quehacer cotidiano del religioso o de la religiosa. Ellos tienen otro quehacer cotidiano. Por tanto, por así decirlo, tengo que ir con Dios a la olla de cocina. Pero tengo que ir con él. Es decir, no veo sólo la olla sino que veo en ella a Dios. O bien, tengo que ir con Dios al trabajo».

En mi quehacer diario, en mi trabajo, en lo más mundano está presente Jesús. A menudo pienso que los grandes encuentros con Él se darán cuando participe en una actividad religiosa, o esté en silencio rezando en una capilla.

Como si ese fuera el lugar por excelencia para que me hable Dios. No es así. Jesús aparece caminando en mi vida cuando menos lo espero. Tal vez por eso me gusta tanto caminar y llegar a lugares nuevos, desconocidos.

Y allí me encuentro con Dios oculto en lo cotidiano. En medio de mis pasos, del cansancio, de los miedos y de las dudas. El camino fascina y a la vez puede confundirme.

Creía que estaba cerca de la meta, era sólo apariencia, súbitamente veo que todo se alarga.

Me encuentro con un desvío, comienzo una subida, llego a una nueva bajada, me adentro en un bosque inmenso, atravieso un campo de girasoles; cruzo un río sobre un puente antiguo, camino junto al cauce contemplando sus aguas, asciendo un monte que no me dejaba ver el pueblo que sueño; me adentro en un camino lleno de barro, descubro ante mí un cielo que amenaza tormenta, siento el agua cayendo sobre mí sin encontrar un lugar cubierto donde secarme.

El camino está siempre lleno de imprevistos, de sorpresas, de desvíos, de atajos. En el camino suceden tantas cosas al mismo tiempo. Se despierta el hambre en mi corazón y encuentro el alimento.

Me detengo abrumado por el cansancio y el descanso me anima a seguir caminando. Disfruto de la misma manera la pausa y la prisa. Habitan en mí a la vez las ganas de llegar a la meta marcada para ese día y el deseo de vivir el presente. En el camino sucede la vida.

Sé que no es la meta lo importante, aunque la desee. Y asumo que tampoco es fundamental el lugar que abandono para ponerme en camino. Meta y lugar presente son partes de una misma vida. Cada cosa es importante en el momento en el que sucede.

Y yo intento retener el presente en una foto que me recuerde lo vivido, vagamente al menos. Y acaricio cada foto porque tiene un significado, asociado al momento, con sus olores, sonidos y silencios.

En medio de ese camino variopinto por el que me apresuro, Jesús que sale a mi encuentro allí donde me encuentro. Allí donde camino sin agobios ni prisas. El camino vale la pena en sí mismo.

Es el lugar de descanso en el que me detengo y el lugar de paz en el que me recupero de todas mis prisas pasadas.

Soy caminante y peregrino, pero asumo que no estoy de paso en esta vida, aunque es verdad, lo quiera o no, todo pasa y se vuelve pasado, historia, recuerdos y fotos llenas de olores y luces que la cámara torpemente guarda.

En mi camino el cansancio halla su descanso. Y la lluvia cesa dejando peso al calor del sol que todo lo seca. Me gusta caminar con un sentido, con una meta, con un fin.

Me gusta querer llegar a mi final sin demasiadas prisas. No hace falta que me apresure demasiado para ser peregrino. Tal vez nadie me espere y no tengo nada que hacer cuando llegue.

Vale la pena vivir cada segundo, no tengo agenda. Aprendo así a apurar la copa de la vida soñando alto, con los pies en la tierra y la mirada vuelta al cielo. No me inquieto, no me angustio.

En medio de mis pasos va Jesús caminando, lo veo de cerca y de lejos. Pasa por mi vida, se detiene a mi lado, porque su misión está junto a mí y eso me basta para entenderme, para comprender que puedo ir en silencio, hablando o cantando.

Todo vale porque Él me busca, rompe mis barreras, me sigue y no me deja solo. Nunca voy a estar solo, eso me queda claro.

Incluso cuando intente huir de su presencia por cualquier motivo. Él no se apartará y no lograré alejarlo. Recorre toda la tierra hasta ponerse a mi altura.

Hoy escucho: «El Señor guarda a los peregrinos». Me guarda a mí que busco la meta de mi camino, que quiero hallar la paz en todo lo que hago. Jesús es el peregrino de mi camino.