No poder hablar de sus dudas acerca de Dios o la religión daña la fe de los jóvenes cristianos.
El Fuller Youth Institute, una institución cristiana de EEUU, hizo un análisis siguiendo durante 3 años a 500 jóvenes cristianos practicantes, de 18 a 21 años, sus tres primeros años en la universidad.
Uno de sus hallazgos fue descubrir que 7 de cada 10 jóvenes practicantes (que aún iban a la iglesia) tenía dudas y dificultades serias respecto a la fe, pero que menos de la mitad de esos jóvenes con dudas hablaba de ellas con un adulto o un amigo.
El estudio mostraba también que los que jóvenes que hablaban de temas de fe, incluyendo dudas, con sus padres y amigos, tenían una fe más madura y firme.
“Lo tóxico no son las dudas, sino el silencio”
“No hay duda de que lo que es tóxico para la fe no son las dudas, sino el silencio”, señalan Kara Powell y Steven Argue, del Fuller Youth Institute, en su libro Growing With , donde dan algunos consejos para familias sobre la fe.
Powell y Argue constatan lo que otros estudios han señalado: incluso entre jóvenes que han ido a la iglesia toda su vida, se ha perdido la capacidad de hablar de la fe con sus padres y con sus iguales.
Lo comparan a un niño, quizá adoptado, que pasó la infancia en un país, pero ahora, en otra cultura ha olvidado el idioma de su país natal. Y eso es grave, porque la fe entra en la vida de forma natural cuando se internaliza con el lenguaje y los comportamientos.
En las encuestas, los padres dicen que les cuesta hablar de fe con sus hijos porque tienen miedo a decir algo técnica o teológicamente erróneo.
O temen parecer ignorantes sobre muchas materias, y así debilitar la fe de sus hijos.
Powell y Argue responden que “no necesitamos ser teólogos ni supercristianos para hablar con nuestros hijos sobre nuestra fe o la suya”.
Dan ideas para intentarlo, porque ellos aseguran que no hacerlo, el silencio, es mucho más nocivo que una inexactitud o un error teológico.
El silencio transmite al joven la idea de que las cosas de Dios son irrelevantes en la vida real, o vergonzantes, o falsas (e hipócritas) o complicadísimas y ajenas.
Empezar a hablar de fe con adolescentes y jóvenes es tan raro como empezar a hablar un idioma nuevo y el inicio puede ser torpe. Pero rápidamente se dan grandes pasos.
1. Crea espacios para hablar de la fe
Los padres han de crear espacios para conversar con sus hijos adolescentes de cosas importantes, sin regañarles ni pasarles listas de “cosas que has de hacer y no has hecho”.
Por lo general son charlas de tú a tú, sin otros hermanos alrededor, quizá sólo un padre con un hijo.
En esas charlas distendidas se habla de los amigos, de política, del amor, de las cosas que pasan. Y de Dios. Un padre puede invitar a un hijo a un helado o a un chocolate, o más adelante a un café, y hablar de estas cosas. O tener la costumbre de dar un paseo, o hablar al ir en coche.
Steven Argue en estos espacios pregunta a sus hijas: “Dime algo que piensas que yo creo y que tú no crees”. Nos puede asustar pensar que nuestro hijo piense distinto en temas importantes, pero Argue señala que para crecer en la fe se necesitan “conversaciones honestas con regularidad”.
Kara Powell pregunta a sus hijos sobre “sentir”, lo que se “siente”. No es un examen de teología.
“¿Cuándo te sientes más cerca de Dios?”, pregunta. Una responde que en la soledad y la naturaleza. Otro que cuando va a la iglesia con sus amigos. La relación entre un alma joven y Dios es muy íntima, distinta en cada persona: los chicos han de sentir que pueden hablar de ello sin ser regañados o castigados. Pero hay que invitarles a hablar con preguntas.
2. Déjalo claro: hacerse preguntas sobre la fe está bien
Hacerse preguntas sobre la fe está bien, tan bien como hacerlas sobre la vida, la muerte, el amor, el bien, qué hacer con tu vida, cómo ser feliz…¡los grandes temas!
Un chaval puede tener miedo de hacer preguntas en voz altas. El padre puede decir que “la fe a los 16 o 19 años no puede ser igual que a los 8 años; si se ha quedado igual, es como seguir llevando un traje infantil, de marinerito”.
Hay que repetirlo: hacer preguntas está bien. En entornos católicos, muchas preguntas se pueden responder acudiendo al Catecismo. Puede ser útil acudir también al YouCat, el Catecismo para jóvenes.
A veces, las dudas tienen que ver con concepciones muy erróneas sobre Dios o la fe. Si un joven dice “creo que ya no creo en Dios”, lo mejor es preguntar “cuéntame más sobre ese Dios en el que no crees“. Probablemente era una parodia lejana del Dios cristiano, no el Dios de Abraham, Isaac, Jacob, Jesús y la Iglesia.
Pero probablemente en muchos casos las respuestas simplistas no basten. “Lo dice el Catecismo y punto” no ayuda cuando hay dudas existenciales, vivenciales. Es bueno invitar a seguir hablando del tema con otros adultos, con catequistas, misioneros, personas que aprecian o admiran, otros jóvenes…
Tampoco es bueno al tratar con jóvenes hacerles elegir entre dos paquetes cerrados: “o crees todo este paquete, o estás fuera y eres ateo e impío”. ¿Por qué? Porque a corto plazo ¡siempre es más cómodo ser ateo e impío!
Es mejor animar a buscar formas creativas de explorar la fe. Quizá se niega a ir a misa, pero puede aceptar ir a retiros de jóvenes, peregrinaciones, grupos juveniles… Quizá se niega a ir a la misa de tu parroquia, no a otras misas. Hay que evitar el “todo a nada” a esta edad.
3. Los padres han de contar su historia de fe
Decía el antropólogo Mircea Eliade que el primer rito debe ser la recitación del mito, es decir, contar “la gran historia” de nuestra tribu y los dioses. O la de tu familia y Dios. Quizá la contaste a tus hijos cuando eran niños, pero hay que contarla otra vez ahora, pensando en adolescentes y jóvenes adultos.
¿Cómo optaste por Dios?
¿Cómo lo encontraste?
¿Cómo tratabas a Dios en tu juventud y adolescencia?
¿Cómo guio a tu familia, tu historia?
También has de contar en familia lo que Dios hace en tu día a día. Y eso formará parte de la vida espiritual de tus hijos: será su punto de partida, explica Steven Argue.
4. Atento a las distintas edades y fases espirituales: hay 3
Entre los 13 y los 18 años muchos adolescentes están dispuestos a estudiar temas, a leerlos o escucharlos en tutoriales de YouTube o podcasts. Los padres deben animarles a hablar con expertos, leer artículos, escuchar vídeos adecuados... Los padres pueden hacer un seguimiento, preguntarles “qué has aprendido sobre ese tema” y “¿esas respuestas plantean nuevas preguntas?”
Hay que ser pacientes, porque los chicos a estas edades pueden ser muy exigentes y acusar a todos de hipócritas, o de blandos, o de exagerados… De hecho, lo pueden ser hasta los 22 años (o más), y son más tratables cuando ya salen al mundo a empezar a trabajar, hacen decisiones importantes y toman las riendas de la vida adulta.
Cuando jóvenes o adolescentes critican a su familia por temas de fe, puede ser útil animarles a que enumeren también algunas cosas buenas y valiosas de la fe que han visto o aprendido en casa, la parroquia o la escuela: que no se instalen en la queja. ¿Qué cosas aprecian de esa fe?
El joven puede establecerse en la duda. El padre debe reconocer que la duda es algo válido y necesario, pero no para construir la vida sobre ella.
El padre debe animar al joven a explorar más allá de la duda, a buscar nuevas respuestas… y nuevas preguntas.
A partir de los 23 o 24 años los jóvenes ya han logrado algunos éxitos: han aprendido un oficio, ganan algún dinero… y ahora se preguntan qué huella va a dejar su vida en el mundo. Tienen aspiraciones y temores a fallar. Se preguntan: “¿qué va mal en el mundo y qué puedo hacer yo al respecto?”
Este es el momento de hablar con ellos de la vocación y de las relaciones, en serio, y eso incluye a Dios. ¿Qué quiere Dios de nosotros? ¿Qué dones nos ha dado? ¿A qué nos invita? Los padres, una vez más, buscan conversar, no dar lecciones (aunque pueden contar su testimonio).