Cuántas veces, los que tenemos cierta práctica de oración, nos lamentamos, incluso nos recriminamos diciendo: «No he rezado lo que debía», «me faltó mi rosario», «hubiese querido rezar más», etc.
Y cuántas veces, al acercarnos al confesionario, hemos pedido perdón al Señor, por haber sido displicentes con nuestra vida de oración, y dedicarle tan poco tiempo para una relación personal de amor que necesitamos.
Les quiero compartir algo que estuve meditando y rezando sobre esa necesidad que tenemos, como personas de fe, de rezar.
Sabemos que la oración es como el oxígeno, que necesitamos para vivir
Sin la respiración morimos. Con las justas, nos aguantamos un minuto. Así mismo, nos sucede con la comida o el agua. No podemos pasar muchos días sin comer al menos un pedazo de pan, y ni qué decir del agua.
Entonces, si es algo tan claro para nosotros, que la oración es fundamental, y difícilmente crecemos en nuestra vida cristiana sin rezar, entonces, ¿por qué no la tenemos como lo primero y más importante cada día de nuestras vidas?
Cuando no lo hacemos, nos cuesta mucho más el combate contra nuestros pecados. Nos volvemos superficiales en nuestra relación con Dios.
Nos vamos olvidando el amor que estamos llamados a vivir. Y finalmente, se nos acaba esa gracia del Espíritu, que nos permite reconocer a Dios como nuestra Padre, amar al prójimo como Jesús nos ama y cargar las cruces de la vida.
Estamos llamados a dar gloria a Dios
Como hijos de Dios, nuestra vocación principal, es glorificar a nuestro Señor. La liturgia, que es el culto público que rendimos a nuestro Padre, en Cristo, a través del Espíritu, es la forma como eclesialmente, glorificamos a Dios.
Es el primer mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas. El segundo, también nos invita a esa actitud: guardar el domingo y días de fiesta.
Sin embargo, muchas veces, ponemos nuestras cosas antes que Dios. ¡Ojo! No me refiero a cosas sin importancia… muchas veces, tenemos tantas responsabilidades apostólicas, necesidades en el trabajo, preocupaciones familiares, o quehaceres urgentes… que posponemos la oración.
Por supuesto, no les quiero decir que dejen sus responsabilidades por rezar. Lo que debemos hacer, hay que hacerlo. Es parte de la vida. Son compromisos y responsabilidades que exigen toda nuestra preocupación y atención.
No obstante, Dios es lo primero y es necesario que pongamos en la balanza nuestras prioridades.
Cambiemos el «tengo que rezar» por «voy a adorar a mi Señor»
¿Qué les parece si en vez de pensar «tengo que rezar», pensamos «voy a tener un encuentro hermoso con Dios»?
Voy a dejar un momento mis deberes y a ofrecer con libertad, voluntad y amor un rato de oración, de moritificación o de penitencia.
Si se dan cuenta, ya no estoy enfocando la oración —simplemente— como algo necesario, sino como un acto de mortificación, una penitencia.
Me cuesta «la vida» dejar esta responsabilidad laboral, apostólica, familiar… sé que debo poner todo mi corazón en eso… Pero, por amor a Dios, voy a renunciar a ese deseo, por más auténtico y correcto que sea.
Renunciaré a hacer o cumplir esa meta apostólica de la manera perfecta como me interesa a mí, porque la gloria a Dios es lo principal.
La práctica de la mortificación como ejercicio espiritual
En el mundo que vivimos, incluso, en la manera como nosotros —cristianos— entendemos nuestra lucha espiritual, creo que hemos abandonado mucho esta práctica tan básica y tradicional de la espiritualidad cristiana.
Quizás la idea de que usos como el silicio o prácticas para mortificar la carne, hayan sido propias de un momento histórico de la Iglesia, nos hagan pensar que ya no es tan necesario cultivarla.
¡Nada más lejano a la realidad! Esa práctica religiosa de la mortificación es tan básica y esencial como la oración. Lo que les invito es a que entendamos la oración misma, como una práctica de penitencia o mortificación.
En el sentido que expliqué arriba. Como una renuncia que hacemos a nuestras responsabilidades para poner en primer lugar, de modo efectivo, la oración.
Si además, a esto le sumamos el hecho de que nuestra cultura actual recalca tanto el sentirse bien, el guiarse por el capricho y los gustos personales, así como creer que la felicidad está en la ausencia del esfuerzo, del dolor y cualquier tipo de sacrificio…
Podemos entender un poquito mejor, por qué se nos hace difícil esa renuncia voluntaria de la libertad, para dedicar minutos del día, al encuentro y relación con Dios.
Recemos por amor y no por deber
Quisiera dejarles una última pastillita espiritual. Quizás les pueda ayudar comprender nuestra vida de actividades espirituales —los sacramentos, el rosario, la lectura de las Sagradas Escrituras, lecturas espirituales, coronillas, etc.—como un acto de amor a Dios.
No lo entendamos como algo que responde a un mero «sentido del deber». Fruto de un cumplimiento burocrático de algunos deberes mínimos para estar a la altura de un cristiano promedio. Eso es lo más absurdo que podríamos pensar.
El llamado que nos hace Cristo es siempre a la vivencia del amor. La perspectiva cristiana de la vida es, fundamentalmente, el amor.
Si no entendemos nuestra vida espiritual, nuestra relación con Cristo y las responsabilidades como cristianos, desde ese llamado esencial, entonces algo está mal comprendido.
Algo está mal en nuestra relación con Dios. Hemos dicho varias veces, como la esencia de la vida cristiana es la relación personal de amor con Cristo. Desde esa vocación brota el sentido del deber. Si amamos a Dios, entonces cumplimos sus mandamientos.
Finalmente, pidamos al Señor su gracia, su fuerza y la acción del Espíritu, para que podamos vivir lo que hemos reflexionado.
Si dependiera solamente de nuestras fuerzas, todo esto sería literalmente imposible. Pero Dios, para quién no hay imposible, nos da las fuerzas para vencer cualquier situación.