Reflexionar sobre las 7 palabras de Jesús en la Cruz durante su dolorosa agonía es una tradición de Viernes Santo que suele realizarse después del mediodía.
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34)
La primera de las 7 palabras de Jesús en la Cruz es para pedir perdón. Desde el dolor inenarrable de su amor, Cristo pide perdón. Su voz se eleva al Padre. ¿Acaso podía ir a otro lado? De Él venía. A Él volvía. El círculo completo de su presencia en el mundo tiene su broche en la Cruz.
Todo el camino miraba a entregarnos el perdón divino. Ahora lo suplica. Pide perdón por nosotros. El corazón no se agota. Mira al Padre y mira al hombre. Y Él, que sí sabe lo que hacemos, que sí puede experimentar el dolor del error y del fracaso humano, que capta como nadie la fractura terrible entre Dios y el hombre, la repara con un murmullo apenas perceptible. Padre, perdónanos.
Te lo imploramos desde la Cruz, a la que hemos quedado asociados por el Bautismo. La Cruz de tu misericordia, que nos selló como pertenencia de tu Hijo amado. Y como el Señor, nos atrevemos también a pedir perdón por los que a nuestro lado te ofenden. Jesús no pedía perdón por sí mismo, pues en Él no había mancha alguna. Pero pidió perdón por nosotros. Nosotros pedimos perdón por nosotros, y también nos solidarizamos con la humanidad, necesitada de redención. Nos unimos a la voz del Hijo que desde el corazón del mundo suplica: Padre, perdona a la humanidad.
“Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43)
La promesa. Después de una cadena de rechazos, que como un látigo crudelísimo laceraba su carne, una voz exangüe emite la tardía confesión de fe. “Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”.
Para la misericordia divina, nunca es demasiado tarde. Cuando todos han descartado al desgraciado, y el juicio implacable del mundo ha cumplido ya su sentencia, el pasado desaparece para no quedar más que un “hoy” que será también el futuro inagotable, la eternidad.
La sentencia del cielo es inversa. Ante la Cruz de Cristo, en la cruz de la propia responsabilidad, una plegaria humilde funde dos cruces en un abrazo redentor. Sólo se recordará el pasado en cuanto ha sido transfigurado por el amor. Las heridas contusas del pecado se convierten en nudos de luz.
El Paraíso es el único horizonte. Jesús, nuestra situación es de una oscuridad densa y sin esperanza. Acuérdate de nosotros. Acuérdate de mí. ¡Venga tu Reino, ven en tu Reino y acuérdate de mí!
“Mujer, ahí tienes a tu hijo. […] Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27)
Un gesto de ternura. Misericordia que no necesita justificarse. Ante la madre, nunca hace falta justificarse. Ante el discípulo amado, ante el amigo, tampoco. Dichosos los pechos que te amamantaron. Dichoso el que cumple la voluntad de Dios. La nueva familia se estrecha al pie de la Cruz, donde el dolor no se esconde, pero enjuga las lágrimas con el más delicado cariño. Quiéranse. Ya no estaré yo entre ustedes, pero en su amor perseverante me encontrarán. Cuídense mutuamente. Háganse cargo uno del otro, y a la vez de toda la Iglesia.
En su casa, la Casa se dibuja como aprecio cotidiano. La Iglesia, el cielo y la familia son lo mismo. Se lo encomiendo. No falte nunca la caricia, la sonrisa, el apoyo. Todo sufrimiento se trasciende en un solo instante en el que se cruzan las miradas, y en ellas fulgura la caridad. Nada se acaba. Todo está empezando.
“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46; Mc 15,34).
Una confesión. Dura. La más dura del Evangelio. Que nunca entenderemos ni experimentaremos como Él. Y para que no haya duda, la testimonian dos evangelistas. Habla al Padre, lanzando al infinito el dardo incomprensible del corazón desgarrado. No podemos medir el infinito. Pero sabemos que un abandono infinito le sacude el alma. ¿Cómo es posible? Porque el abismo infinito de su perdón es mayor que el equilibrio del cosmos.
Porque sólo su amor eleva exponencialmente al infinito la ofrenda de un dolor humano. De un dolor infinito. Y entonces la unidad se reconstruye sacrificando a Dios. Inmolación cuya lógica sólo vislumbramos cuando amamos. Cuando sabemos, ante el ser amado, que no escatimaríamos nada por su bien. Que busca la unidad a toda costa. La unión acontece como libertad de absoluta generosidad. El Padre no escatima a su Hijo, al Hijo amado. ¿Cuánto nos ama a nosotros, ingratos tiranos del egoísmo? Para abrirnos un espacio en el seno divino, la Trinidad se desgarra.
Misericordia absoluta. En ese silencio, en esa oscuridad, en esa noche, cabemos nosotros. La soledad de un corazón es garantía de la compañía eterna. No lo podemos entender. Escuchamos y callamos.
“Tengo sed” (Jn 19,28).
El anhelo. Anhelo acuciante. Sed. La de la cierva que busca corrientes de agua. La del místico que intuye en la noche la gracia. La del ser humano que ha visto resquebrajarse por la sequedad la tierra de sus deseos. Dios nos enseña a no rendirnos, precisamente ahí donde parecería que ya no hay nada que esperar. ¿Para qué suplicar por agua cuando se está en el precipicio de la muerte? ¿Tiene acaso sentido entonces suplicar aún? Y, sin embargo, Cristo lo hace. Y con Él, la humanidad fatigada. Que en realidad no se rinde. No se rinde nunca. Más aún, al borde del fracaso se desencadena el caudal inconmensurable a punto de estallar. Brotará de su corazón, el torrente de agua viva prometida.
El mismo Jesús deseaba que llegara la hora, la hora de la Cruz, para que su sed se convirtiera en manantial. El milagro de la misericordia ocurre entonces. Yo también tengo sed. Siempre he tenido sed. He visto aguas colosales, pero siempre me desborda su visión. Un sorbo de paz. Sólo eso suplicamos hoy. Un sorbo de paz. Y que encuentre su propio espacio en la sed inmensa del Hijo de Dios.
“Todo está cumplido” (Jn 19,30).
Amanece. Despunta el día. Sólo desde la Cruz se alcanza a ver. Es el puesto del vigía, el vigía de la humanidad. El barco aún no recibe la noticia, pero el vigilante la conoce ya. Ha triunfado el amor. La misericordia ha decretado su juicio. Nada es imposible ahora para el que ama en la verdad, para el que adora en Espíritu, para el que se signa con la Cruz. El Amén de Dios es al mismo tiempo el Amén del hombre. Se ha sellado el pacto, el pacto último. Se ha pronunciado la última palabra. Que no será la última, sino la primera. No hay un solo hilo que se haya corrido hacia el absurdo.
Misteriosamente todo se integra hacia la vida. El “hágase” del Génesis coincide con el “ven pronto” del Apocalipsis. Todo se ha cumplido. María dijo en la cúspide de la historia: “hágase en mí”. Y nosotros no dejamos de implorar: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Que lo que se ha cumplido, se cumpla también en mí. Que no quede yo fuera del cumplimiento. Que esa palabra sea también el veredicto sobre mí. Amén.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
La última de las 7 palabras de Cristo en la Cruz es también la cercanía definitiva. La entrega total, sin reserva. La palabra de confianza plena. La mayor libertad, la mayor verdad, el mayor amor, se realiza en la entrega. El Hijo se entrega. Y así nos muestra el camino. Nadie tiene amor más grande. Ser espíritu es poder entregarse. El espíritu le da sentido a la carne. Entregarse al Padre es cerrar todo ciclo posible. Es ser feliz. Ahí donde parece agonizar la esperanza, la certeza es ya visión y ofrenda. La misericordia no es vacío ni renuncia, sino donación y recreación.
Todo nace de nuevo. La vida es posible. La Cruz es paso de encomienda, es misión, es aliento fecundo. El último suspiro es el eco del primer soplido divino, el que vació sobre Adán. Se engendra al hombre nuevo. El Espíritu sopla donde quiere. Ha querido soplar aquí. Nos ha convertido en aliento de Dios. Por Él podemos alentar al mundo en su trance amargo. El vino bueno, abundante, el mejor, es escanciado en la tierra. Al Padre, origen de toda vida, vuelve el Hijo en un acto que es también humano. Nuestro Cordero Pascual ha sido inmolado. El banquete ha empezado.