Desde pequeña la imagen de los sacerdotes me ha causado tanta curiosidad. Los veía ahí parados en el altar, sosteniendo el copón entre las manos y repitiendo oraciones que nunca terminaba de entender.
En mi pequeñez comprendía de alguna manera que eran tan importantes, más importantes que los otros adultos que asistían a misa, y aún así no terminaba de entender el por qué.
Hoy que la vida me ha traído por caminos de amor insospechados, la figura de los sacerdotes me llena de agradecimiento. «El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús», decía el cura de Ars, cuya fiesta celebramos hoy. Y cuánto de cierto hay en estas palabras.
Sin sacerdotes, ¡qué sería de nosotros los fieles!
La tarea sacramental que el mismo Cristo les encomendó hacen de estos hombres grandes seres humanos, más de lo que podrían imaginar. No me mal interpreten, no estoy trantando de ensalsarlos vacíamente, o hacerlos importantes porque sí. Estoy haciendo un esfuerzo por tratar de explicar, y comprender un poquito más la magnitud de su tarea.
«¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…» El mismo Juan María Vianney se quedaba sorprendido de lo que expresaba y a la vez corto en entendimiento de lo que sus palabras significaban.
El sacerdocio para él tenía que ver con el intelecto, con el alma e incluso con el cuerpo. Comprender la misión era una tarea, pero vivir el amor, ese amor del corazón de Jesús, que los eligió. Que los llamó particularmente a seguirlo de esta forma tan íntima. Era lo que lo movía en esta vida.
Pobreza, castidad y obediencia, tres compromisos sacerdotales que nuestro gran cura de Ars vivió ardientemente.
Tal vez podamos pensar que en aquellos tiempos hacer estos compromisos era lo esperado. Hoy, con todos los hechos vividos fuera y lamentablemente dentro de la iglesia, la obediencia es cuestionada. Imágenes de abuso de autoridad a todo nivel se presentan, qué difícil obeder en este contexto. No solo dentro de la iglesia sino en cualquier lugar.
La obediencia de un corazón que confía
La obediencia del orden sacerdotal responde a una confiaza entregada no a los hombres, sino al mismo Cristo. A un Dios que les dice sígueme pero que a la vez promete llevarlos en brazos cuando el camino es cuesta arriba.
Es frecuente revelarnos frente a la obediencia, el orgullo sale, la mal entendida libertad confunde. Las heridas duelen y pareciera que obedecer es algo no solo imposible sino que además es abolible. Al único que parecemos obedecer es a nosotros mismos.
En ese sentido, la figura del sacerdote es tan cuestionante. Se entrega plenamente y se vuelve súbdito en un mundo en que que no hay que obedecer ni comprometerse con nadie, menos con un Dios al que «no veo, ni escucho»
El cura de Ars, patrono de los sacerdotes, deja una frase que encierra una clave sobre la obediencia: «las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el “alto precio” de la redención.»
Ese alto precio implica entrega completa y confiada a aquel que tanto nos ama. Obediencia plena al Rey de Reyes.
El dominio del cuerpo que educa el alma
Obedecer no es algo sencillo de hacer. Lo vemos en los niños pequeños que una y otra vez se lanzan al piso en una estridente pataleta. Aún presos de su voluntad, los pequeños van conociendo que obedecer a sus padres es confiar en ellos. Obediencia es ir entendiendo que los mandatos que les dan buscan su bien.
Así, los sacerdotes son imagen de esta obediencia que va creciendo día a día, fruto de su relación con Cristo, de o el bien mayor y forjar la voluntad hacia él.
El cura de Ars escogía una y mil veces una vida llena de penitencia, en la que los ayunos y privaciones cumplían un rol formador, que no hacía necesariamente por él, sino por la salvación de aquellos que atendía en el confesionario, en su parroquia.
Comprendiendo que era partícipe del sacrificio que el mismo Cristo hizo en la Cruz. Su cuerpo que se iba haciendo recio y su espíritu se iba templando. Porque lo que pasa en el cuerpo pasa en el alma.
Guardemos siempre un momento especial en nuestra oración por ellos.
San Juan Maria Vianney, ruega por los sacerdotes.