La vida que no se entrega no sirve para nada. El amor que no se convierte en servicio no es amor verdadero. El corazón que no se pone en la piel del que está enfrente no logra ayudar de verdad.
Los ojos que no ven el dolor del que me mira no han aprendido a mirar como me mira Dios. La vida que guardo egoístamente por miedo a que se pierda, se vuelve inservible. Como la sal que no sala. Como la semilla que muere fuera de la tierra fecunda.
Nada tiene total sentido si no es para mirar un horizonte más amplio que el que delimitan mis deseos y proyectos personales. Romper esa línea mágica que me ata es lo que de verdad me salva.
Leía el otro día: «Ahora estaba empezando a comprender, de una manera brutal, que hasta que no se ha sufrido en carne propia una pérdida, con el consiguiente dolor, es imposible empatizar realmente con otras personas en igual situación».
Hasta que no he sufrido lo que el otro sufre no puedo de verdad comprender lo que está viviendo.
¿Tengo que sufrir yo la enfermedad para entender al enfermo? ¿O padecer yo la muerte de alguien amado para acercarme al dolor del que sufre una ausencia? No lo sé, pero es lo más fácil.
Me sirven más las palabras y consejo del que ha vivido o está viviendo lo mismo que yo. Entonces veo qué difícil resulta cuando no he vivido lo que otros viven y tengo que ayudarles igualmente.
No tengo la misma autoridad moral del que ha padecido la cruz y ha vivido la resurrección. Tal vez no sientan mi comprensión verdadera o no crean en la autoridad de mis palabras al no haber sufrido lo mismo.
Aún así no me puedo eximir de mi obligación de ponerme en su lugar. De acercarme de rodillas a su misterio aunque no acabe de comprenderlo. Sólo tengo que mirar conmovido esa vida suya que es tan frágil y se abre ante mí. Sólo puedo respetar con ojos bien abierto todo lo que viven al ver cómo confían en mis palabras.
El corazón de mi hermano es siempre un misterio, es un regalo que se me entrega sin yo merecer nada. Y yo tengo que ayudarle a pasar ese momento difícil que atraviesa, en ese preciso instante en el que se encuentra conmigo.
La antropóloga Margaret Mead explica: «Ayudar a alguien a atravesar la dificultad es el punto de partida de la civilización».
La solidaridad en medio del dolor es el rasgo más humano. Puede llegar a superar a instinto de la supervivencia. Por ayudar al que está a punto de padecer llego a arriesgar mi propia vida.
Es lo más humano esa capacidad mía de dejar de pensar en mí mismo, en mis intereses, en mi bienestar y en mi comodidad para abrirme generoso al que está frente a mí sufriendo.
No le cierro mi carne cuando suplica misericordia. No corto el diálogo y me acerco, sin guardar las distancias sagradas. Y pienso en lo que el otro siente, en su dolor, en su angustia.
No pienso en mí, ni en lo que necesito. Tampoco pongo por delante mi dolor o mis miedos, mis recelos e inseguridades. Pienso sólo en aquel que está ante mí. Contemplo como algo sagrado su vida, su enfermedad, su miseria.
Me vuelvo misericordioso y acepto ser sólo el camino al cielo, al Padre, a la misericordia de Dios. No soy yo el centro ni el salvador. Tengo claro que el centro siempre es Dios y sólo Él salva la vida de los hombres.
Por eso sé que lo que de verdad importa es lo que necesita quien me busca en ese momento. El dolor de muchos que se hace viral a mi alrededor. Las injusticias gritadas al viento que yo mismo denuncio.
Quiero tender la mano a mi hermano aún con el riesgo de sufrir, de perder, de no ganar nada. Es el camino de la solidaridad. El camino de la ayuda a superar las dificultades.
Este tiempo que vivo está lleno de dolor y de angustia. Y me desborda lo inabarcable del sufrimiento. No logro consolar a tantos que sufren con mis palabras y con mis abrazos.
Tengo que meterme en mi corazón para hallar la paz que pueda entregar al que le falta. Estar con Dios para poder dar tranquilidad a los que la han perdido. No paso de largo ante el que me pide ayuda.
Miro a Jesús como me dice el P. Kentenich: «¿Cómo amó el Señor a los hombres? Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por sus amigos (Jn 15, 13). ¡Y cómo amó él al prójimo! Al precio de su propia vida, entregando su propia vida. ¿Qué significa: el amor al prójimo es idéntico con el amor a Dios? El Señor coloca ambos mandamientos uno junto al otro. Y si examinan al apóstol Pablo, es algo peculiar, en la culminación de su himno sobre el amor, cómo uno y otro amor fluyen uno hacia el otro y cómo el amor a Dios opera en el amor al prójimo».
El amor a Dios, el amor de Dios, despierta mi solidaridad, mi amor al que necesita, mi amor humano y generoso con el que está a mi lado. Ese amor es el que me salva de la soledad egoísta del que no necesita a nadie y al que nadie necesita.