Seleccionar página
La confesión, la herramienta que nos permite reconciliarnos con el Señor.

La confesión, la herramienta que nos permite reconciliarnos con el Señor.

Junto con la Eucaristía, el sacramento de la reconciliación es el único que podemos recibir múltiples veces en nuestra vida. Hay algunos que solo recibimos una sola vez —como el bautismo o la confirmación—, y hay algunos que quizás no llegamos a recibir.

Por ejemplo, una mujer no recibirá el sacramento del Orden Sagrado, quizás no tengamos la suerte de morir habiendo recibido antes la Unción de los Enfermos o solo recibiremos el del Matrimonio si es nuestra vocación.

En esta oportunidad quiero hablarte de este sacramento, la Confesión. ¿Cómo agradecemos el don de poder acudir a Él, cada vez que nos haga falta? ¿Y cómo salimos de ese encuentro?

Quizás la confesión se ha convertido en eso que tienes que hacer para «poder comulgar», tal vez eres el padrino en una boda, o eres tú quien se casará y entonces te «toca» confesarte. O lo haces una vez al año por ser Pascua, o porque  se ha convertido en regla de cada semana y es un punto más de tu check list.

En ambos casos —tanto si no acudes con frecuencia como si lo haces periódicamente—, puede tornarse algo difícil de hacer. Por eso, quiero compartirte algunas reflexiones que podrían ayudarte a confesarte de una manera distinta. ¡De una manera nueva!

1. Mirarle y dejarse mirar por Él

«Pedro sabe que él es conocido tanto en su amor como en su traición: Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo (Jn 21:17». Esta expresión de Pedro, desde su humildad, arrepentimiento y cariño, es una de mis favoritas del Evangelio.

Siempre la leí pensando que Pedro, al decir «Tú lo sabes todo», hacía énfasis en el amor que le tenía a su Maestro, como diciéndole «ya sabes que te quiero, porque lo sabes todo».

Desde hace un tiempo, empecé a ver esta escena de otra manera. Pedro, más bien, al decirlo «todo», creo que no hace tanta referencia a su amor, como a sus miserias.

En el «todo» del apóstol, yo leo: «Señor: Tú conoces lo que los demás apóstoles no conocen, Tú me viste cuando te negué. Tú sabes que tuve miedo de la acusación de una anciana, y te abandoné. No hay nada que pueda esconderte, porque ya lo sabes todo».

Pero, inmediatamente al «lo sabes todo», añade: «sabes que te quiero». Y en esta segunda parte, puedo leer: «Sí, Señor, sabes lo que yo quisiera esconder, lo que me avergüenza, lo que me duele haber hecho… pero sabes que lloré, sabes que daría todo lo que puedo dar por cambiar el «no» que te di por un «sí», sabes que, aunque te quiero mal… te quiero».

Luego de que Pedro negara tres veces a Jesús, se encontró con su mirada. Fue el encuentro con la mirada divina el que le ayudó a darse cuenta de sus faltas, pero también fue el momento que le permitió llorarlas. La primera mirada, le ayudó a arrepentirse.

Luego de encontrarse con el Señor resucitado, y decirle esta hermosa frase sobre la cual hemos reflexionado, vuelve a encontrarse con la mirada de Cristo. Esta segunda mirada, le ayuda a dejar las lágrimas, le habla de misericordia, le habla de amor, de perdón, y le deja una misión.

Consejos prácticos para mirarle, y dejar que Él te mire:

— Al preparar el examen de conciencia, no lo hagas como si fuera un test donde hay que marcar «sí» o «no». Mira a los ojos a Cristo y pregúntale: «En este punto, ¿pude haberte amado más?», «¿miré a otro lado, cuando me llamabas?», «¿por qué lo hice?».

— Los días previos a la confesión, trata más intensamente al Espíritu Santo, para que ponga un poco de luz sobre tu conciencia. Pídele que te haga más sensible a su voz, para ver aquellas faltas que a veces, nos pasan desapercibidas.

No en en el sentido de «hacer una confesión perfecta» y «decir todo lo que hice», sino con el espíritu de ver las pequeñas manchas a las que nos acostumbramos, que hacen de antesala a errores más grandes.

— Los dos primeros consejos te pueden ayudar a tener conocimiento suficiente de ti y tus faltas. Pero no olvides buscar conocerle a Él, meditar en todas las veces en las que perdonó a los pecadores, curó a los enfermos y le permitió ver a los ciegos.

Haz oración, contempla estas escenas, y escucha lo que Él tiene para decirte. Incluso, cuando hagas el examen de conciencia, pregúntale: «de todos mis pecados, ¿cuál fue el que más te dolió?».

2. Abrazarse a Cristo

¿Sabes qué me parece curioso? Que en la materia del sacramento de la Confesión están los propios pecados del penitente y su corazón contrito, que los aborrece: de las miserias, Dios hace algo santo.

Cuanto más tardamos en confesarnos, más difícil se hace volver. Parece que hemos acumulado tanto polvo… y nos olvidamos de que es precisamente ese polvo el que Dios nos pide que le entreguemos, para convertirlo en algo hermoso.

Otras veces, también cuesta ir al sacramento cuando lo hacemos con regularidad. Casi se transforma en una lista de tareas, algo que toca hacer, porque nos lo propusimos y «debemos» cumplirlo.

Pero se nos olvida que la confesión es la oportunidad de encontrarnos con la única persona con la que vale la pena encontrarnos, porque nacimos, precisamente, para ese encuentro.

Te recomendé que, antes de volver a la confesión, mires a Cristo. Ahora, acércate a Él. Párate junto a su cruz. ¿Ves que inclina la cabeza? Quiere escucharte. ¡Háblale! ¿Ves que tiene los brazos abiertos? ¡Abrázale!

Mientras quieras hablarle, Él te escuchará. Mientras le abraces, no te alejarás. Si no te alejas, no le perderás. ¿Y el polvo, acumulado del camino? ¡Él lo limpiará!

Consejos prácticos para no dejar de hablar con Él

— Lo que más te cuesta confesar, dilo primero. Habrás vencido a la vergüenza, y al demonio que te tienta para que lo escondas. 

— Sé claro, concreto y conciso: evita dar mil vueltas o justificarte, contando al sacerdote toda la historia de tu vida, cuando no tiene que ver con los pecados de los que te acusas.

— El sacerdote te dará algunos consejos, ¡no temas preguntarle si algo no te queda claro! Y toma estas recomendaciones por lo que son: venidas del mismo Dios. 

3. Después de la confesión: ¡no sueltes su mano!

A todos nos ha pasado —y más de una vez— que, al salir del confesionario, casi podemos sentir el peso de la aureola que nos imaginamos encima de nuestra cabeza. ¡Y también el golpe de ella, cuando se nos cae encima, apenas volvemos a caer en lo que acabamos de confesar!

Es natural, pero más natural es el deseo de parecernos más a Cristo, porque para eso hemos nacido. ¿Cómo lograrlo? Solo intentando y recomenzando, rectificando la intención y enmendando. ¡Tranquilo, no te sientas abrumado, porque es una tarea para toda la vida!

Pero una manera de al menos, evitar en lo posible la caída, es no soltar su mano. Los niños, cuando aprenden a caminar, toman la mano de sus padres. Y si tropiezan, no caen del todo, porque estaban sujetos. ¡Él hace lo mismo con nosotros!

Consejos prácticos para permanecer junto a Él

— ¡Sé agradecido! Luego de cumplir tu penitencia, quizás quieras dirigir unas palabras de gratitud al Señor. Reconocerte agradecido también te ayudará a asimilar cada vez más, el don que has recibido. La gratitud nos une a Dios.

— Toma nota de los consejos del sacerdote (no hace falta que anotes mientras hablas con él, puedes hacerlo al salir del confesionario). ¡Así no los olvidas! Podrás luego llevarlos a la oración, meditar en ellos, ver cómo aplicarlos en tu vida y lucha espiritual, junto a Él.

— No hace falta que te hagas muchos propósitos, con tal de fijarte uno, para corregir el defecto que más te cuesta vencer, adelantarás mucho en vida interior. Hazlo con humildad, sabiendo que es Él el que te conducirá.

Espero que encuentres en estos puntos de reflexión y en estos consejos, una guía para acudir a la confesión cada vez con más cariño, más consciente de la inmensa gracia que recibes en ella.

Marcos. Un joven que fue ateo y hoy abraza su comunión con el Señor.

Marcos. Un joven que fue ateo y hoy abraza su comunión con el Señor.

“Como joven de origen ateo, he vivido durante años siendo parte de un relato anticlerical que no se fundamentaba en ningún tipo de argumento demostrable, sino en auténticas generalidades llenas de odio y desconocimiento”. Es parte del testimonio de Marcos Martínez, un joven de 23 años que estudia Periodismo y que empezó a descubrir a Dios haciendo el Camino de Santiago, pero sobre todo haciendo el retiro Efetá, donde “jamás me había sentido tan querido, tan arropado, ni tan perdonado”. Y el hecho es que a pesar de haber nacido en una familia en la que se le han inculcado valores, no le han transmitido la fe. Marcos comparte cómo vivió su proceso de conversión y también cómo ha sido la toma de ciertas decisiones como la de recibir la Primera Comunión y la Confirmación.

– ¿Recuerdas la primera vez que te hablaron de Jesús siendo ya adulto?

– Sí, la recuerdo. Una muy buena amiga mía de la familia y educación católica me habló de Él. Recuerdo como se le iluminaba la cara al hacerlo, como me impactó esa alegría que yo, en aquel momento, no tenía. Desde entonces mi curiosidad por ese tal Jesús creció y, poco a poco sin darme cuenta, fui acercándome más a Él hasta lo que yo considero la fecha de mi conversión.

Desde entonces, soy exageradamente consciente de la importancia de nuestro ejemplo en los demás. Si no hubiera sido por ella, yo hoy no conocería a Jesús. Entendió cuál fue su misión, dejándose hacer por el Señor y acercándome a Él con su testimonio de amor.

– ¿Cómo fue tu encuentro con Cristo? ¿Qué es lo que más recuerdas de ese momento?

– Mi encuentro personal con Él fue en Effetá, un retiro espiritual dirigido a jóvenes, en marzo de 2020, justo una semana antes del confinamiento total.

» Ya en diciembre de 2018, haciendo el Camino de Santiago, sentí esa primera llamada. Dios sembró en mí el don de la fe, que me permitió entender que había un Dios que existía. Pero no fue hasta marzo en Effetá que entendí que no solo existía, sino que me amaba profundamente. En una de las actividades del retiro, a través de los demás, sentí una sensación muy difícil de explicar que solo los que hayan pasado por ella entenderán. Una paz inmensa me invadió, notando el abrazo de ese Dios con el que finalmente me había encontrado. Jamás me había sentido tan querido, tan arropado, ni tan perdonado. Fue lo que considero la fecha oficial de mi conversión, de mi encuentro frente a frente con Cristo crucificado por mí.

– ¿Cómo vivías el hecho de que tu familia no fuera creyente y tú hubieras tenido esta experiencia?

– Al principio fue muy difícil. Esto no va de votar a otro partido político, o de ser de un equipo de fútbol distinto, esto es una manera distinta de ver la vida, de entender su origen, su sentido, su destino, y eso trasciende mucho más que las cosas del mundo y, por tanto, crea más incertidumbre para los que te rodean.

» Aunque mis padres tienen una forma de ver la vida muy cercana a la de la Iglesia, con una moral bien definida que huye del relativismo actual, no terminan de entender cómo en Cristo he podido encontrar la respuesta a las preguntas de mi vida que durante un tiempo tanta paz me quitaron. Aun así, si algo han demostrado mis padres es su amor hacia mí, en multitud de gestos que evidencian que mientras yo sea feliz, ellos son felices, y allí está Dios; en el amor de unos padres muy alejados de Él, capaces de renunciar a sus creencias, o mejor dicho a su falta de ellas, por un único motivo: la felicidad de su hijo.

– ¿Cómo ha sido el proceso hasta ahora? ¿Qué personas te han acompañado?

– Muy gratificante. El Señor no ha parado de regalarme momentos y personas espectaculares en mi vida. Desde la formación, he podido seguir creciendo espiritualmente. De hecho, yo diría que este es el secreto: las ganas de seguir conociendo a Dios a través de la formación y de los sacramentos.

» Mis padres serían unas de las personas que más me han acompañado. Aunque como comenté anteriormente no son católicos y al principio les costó aceptarlo, sería injusto no decir que a día de hoy me acompañan sin fisuras en mi crecimiento espiritual. A través de su ejemplo como padres experimento a diario el amor del Padre y espero que ellos también a través de mí.

» También mis amigos de toda la vida, muy alejados de Dios, entendieron desde el principio mi conversión. Me atrevería a decir que a ninguno de ellos le sorprendió, teniendo en cuenta que desde siempre he sido alguien con muchas inquietudes espirituales que compartía con ellos. Ellos me acompañan a través de su aceptación y su falta de juicio.

» Y por último mi comunidad. En ella es donde más logro reconocerme como hijo de Dios, acompañado de mis nuevos amigos y de mi director espiritual, esenciales para mí en este momento de mi vida. Su testimonio de vida cristiana me ayuda a seguir a Dios, siempre acompañado.

– Hay adultos que no se han confirmado siendo adolescentes, y solo se preocupan cuando tienen que casarse… ¿Qué te ha llevado a tomar la decisión de confirmarte en este momento?

– Confiar en Dios. A través de la confianza en Él uno entiende lo que significan ciertos sacramentos y logra vivirlos con pasión. Recibir los dones del Espíritu Santo a través de la confirmación y cerrar mi proceso bautismal fue lo que me motivó a dar el paso. Hoy en día, desgraciadamente, está muy de moda vivir la fe “a nuestra medida”, crearnos un ambiente cómodo que vaya más a la par con el mundo, por lo que muchos parecen prescindir de la confirmación. Como bien indica su nombre, a mí me parece una oportunidad increíble para darle de nuevo otro sí enorme al Señor.

– ¿Qué ha supuesto todo este tiempo de preparación para el sacramento?

– La verdad que lo he disfrutado muchísimo. Tengo la suerte de ser una persona interesada en conocer, y la catequesis me ha ofrecido información sobre temas que creía conocer y no conocía. Al ser sesiones con otros adultos, incluso con un gran amigo mío con el que siempre mantengo charlas muy intensas, se daban debates y conversaciones muy enriquecedoras, en las que se hacía patente el motivo por el que todos y cada uno de nosotros estaba allí: queríamos empaparnos de la Palabra de Dios y de su inmenso amor.

– Ante este paso, ¿cómo lo vivió tu entorno?

– Desde mi conversión no he parado. Gracias al don de la fe que se pide, y a mi interés por conocerle, que viene regalado y no crea ningún tipo de esfuerzo, ya decidí hace un año hacer mi primera comunión, por lo que mi ambiente no católico está más que familiarizado con este tipo de decisiones. Como dije anteriormente, ellos me apoyan activamente, y el que no lo hace, como mínimo me respeta y con eso para mí es más que suficiente.

– ¿Cómo viviste la celebración? ¿Qué fue lo que más te ayudó?

– Obviamente fue un día muy especial. Conseguí olvidarme de toda la preparación, algo no muy común en mí, y centrarme en la ceremonia y en recibir el sacramento.

» Si tuviera que decir la cosa que más me ayudó diría la compañía de mi familia y de mi comunidad, en especial la de mi padrino. Él es a día de hoy uno de mis mejores amigos, un chico de familia católica con una relación con Jesús envidiable. Su acompañamiento tanto como amigo como padrino sigue siendo a día de hoy inmejorable, y ese día se centró única y exclusivamente en mí, algo muy típico de él pero que a día de hoy sigue sorprendiéndome. Es una de las personas más serviciales que he conocido en su casa, en su relación de noviazgo y con todas y cada una de sus amistades.

– Y, ¿qué es lo que más te ha sorprendido en este conocer más a Cristo y a la Iglesia?

– Lo que más me ha sorprendido es la cantidad de desinformación que la sociedad vierte sobre ellos, en especial sobre la Iglesia. Como joven de origen ateo, he vivido durante años siendo parte de un relato anticlerical que no se fundamentaba en ningún tipo de argumento demostrable, sino en auténticas generalidades llenas de odio y desconocimiento. Las catequesis para la preparación de mi primera comunión y de mi confirmación, y la experiencia personal de mi relación cercana con la Iglesia, han hecho darme cuenta de lo muy equivocada que la sociedad está, y de lo mucho que desconoce la realidad de la Iglesia. Para ello, es importante no solo construir una sociedad con más criterio que la existente, sino que la Iglesia aprenda a “salir ahí fuera” y mostrar aún más si cabe todo lo bueno que tiene y hace. Aunque es algo complicado, porque no está llamada a publicitarse, es necesario encontrar la manera de trasladar lo mucho que la Iglesia hace a la opinión pública. Eso frenará en parte la ola anticlerical fundamentada en el desconocimiento y acercará a muchos curiosos que vean en la Iglesia un ejemplo de Bien, y de Verdad.

– ¿Cómo crees que va a cambiar tu vida a partir de ahora?

– Conocer a Dios te hace ver muchas cosas… entre ellas, te hace ver los muchos desórdenes que tienes en tu vida, que no son fruto más que de un deseo irrefrenable por Él, pero muy mal enfocado al no conocerle y comprar lo que la sociedad te vende. Por ello, mi vida sigue en un cambio permanente que exige renuncias de una vida anterior volcada al «placer por placer», pero que se dan ejerciendo la verdadera libertad de tender al Bien.

» Jesús, como a todo católico, me ha llamado a evangelizar, a hacer lío como dice el Papa Francisco, en especial a los más jóvenes alejados de su amor que buscan en lo más superficial del mundo la felicidad que sólo Dios puede ofrecer. Ese creo que ahora va a ser mi papel, junto a una comunidad estupenda como es la de Regnum Christi en Barcelona, centrada en ser apóstoles de Dios para anunciar su Palabra a los que más lo necesiten y acompañar a los recién llegados a la Iglesia.

– Como joven, ¿cómo crees que debe ser la relación con Jesús?

– Así como la relación con un amigo, o con un hermano, o con un padre, la relación debe ser fluida. Por tanto, para mí lo más importante es algo tan sencillo como la oración permanente y sincera con Él. Aunque aparentemente suene sencillo, no lo es. Abrir nuestro corazón en la oración hasta que duela, con pelos y señales, con todo tipo de detalles, sobre todo los que te cuesta que retumben en tu cabeza al pensarlos, eso, que Cristo ya sabe, es lo que busca que dejes en sus manos y que le expongas en la oración. Solo ese encuentro personal con Él nos hará crecer en la Fe y nos hará mantener viva nuestra relación con Dios.

Dios nos da la cruz con el peso justo que podemos cargar.

Dios nos da la cruz con el peso justo que podemos cargar.

Si somos —como se suele decir— «católicos practicantes» hemos escuchado muchas veces este pasaje: «Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá. Pero el que pierda su vida por causa de mí, la hallará» (Mateo 16, 24-25). Sin embargo, resulta paradójico decir que Jesús nos quiere felices y alegres, cuando ser cristiano implica seguir a una persona colgada de una cruz.

¿Cómo entender esto? Suenan sensatos los reclamos de quiénes reniegan de Dios —a veces nosotros mismos— porque tienen a un padre, madre o familiar muy querido, que murió por este virus que azota a la humanidad. Por no mencionar las cruces que seguramente ya cargamos hace años.

La vida implica cruces

Lo primero, es entender que Dios no nos envía las cruces a nuestra vida. La vida en sí misma está teñida de dolor. Nuestra vida está repleta de momentos maravillosos, pero también, ocasiones en las que vivimos situaciones con mucho dolor. Empezando por los problemas personales, que pueden ser desde algo corporal, pasando por problemas afectivos y psicológicos, hasta problemas de índole moral o espiritual.

También están los problemas que podemos experimentar en nuestras relaciones con otras personas. Empezando por aquellos con los que vivimos bajo el mismo techo, ya sea el cónyuge, hijos o parientes cercanos, amigos íntimos o del trabajo. Así como personas que, por circunstancias totalmente inesperadas, pueden generar complicaciones severas.

Además, algunos sufrimientos son causados por una culpa personal. Así como otros, aparentemente, no tienen ninguna explicación. Ante estos problemas surge la pregunta: ¿Por qué me tocó a mí esta cruz?, ¿por qué tiene que sucederme esto a mí? Un hijo que nace con un problema genético, un familiar que tiene un episodio psiquiátrico, desastres naturales o por ejemplo, lo que estamos sufriendo todos, por culpa de este virus.

¿Por qué Dios permite que mi cruz sea tan pesada?

En segundo lugar, efectivamente, es correcto decir que estos males son permitidos por Dios. Si no, obviamente, no existirían. Si Dios no los permitiera, no surgirían. Es una cuestión de simple lógica. Sin embargo, si Dios es tan bueno, nos creó por amor, y quiere que seamos felices… ¿por qué permite tanto sufrimiento?

El mal es un misterio. ¿Por qué? Justamente porque Dios que es bueno y amoroso, y aparentemente no debería permitir ese tipo de cosas. Parece como si algo «no encajara», no tuviera lógica. Y es que efectivamente, ¡no tiene lógica! Esas cruces, y todo el mal que existe, no debería ser una realidad. Dios no quiere nada de esto. El paraíso era un lugar hermoso, donde nuestros primeros padres vivían en plena armonía con toda la creación.

Entonces ¿cómo es posible que exista tanto mal? La respuesta típica, sería decir que es culpa de nuestro pecado. Sin embargo, prefiero responder a la pregunta desde otra perspectiva: ¡Porque Dios nos quiere libres! Es decir, al crearnos a su imagen y semejanza, nos ha dado la libertad.

La falta de lógica no está en Dios, sino en nosotros, que en vez de ser fieles a su amor, encaminando nuestra libertad hacia la felicidad, preferimos alejarnos de Él, optando por el mal. En nuestra vida podemos elegir el camino del bien o del mal. No hay un camino intermedio.

Nos dirigimos a la alegría de Dios, o a la tristeza del maligno. A la luz del bien, o a la oscuridad del mal. A la Libertad de la verdad, o a la esclavitud de la mentira. A la felicidad del amor, o a la frustración del pecado. ¡Así es la vida… así son las cosas!

¿Pero si Dios sabía lo que iba a pasar, por qué hizo las cosas así?

En segundo lugar, efectivamente, es correcto decir que estos males son permitidos por Dios. Si no, obviamente, no existirían. Si Dios no los permitiera, no surgirían. Es una cuestión de simple lógica. Sin embargo, si Dios es tan bueno, nos creó por amor, y quiere que seamos felices… ¿por qué permite tanto sufrimiento?

El mal es un misterio. ¿Por qué? Justamente porque Dios que es bueno y amoroso, y aparentemente no debería permitir ese tipo de cosas. Parece como si algo «no encajara», no tuviera lógica. Y es que efectivamente, ¡no tiene lógica! Esas cruces, y todo el mal que existe, no debería ser una realidad. Dios no quiere nada de esto. El paraíso era un lugar hermoso, donde nuestros primeros padres vivían en plena armonía con toda la creación.

Entonces ¿cómo es posible que exista tanto mal? La respuesta típica, sería decir que es culpa de nuestro pecado. Sin embargo, prefiero responder a la pregunta desde otra perspectiva: ¡Porque Dios nos quiere libres! Es decir, al crearnos a su imagen y semejanza, nos ha dado la libertad.

La falta de lógica no está en Dios, sino en nosotros, que en vez de ser fieles a su amor, encaminando nuestra libertad hacia la felicidad, preferimos alejarnos de Él, optando por el mal. En nuestra vida podemos elegir el camino del bien o del mal. No hay un camino intermedio.

Nos dirigimos a la alegría de Dios, o a la tristeza del maligno. A la luz del bien, o a la oscuridad del mal. A la Libertad de la verdad, o a la esclavitud de la mentira. A la felicidad del amor, o a la frustración del pecado. ¡Así es la vida… así son las cosas!

¿Pero si Dios sabía lo que iba a pasar, por qué hizo las cosas así?

Es cierto que sabía que nuestros primeros padres elegirían seguir la tentación del demonio. Pero si no tuviésemos la posibilidad de optar por el mal, no seríamos libres, ni tampoco podríamos amar. El amor es posible gracias a la libertad.

Libremente decido amar a la otra persona. Dios quiere que, desde una opción libre, deseemos amarlo. No nos quiere obligar, y por eso no puede negar la posibilidad de que optemos por el mal. ¡Aunque no lo quiera!

Entonces, Dios no quiere el mal para nosotros. Pero si no lo permitiera, estaría yendo en contra de nuestra libertad y por lo tanto, en contra de lo que Él mismo creó. En otras palabras, Dios, por respetar nuestra libertad y ser consecuente con su valor, permitió la posibilidad de que eligiéramos el mal y todas sus consecuencias.

Dejó en nuestras manos la posibilidad de seguirlo o no. Sabía lo que pasaría, pero —y esto es muy importante comprenderlo— estuvo en nuestras manos el permanecer en el paraíso creado, y no dejarnos seducir por la tentación del mal.

¿Entonces qué podemos hacer para llevar nuestra cruz?

Adherirnos, con el uso adecuado de nuestra libertad, al plan amoroso del Padre, siguiendo las huellas de nuestro Señor. Hacer el mejor esfuerzo de nuestra parte por buscar la alegría y la felicidad, realizándonos a través del amor.

¿Y cómo vivir el amor si estamos heridos por el pecado? Siguiendo el camino que Dios Padre, rico en misericordia, nos proporcionó a través de su Hijo único, quien se sacrificó para redimirnos del pecado, a través de su muerte y resurrección. El amor de Cristo implica la cruz, pero es el camino hacia la vida eterna.

¿Qué significa cargar la cruz? Ahora, podemos entender que se trata de seguir a Cristo. Tener una relación personal de amor con Él. Su amor venció el pecado, y es mucho más poderoso que el sufrimiento. No cargamos la cruz porque queremos o nos guste sufrir. Sino porque aceptar nuestra vida con todo lo que implica, siguiendo a Jesucristo, es el camino hacia la felicidad. Ser cristiano es vivir en Cristo, seguir a Cristo.

Él es el camino para una vida llena de felicidad, para experimentar la alegría de una vida nueva. Lo seguimos con toda nuestra vida, desde las cosas que más nos gustan, hasta las que nos cuestan más y exigen mucha generosidad, haciendo de nuestra vida un sacrificio de caridad.

Las mujeres viudas, Dios no suelta sus manos.

Las mujeres viudas, Dios no suelta sus manos.

Quedarse viuda es una situación casi siempre dolorosa y difícil de llevar, tanto física como psíquicamente. Podemos acudir a la Sagrada Escritura para encontrar textos que ayuden a vivir el duelo y a confiar con esperanza en que Dios no abandona nunca a ninguno de sus hijos, mucho menos a quien queda herido.

En el pueblo de Israel, antes de la llegada de Jesucristo, una mujer que quedaba viuda pasaba a estar desamparada y sin recursos, como los huérfanos. Ante esa situación, Dios hizo a lo largo del Antiguo Testamento manifestaciones de cercanía con las mujeres que habían perdido al marido. Allí hay 55 citas que revelan la ternura, la empatía y la solidaridad de Dios con cada mujer que llora la ausencia del esposo.

Más tarde, en el Nuevo Testamento Jesús dará cumplimiento más pleno a ese amor, con su propia vida: las parábolas de la ofrenda de la viuda o la viuda que importuna al juez, el milagro de la resurrección del hijo de la viuda de Naím…

A continuación, puedes leer 12 citas del Antiguo Testamento sobre las viudas:

«No harás daño a la viuda»

«No harás daño a la viuda ni al huérfano. Si les haces daño y ellos me piden auxilio, yo escucharé su clamor.» (Ex 22, 21)

«Porque el Señor, su Dios, es el Dios de los dioses y el Señor de los señores, el Dios grande, valeroso y temible, que no hace acepción de personas ni se deja sobornar. Él hace justicia al huérfano y a la viuda, ama al extranjero y le da ropa y alimento.» (Deut 10, 18)

«Entonces vendrá a comer el levita, ya que él no tiene posesión ni herencia contigo; y lo mismo harán el extranjero, el huérfano y la viuda que están en tus ciudades, hasta quedar saciados. Así el Señor te bendecirá en todas tus empresas.» (Deut 14, 29)

«Cuando recojas la cosecha en tu campo, si olvidas en él una gavilla, no vuelvas a buscarla. Será para el extranjero, el huérfano y la viuda, a fin de que el Señor, tu Dios, te bendiga en todas tus empresas.

Cuando sacudas tus olivos, no revises después las ramas. El resto será para el extranjero, el huérfano y la viuda.

Cuando recojas los racimos de tu viña, no vuelvas a buscar lo que haya quedado. Eso será para el extranjero, el huérfano y la viuda.

Acuérdate siempre que fuiste esclavo en Egipto, Por eso te ordeno obrar de esta manera.»(Deut 24, 17-22)

«Maldito sea el que menosprecia a su padre o a su madre. Y todo el pueblo responderá: Amén.
Maldito sea el que desplaza los límites de la propiedad de su vecino. Y todo el pueblo responderá: Amén.
Maldito sea el que aparta a un ciego del camino. Y todo el pueblo responderá: Amén.
Maldito sea el que conculca el derecho del extranjero, del huérfano o de la viuda. Y todo el pueblo responderá. Amén.» (Deut 27, 16-19)
La resurrección del hijo de la viuda
«La resurrección del hijo de la viuda.
Después que sucedió esto, el hijo de la dueña de casa cayó enfermo, y su enfermedad se agravó tanto que no quedó en él aliento de vida.
Entonces la mujer dijo a Elías: «¿Qué tengo que ver yo contigo, hombre de Dios? ¡Has venido a mi casa para recordar mi culpa y hacer morir a mi hijo!».
«Dame a tu hijo», respondió Elías. Luego lo tomó del regazo de su madre, lo subió a la habitación alta donde se alojaba y lo acostó sobre su lecho.
Él invocó al Señor, diciendo: «Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que me ha dado albergue la vas a afligir, haciendo morir a su hijo?».
Después se tendió tres veces sobre el niño, invocó al Señor y dijo: «¡Señor, Dios mío, que vuelve la vida a este niño!».
El Señor escuchó el clamor de Elías: el aliento vital volvió al niño, y éste revivió.
Elías tomó al niño, lo bajó de la habitación alta de la casa y se lo entregó a su madre, Luego dijo: «Mira, tu hijo vive».
La mujer dijo entonces a Elías: «Ahora sí reconozco que tú eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor está verdaderamente en tu boca».» (1 Rey 17)
Eliseo y el aceite de la viuda
«El aceite de la viuda
La mujer de uno de la comunidad de profetas imploró a Eliseo, diciendo: «Tu servidor, mi marido, ha muerto, y tú sabes que era un hombre temeroso del Señor. Pero ahora ha venido un acreedor para llevarse a mis dos hijos como esclavos».
Eliseo le dijo: «¿Qué puedo hacer por ti? Dime qué tienes en tu casa». Ella le respondió: «Tu servidora no tiene en su casa nada más que un frasco de aceite».
Eliseo le dijo: «Ve y pide prestados a todos tus vecinos unos recipientes vacíos; cuántos más sean, mejor.
Luego entra y enciérrate con tus hijos; echa el aceite en todos esos recipientes, y cuando estén llenos, colócalos aparte».
Ella se fue y se encerró con sus hijos; estos le presentaban los recipientes, y ella los iba llenando.
Cuando todos estuvieron llenos, ella dijo a su hijo: «Alcánzame otro recipiente». Pero él respondió: «Ya no quedan más». Entonces dejó de correr el aceite.
Ella fue a informar al hombre de Dios, y este le dijo: «Ve a vender el aceite y paga la deuda; después, tú y tus hijos podrán vivir con el resto».» (2 Rey, 4)
«Defiendan a la viuda»
«¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda! (Is 1, 17)
«Así habla el Señor de los ejércitos: Hagan justicia de verdad, practiquen mutuamente la fidelidad y la misericordia. No opriman a la viuda ni al huérfano, al extranjero ni al pobre, y no piensen en hacerse mal unos a otros.» (Zac 7, 10)
Él mantiene su fidelidad para siempre
«El mantiene su fidelidad para siempre,
hace justicia a los oprimidos
y da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos,
abre los ojos de los ciegos
y endereza a los que están encorvados.
El Señor protege a los extranjeros
y sustenta al huérfano y a la viuda;
el Señor ama a los justos
y entorpece el camino de los malvados.» (Sal 146, 6-9)
«El Señor derriba la casa de los soberbios, pero mantiene en pie los linderos de la viuda.»(Prov 15, 25)
«Porque el Señor es juez y no hace distinción de personas:
no se muestra parcial contra el pobre y escucha la súplica del oprimido;
no desoye la plegaria del huérfano, ni a la viuda, cuando expone su queja.» (Ecli 35, 12, 14)