Dios, en su infinita bondad, permite ciertos acontecimientos porque “es suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir el bien del mismo mal”. Pero también sé que el miedo es un arma poderosa, paraliza, te vuelve inútil ante ciertos acontecimientos.
El cuerpo humano está diseñado para compensar esta falta de acción ante el miedo segregando la adrenalina. Es lo que ayuda a correr veloz a un venado, cuando un depredador lo persigue para matarlo. Sabe que es la presa y debe correr más rápido que su depredador.
¿Lo has notado? Esta pandemia ha generado muchos miedos en nosotros.
Los políticos conocen esta arma y a menudo la usan. Generan miedo en la población para tenerla sometida, cautiva, sumisa, indefensa, obediente.
Los católicos, por otro lado, estamos llamados a iluminar el mundo con nuestras vidas y ser un reflejo del amor de Dios. Debemos ser humildes, pero nunca vivir atemorizados por nada. ¡NO TENGAS MIEDO!
Estamos llamados a vivir con naturalidad nuestra fe y a estar alegres, hacer el bien y NO TENER MIEDO. El salmo 32 nos dice: “Estén contentos en el Señor, y ríanse de gusto; todos los de recto corazón, canten alegres.”.
Leer las Sagradas Escrituras
Pero, ¿cómo eliminamos ese miedo natural? Nuevamente acudimos a las Sagradas Escrituras en busca de respuestas. Debes leer la Biblia y descubrirás remedios a muchos de nuestros males. Sobre el miedo nos receta: “amar”, porque el que ama no teme.
Hay tantas preguntas, inquietudes, dudas y las respuestas están en el Catecismo de la Iglesia Católica y en la santa Biblia. Por eso he dedicado un tiempo a sugerirte que retomes la lectura de esa Biblia olvidada en una esquina de tu casa. Ya no es un adorno más, es la Palabra de Dios, que espera por ti.
Si abres tu Biblia encontrarás grandes tesoros, palabras de consuelo, consejos, advertencias, profecías que se cumplirán al pie de la letra. Es una maravilla abrirla y poder leer palabras como estas que te renuevan la esperanza y te ayudan a continuar el camino de la vida con serenidad y confianza: «También sabemos que Dios dispone todas las cosas para bien de los que lo aman, a quienes él ha escogido y llamado.” (Romanos 8).
En la Misa se hace presente la redención del mundo. Por eso es el acto más grande, más sublime y más santo que se celebra cada día en la Tierra.
Quien sabe lo que vale una Misa, prescinde de si tiene ganas o no. Para que una Misa sirva, basta con que asistamos voluntariamente, aunque a veces no tengamos ganas de ir. La voluntad no coincide siempre con el tener ganas. Vamos al dentista voluntariamente, porque comprendemos que tenemos que ir, pero puede que no tengamos ganas de ir.
El valor de una joya
Algunos dicen que no van a Misa porque para ellos eso no tiene sentido. A nadie puede convencerle lo que no conoce,a quien carece de cultura, tampoco le dice nada ir a un museo. Pero una joya no pierde valor porque haya personas que no saben apreciarla, hay que saber descubrir el valor que tienen las cosas para poder apreciarlas.
Otros dicen que no van a Misa porque no les apetece, y para ir de mala gana, es preferible no ir. Si la Misa fuera una diversión, sería lógico ir solo cuando nos gusta. Pero las cosas que nos hacen bien hay que hacerlas con ganas y sin ganas. No todo el mundo va a clase o al trabajo porque es divertido, a veces hay que ir sin ganas, porque necesitamos ir.
Te quiero dar 3 motivos infalibles para que aprecies el valor de la misa:
EN LA MISA APRENDEMOS A VIVIR:
¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada! (San Alberto Hurtado).
El sacrificio eucarístico es la renovación del sacrificio de la cruz. En cada misa Jesús se vuelve a ofrecer por nosotros y quiere unirse a nuestra vida.
Nosotros podemos volver a vivir ese amor de dos maneras: la primera es ofrecer, como nuestro, el sacrificio de Jesús, actualizando y agradeciendo el amor que nos tiene. La segunda consiste en aportar al sacrificio eucarístico nuestros propios sacrificios personales, ofreciendo nuestros trabajos, las dificultades y sufrimientos que tenemos, sacrificando nuestras malas inclinaciones. Con esto nos unimos a Jesús y nos vamos transformando en Él.
Aprendemos a vivir porque le damos sentido a nuestro sufrimiento cotidiano, no sufrimos solos, un gran amigo comparte el sufrimiento con nosotros.
SIEMPRE TIENE EFECTO.
“Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros debería revolucionar nuestra vida. No tenemos nada que envidiar a los apóstoles y a los discípulos de Jesús que andaban con Él en Judea y en Galilea. Todavía está aquí con nosotros. En cada ciudad, en cada pueblo, en cada uno de nuestros templos; nos visita en nuestras casas, lo lleva el sacerdote sobre su pecho, lo recibimos cada vez que nos acercamos al sacramento del Altar. El Crucificado está aquí y nos espera y nos espera” (San Alberto Hurtado).
Puede que no veamos la transformación que sucede en nuestro corazón, pero debemos estar seguros que misteriosamente la gracia de Dios está obrando en nuestras vidas. Dios actúa en nuestros corazones la conversión sin que nos demos cuenta, basta con tener el deseo profundo de querer estar con Él y colaborar con nuestros pequeños esfuerzos y actos de amor.
Ir Misa de buena gana significa comprender lo maravilloso que es poder mostrar a Dios que lo queremos y participar del acto más sublime de la humanidad: el sacrificio de Cristo por el cual redime al mundo.
NOS UNE ANTICIPADAMENTE A CRISTO, PREFIGURANDO LO QUE VIVIREMOS EN EL CIELO.
Realmente nos unimos en cuerpo, alma y espíritu a Jesús. Entramos en verdadera común-unión con Él.
“Es por esto que normalmente, cuando nos acercamos a este Sacramento, se dice que se “recibe la Comunión”, que se “hace la Comunión”: esto significa que, en la potencia del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma en modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ahora ya la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celeste, donde, con todos los Santos, tendremos la gloria de contemplar a Dios cara a cara” (Papa Francisco).
No tocar: un símbolo de que no podemos ser como Dios. Esta metáfora de la Biblia es el argumento de un interesante comentario que el sacerdote Zezinho compartió en su red social:
Si has leído la Biblia, entonces debes recordar lo que pasó con los individuos que tocaron el Arca de la Alianza. Era tan sagrada que nadie debía atreverse a tocarla. Si la tocaban, morían.
Pedagogía simbólica
En la Biblia, en el Génesis, hay una historia de la prohibición de tocar el fruto prohibido. Los primeros seres humanos podían tener acceso a todo, menos tocar el árbol y ese fruto. Eso les estaba prohibido. El resto lo podían tocar.
Era una pedagogía simbólica. No intentar ser iguales o mayores que aquel que los creó.
Desobedecieron y fueron castigados. Es como dice el salmo: El que reina en el cielo se sonríe; el Señor se burla de ellos. (Sal 2, 4)
«¡Acepto prohibiciones! ¡No acepto prohibiciones! ¡Puedo! ¡No puedo! ¡No puedo y no voy a insistir! ¡No quiero esto, aunque pueda! ¡Mi voluntad está por encima de la ley! ¡Mi voluntad no está por encima de la ley! ¡Acepto límites! ¡No acepto ningún límite!»
Ser como Dios
Son estas actitudes las que revelan al santo, al ciudadano, al disciplinado que acepta a alguien mayor que él; o al bandido, al corrupto, al rebelde, al sin principios y al sin respeto porque él no tiene límites.
Ellos creen que pueden ser como Dios. Pero la menor enfermedad, un humo tóxico, una pequeña bacteria acaba con ellos. Y no hay ciencia humana que resuelva esto.
Pero eso no da a los religiosos el derecho de cantar victoria, porque tampoco los religiosos deben jugar con milagros. Así como existe la ciencia fake, ¡también hay religiones fake! No sabemos y no sabremos todo en este mundo. Y Dios nunca hará todo lo que queremos que haga. ¡El Creador de la Vida todavía manda en este mundo!
La historia de Lucifer, del primer pecado, del primer crimen, de la Torre de Babel, de la primera violación y las primeras masacres pasa por esto.
He querido escribir sobre el amor, puesto que muchísimo se habla, se escribe, se canta, se hacen películas y series sobre esa experiencia que es algo únicamente posible para quiénes somos personas.
Quiénes tenemos consciencia, existimos y poseemos la libertad para tomar decisiones que nos permitan darle el rumbo que queremos a nuestras vidas.
Acordémonos que no solo nosotros, como seres humanos, somos personas. También los ángeles son personas, y por supuesto, Dios mismo, quien es un solo Dios por naturaleza, pero tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Estamos llamados, a imagen y semejanza de Dios, a realizarnos a través de ese camino de amor. Si hacemos una rápida panorámica en la cultura que vivimos, es cada día más difícil encontrar personas que vivan ese amor que dura y permanece para toda la vida, es cada vez más utópico, ilusorio, visto como algo, prácticamente, imposible.
1. ¿Sabemos amar?
La pregunta parece obvia y sencilla, sin embargo, creo que no pasa lo mismo a la hora de responder. O mejor dicho, cuando nos toca vivir y ser testimonios vivos de amor.
Vivimos en un mundo que ha trastocado de una manera tan nefasta y burda los auténticos valores —como el servicio, la generosidad, el compromiso, la sinceridad, la honestidad, la transparencia, el sacrificio, la entrega, la renuncia, la disciplina, la exigencia y así por delante—, que nuestra vida ordinaria dista —para la mayoría de nosotros— años luz de lo que implicaría vivir el auténtico amor.
Lo que vemos es el egoísmo, la mediocridad y tibieza, las medias tintas. Los caprichos y gustitos, la trampa y la mentira, la desconfianza y la traición.
El rencor y amargura, la mentira y el engaño, la corrupción e injusticia. Y todo esto es el «pan nuestro de cada día». Querer ser una persona virtuosa implica, actualmente, ser «signo de contradicción».
Nadar contra la corriente. Estar dispuesto a ser mal visto y rechazado, puesto que cuestionas el «status quo».
2. Formarnos en el amor
Tengamos en cuenta, además, la poca o muy deficiente formación que recibimos en cuestiones como la vivencia de las virtudes, la forja de la voluntad, la educación de nuestra inteligencia o nuestro mundo interior afectivo.
Es algo que carecen muchísimas instituciones educativas e infelizmente, cada vez más familias. Me refiero a una educación personalizada, que se preocupe por forjar personas maduras, capaces de comprometerse con responsabilidad por la verdad y principios morales.
Que respondan a la bondad y nos lleven así hacia la felicidad. Lo que vemos es una gran confusión en el mundo educativo, debido a un profundo relativismo, una ausencia de modelos para la persona humana y una conducta moral que carece de principios objetivos.
Sumémosle la cantidad de sucedáneos como el libertinaje hedonista, una búsqueda insaciable por tener cada vez más cosas materiales —fruto de nuestra sociedad extremadamente materialista y consumista—.
O la necesidad casi imperiosa de ostentar poder, mediante el prestigio o status social, para sentirse tranquilos y seguros. Cosa que nos «penetran por los poros» con la cantidad de películas, series, propaganda, influjo de las redes sociales y la avalancha de información en Internet.
Todo nos sumerge en una espiral cada vez más esclavizante del relativismo que ya comentamos.
3. Hay que enderezar el camino
Además, no podemos olvidarnos que estamos en una cultura cada vez más descristianizada. Lo cual, por supuesto, quita del panorama un camino claro que nos enseña el Señor Jesús para encarnar en nuestras vidas el auténtico amor.
Aunque para muchos el amor no necesita tener ese ingrediente religioso, es evidente que Cristo nos invita a una experiencia de amor, que rebasa cualquier cálculo humano.
Nos enseña que debemos amar a nuestros enemigos (Mateo 5, 38-48), que el amor más grande es estar dispuesto a dar la vida por los amigos (Juan 15, 13) y que hay que preocuparnos por los samaritanos que vamos encontrando en las veredas de nuestro caminar (Lucas 10, 25-37).
Sean enemigos, desconocidos o amigos… Cristo se entregó a todos por igual. Si estuviéramos acostumbrados a hacer de vez en cuando un examen de consciencia, creo que todos —sin distinción— nos daríamos cuenta de que tenemos algo de los tres, o quizás, los tres a la misma vez.
4. ¿Buscamos el amor?
El diccionario de la Real Academia Española tiene más de 13 acepciones para la palabra «amor». No resulta extraño, en un mundo de tanta confusión, que para muchos resulte difícil vivir ese amor, al que me refiero, que responda a nuestro auténtico anhelo de felicidad y realización.
Quiero valerme de las dos primeras definiciones que da el diccionario de la RAE, pues nos pueden iluminar mucho en esta fundamental reflexión, ya que que nuestra vocación principal como personas es la de amar y ser amados.
— «Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser».
—«Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear».
Por supuesto, no nos brindan una definición cristiana —que ya le veremos más adelante— pero tiene varios elementos que me parece importante resaltar.
Menciono los principales: desde la propia insuficiencia, experimentamos la necesidad del encuentro y unión con otra persona, un sentimiento recíproco que abona al deseo de unión y complemento, que genera alegría, motivando la convivencia y comunicación.
Con ese rápido esbozo —fruto de las definiciones de la RAE— vemos que la persona, es decir, todos nosotros, nos experimentamos insuficientes si no vivimos ese encuentro con otras personas.
5. Un vacío que debemos llenar
De una forma u otra, todos experimentamos un vacío en nuestro interior que debemos llenar. El punto es si buscamos satisfacer esa búsqueda de plenitud con lo que verdaderamente nos plenifica.
Estamos llamados al encuentro y comunión en el amor. Solo eso puede satisfacer nuestros deseos y anhelos más íntimos.
Esa experiencia de encuentro y comunión es lo que nos permite vivir felices. Por lo tanto, está más que claro que estamos hechos para la comunicación, el encuentro, lo cual es la condición fundamental para amar y ser amado.
Es triste constatar como todo esto pareciera ser algo de sentido común, pero cuando vemos la realidad que muchos vivimos, estamos tan acelerados y ocupados cumpliendo mil y una responsabilidades y quehaceres, que, cuando tenemos un espacio de tranquilidad, en vez de aprovecharlo para regocijarnos en el encuentro y comunión con los demás, nos sumergimos en las distracciones, diversiones y la cantidad de ofertas que nos brindan el mundo para relajarnos.
Por supuesto que no todo es malo, pero, tristemente, veo cómo el mundo nos lleva a aprovechar esos espacios de tranquilidad y descanso, para encerrarnos en burbujitas de individualismo y egocentrismo.
Lo triste es que así creemos que reponemos nuestras fuerzas. Lo que de verdad restaura nuestro interior es la experiencia del amor, de encuentro.
Pensemos en Netflix, las redes sociales, los juegos en línea o lugares de diversión y esparcimiento que —aunque hagamos cosas juntos con otros— no incentivan el cultivo de un diálogo profundo.
Uno en el que podamos compartir experiencias existenciales que están en nuestro mundo interior, pero que cada vez menos somos capaces de compartir, pues así nos encasilla esta cultura light, superficial, trivial.
6. ¿Qué está pasando?
Explicar las razones del por qué está pasando todo eso no es nada fácil. Creo que son muchas las explicaciones para comprender este fenómeno cultural que vivimos, por el que cada vez vivimos más alejados del auténtico amor.
Profundizar en estas razones sería motivo para páginas de reflexión. Hay razones personales, culturales, históricas, psicológicas, filosóficas y así podríamos seguir.
Sería muy ingenuo de mi parte querer dar una respuesta que explique todo este panorama desolador. No quiero sonar pesimista o negativo.
Pero debemos ser muy realistas y con los pies muy bien plantados en la tierra si queremos salir al paso de estos problemas, y tratar de brindar algunas luces para ayudar a quienes sí desean vivir un amor de verdad.
7. ¿Te amas a ti mismo?
Quiero compartir una reflexión que tengo hace un tiempo. Para no dar muchos rodeos o explicaciones, quiero remitirme al mandamiento principal que nos pide el Señor Jesús: «Amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo» (Mateo 22, 36-40).
En esta ocasión no quiero hablar del amor a Dios, que —sabemos todos, aunque nos resistimos en vivirlo— debe ser lo principal en nuestra vida. Sino más bien: «… al prójimo como a ti mismo».
Y de esta petición hacer explícito que la condición para amar al prójimo es amar a sí mismo. En otras palabras, el Señor nos ordena que nos amemos a nosotros mismos.
Es más, yo diría que una condición para poder amar al prójimo es saberse amar a sí mismo. Así que… ¡pregúntate!: ¿Te amas? No lo respondas como si fuera algo obvio.
¿Sabes amarte? Piénsalo un poquito mejor. ¿Cómo te amas a ti mismo? Pienso que son preguntas que no solemos hacernos. Me arriesgo a decir que en esto reside uno de los principales problemas de nuestra época.
San Agustín solía decir que cuanto más amamos, más conocemos, y cuánto más conocemos, más amamos el objeto de nuestro interés. Lo decía en mucho sentido con relación a Dios. Pero quiero aplicarlo hacia nosotros mismos.
La condición para amarnos es conocernos, y cuanto más nos conocemos, más podemos amarnos. ¿Nos conocemos como para amarnos de verdad? ¿Amamos lo que conocemos de nosotros mismos? Creo que en esas dos preguntas radica un problema crucial.
8. ¿Qué mirada tenemos de nosotros mismos?
Aunque parezca algo muy natural, el camino del autoconocimiento no es tan fácil. Cuesta tener consciencia de uno mismo. Sabemos que la pregunta ¿quién soy yo? es fundamental.
Pero no es común que hagamos un sano ejercicio de examen de consciencia para conocernos a profundidad. Es de sentido común, reconocer que tenemos cosas buenas y malas. Que tenemos características positivas y negativas.
Que somos personas buenas para muchas cosas, y —déjenme decirlo así— malas para muchas otras. Aunque decirlo teóricamente, suena muy sensato… a la hora de vivirlo, no es fácil.
Por muchas razones. En primer lugar, debido a los valores que el mundo ensalza, solemos valorar y validar riquezas o miserias de nuestra persona, que no son lo que realmente debiéramos rescatar.
El relativismo, la falta de conducta moral y los sucedáneos que nos propone la cultura, son los criterios que —para la mayoría de nosotros— sirven de guía para ese camino de autoconocimiento. Por lo tanto, tenemos una consciencia personal muy tergiversada.
A eso debemos sumar, características de nuestra sociedad como la superficialidad, la falta de un compromiso responsable con la vida y actitudes caprichosas y comodonas, que nos llevan a no tener una mirada profunda y auténtica de nuestro mundo y realidades interiores.
9. Es muy común que no sepamos explicar y ser dueños de nosotros mismos
Muchas veces nuestro propio mundo interior afectivo nos juega malas pasadas, y cuando menos esperamos, nos experimentamos esclavos de pasiones y sentimientos que no sabemos cómo manejar.
Falta ese esfuerzo de la voluntad que responde a una vida virtuosa y regida por valores auténticos. Todo eso nos va sumergiendo en la mentira y la oscuridad, y nos aleja cada vez más de nuestra propia identidad.
Como no podemos aguantar el hecho de vivir esa experiencia de frustración que nos lleva a la tristeza, amargura y otras experiencias negativas, buscamos compensarnos a través de máscaras, con las que jugamos roles artificiales y tratamos de ser felices.
Aunque lo descrito hasta ahora nos hace evidente que muchos vivimos en la mentira y alienados de nuestra propia identidad, necesariamente hay momentos de la vida, en los que nos chocamos con la pared —dándonos cuenta de toda esa falsedad que vivimos—.
Y la vida, por supuesto, nos pasa la factura. ¡Cuántos de los que están leyendo estas líneas han tenido esa experiencia tan dura y fuerte! Darse cuenta de que estamos perdidos y no sabemos qué hacer o por dónde ir.
10. ¿Qué tan capaces somos de admitir y aceptar las miserias que tenemos en nuestro interior?
En esos momentos, más o menos duros y crudos para cada uno, nos enfrentamos con las miserias y verdaderos anhelos que anidan en nuestro corazón.
La gran pregunta en este punto es: ¿qué tan capaces somos de admitir y aceptar las miserias que tenemos en nuestro interior?
Así como muchas veces tenemos miedo de ir al médico a hacernos esos chequeos generales, por la edad avanzada que tenemos, puesto que podemos descubrir enfermedades o problemas que nos van a costar trabajo, también —a un nivel más psicológico o espiritual— tenemos muchas miserias.
Y a nadie le gusta mirar las propias miserias. Nos duele, nos cuesta. Creemos que los demás no nos van a querer. Nosotros mismos terminamos por rechazar esa dimensión de nuestra personalidad, porque nos parece horrible.
Y no sabemos —en la mayoría de los casos— cómo cambiarlas o mejorarlas. Es por eso por lo que preferimos no ser conscientes de esas miserias, y de nuevo, empezamos ese espiral de auto engaño y oscuridad.
Menciono algunas, por si acaso esto resulta muy teórico. Mezquindades, egoísmos, corrupción, conductas pecaminosas, envidias, chisme, engreimientos, rencores, amarguras, odio, ira, lujuria, depresión, ansiedades, tristezas, soledad, vacío existencial y podríamos seguir con una lista larga.
11. Ámate con tus miserias
Dicho esto, es más fácil comprender cómo no nos amamos como nos gustaría. No amamos esas miserias que tenemos y somos. Ustedes me dirán: «Pero Pablo… ¿cómo quieres que amemos esas cosas horribles o miserias que hay en nuestro interior?».
La pregunta es muy sensata y adecuada. No debemos amar esas miserias. Pero debemos amarnos con esas miserias. Pareciera un juego de palabras, pero no lo es.
Pareciera una sutileza, pero no lo es. Lo que sucede es que, muchas veces, por no querer aceptar y asumir con realismo la crudeza y miseria de todas esas realidades personales, lo que hacemos es ocultar esa parte de nuestra identidad.
Dejamos de mirar esa parte de nuestro interior, hasta el punto de que lo olvidamos. Con los engaños, compensaciones y máscaras que ya hemos descrito. Las fugas y compensaciones pueden ser muchas y variadas.
Aquí se hace necesario recordar lo que decíamos de san Agustín: no podemos amar, lo que no conocemos, ni tampoco conocer, lo que no amamos.
Por lo tanto, caemos en un conocimiento parcial de nuestra identidad y personalidad, y nos amamos parcialmente, si es que no —como sucede en muchos casos— terminamos por odiarnos y rechazarnos a nosotros mismos.
Bueno… ¿y qué hacer? El criterio o norma general debe ser amarnos como somos. Por supuesto, hacer todo lo posible por cambiar lo que está mal. Pero debemos amarnos con todo y las miserias que vivimos y somos.
No es el momento para profundizar en el perdón, pero el amor a nuestra realidad miserable debiera llevarnos a vivir un perdón hacia nosotros mismos, y encarnar en nuestras vidas la misericordia. Que es la máxima expresión del amor.
Nuestra miseria vs el amor de Dios
Aunque nos esforcemos para reconocer con humildad y amarnos como somos, nos cuesta muchísimo aceptar y alegrarnos con tanta serenidad y paz, siendo conscientes de las miserias que tenemos.
Lo podemos ver también en otros pasajes, como el de la mujer adúltera o la samaritana. Solamente si empezamos a mirarnos desde la mirada de nuestro Padre Celestial, podemos valorar y ser conscientes de nuestra dignidad de hijos, aunque indignos.
El hijo menor ya no se consideraba digno. Y es que, efectivamente, si dependiera de nosotros, no seríamos dignos de la filiación divina por nuestros pecados personales.
Dios, fiel a su amor, nunca deja de considerarnos sus hijos. Siempre es fiel a su amor por nosotros. Es más, justamente, su Hijo primogénito, el Señor Jesús, muere en la cruz, por el amor que tiene por nosotros.
«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna» (Juan 3, 16).
Obviamente, debemos luchar el buen combate espiritual para ser cada día más consecuentes con su amor y nuestra condición de hijos de Dios. Pero la razón por la que nos ama Dios no es por nuestros méritos personales, sino porque simplemente su amor es infinito e incondicional por nosotros.
Nosotros —como decía san Ireneo— nunca dejaremos de ser la gloria de Dios. Dios nos creó por amor, y así mismo, nos ha reconciliado por amor.
Un amor que se manifiesta de modo mucho más extraordinario a través del sufrimiento inenarrable de la cruz. Es algo paradójico, intrigante, pero puede darnos muchas claves para la vida, cómo el amor se vive y se muestra más pleno a través del sufrimiento, de las cruces, del dolor.
Así como con el hijo pródigo, reconozcamos nuestra miseria y dejémonos amar por Dios. Solo así, aprenderemos a amarnos de verdad. No tendremos miedo de mirar la crudeza de nuestras faltas y seremos capaces de amar como somos.
Permitiremos que otros descubran y se dejen amar por el amor de Dios, contemplándolo a través de nuestras fragilidades y vulnerabilidades.
Porque, como dice san Pablo «… su poder se perfecciona en la debilidad. Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo» (2 Corintios 12,9).
Entonces, aceptémonos —aunque suene una locura— con nuestras miserias y fragilidades, pues es ahí donde Dios se manifiesta de una manera superlativa.