Una vez más nos enfrentamos a uno de los misterios más inexplicables de la historia de la humanidad: el mal. Este mal que se manifiesta en el sufrimiento. ¿Por qué sufrimos?
Sufrimos por experiencias de dolor. Dolores pequeños como el sencillo hecho de fracturarse un hueso, hasta el fallecimiento inocente de nuestros seres queridos.
¿Cómo compaginar nuestra fe en Dios, que es bueno y amoroso, con nuestro sufrimiento? ¿Por qué existe el mal, por qué sufrimos?
El por qué sufrimos, siempre es una experiencia personal
La experiencia del sufrimiento es lo que una herida provoca en la conciencia de una persona. Puede sonar un poco extraño decir esto. Pero es muy importante comprenderlo, puesto que el dolor que sentimos, en las distintas dimensiones de nuestra naturaleza humana – desde lo físico hasta lo espiritual – va mucho más allá del dolor, que un animal también puede sentir con algún tipo de herida.
El fenómeno del sufrimiento es algo que solamente puede experimentar la persona ya que poseemos consciencia de nuestra existencia.
Por eso el dolor no se queda solamente a un nivel sensorial, o, incluso, que mueve nuestras tendencias de protección ante un peligro o de supervivencia, sino que hiere más o menos profundamente nuestro mundo afectivo – en las emociones, pasiones y sentimientos – nos genera una serie de pensamientos – fruto de nuestra inteligencia -, que mueven nuestra voluntad a optar por determinadas acciones. Que están, además, relacionadas con hechos que tenemos registrados en nuestra memoria.
Ese dolor que se vive en todas las dimensiones de nuestra naturaleza humana, lo experimentamos como persona, de modo muy singular. Cada uno de nosotros, persona únicas e irrepetibles, tenemos consciencia y desde nuestra libertad, obramos de modo muy singular frente al mismo dolor.
El duelo que vivimos es único. Duelo comprendido como el trabajo que hacemos nosotros con ese sufrimiento que experimentamos. Que es siempre único, puesto que cada uno de nosotros lo experimentamos de modo singular.
Independientemente de la naturaleza de la herida, cada uno acepta, asume y enfrenta el sufrimiento de modo muy singular. Las razones son innumerables – que sería demasiado largo explicarlo ahora – más allá de las razones, no hay que perder de vista que el dolor puede ser la ocasión para crecer y desarrollarse como persona, o, al revés.
Huir, negando el hecho concreto o buscando compensaciones, que denigran nuestra naturaleza personal, van en contra del llamado que tenemos todos a vivir el amor.
El sufrimiento como posibilidad para vivir el Amor
Todos estamos llamados a vivir el amor. Amor a uno mismo, a los demás y, finalmente, a Dios también. El modo como aceptamos y aprendemos a vivir el sufrimiento nos enseña a crecer y madurar en el camino del amor, o a encerrarnos cada vez más en nosotros mismos.
Al huir de la realidad que nos toca vivir – que implica ese sufrimiento – ocultamos áreas de nuestro corazón a nosotros mismos, hacia los demás y a Dios también.
¡Nadie quiere sufrir! Es algo obvio, que no necesita ninguna explicación. Pero el sufrimiento es parte de nuestra vida. La gran pregunta que deberíamos hacernos todos es: ¿Cómo aprender a sufrir de modo que seamos felices?
¿Cómo vivir el sufrimiento de modo que no sea un obstáculo para el amor? Sino más bien, un camino por el cual podamos, incluso, madurar y crecer. Eso es, precisamente, lo que llamamos: duelo.
Si nos quedamos en un plano sencillamente humano, el sufrimiento nunca dejará de ser «la piedra en el zapato». Existen corrientes de psicología y filosofías de vida que nos enseñan a sacarle provecho del sufrimiento, dándole algún tipo de sentido. Sin embargo, nunca deja de ser sufrimiento.
El único que «agarra el toro por las astas» y transforma el sufrimiento en algo nuevo es Cristo, Quién – de modo sublime en la Cruz – convierte el sufrimiento en una ocasión para amar. En la Cruz de Cristo todo el sufrimiento humano se transforma en una obra de Redención, de liberación.
Es la muestra más inaudita de Amor que haya sido antes vista, y que nunca será superada. El Hijo único de Dios, que, por amor a nosotros, quiere libremente entregar su vida, para liberarnos del pecado, que es – por supuesto – el peor de todos los males y sufrimientos.
Y con el pecado nos libera de, nuestros sufrimientos y la misma muerte. Su entrega amorosa venció el poder de la muerte. Su Resurrección nos trajo de nuevo la esperanza que el sufrimiento no tiene la última palabra, y, que si nos unimos – con nuestros sufrimientos – a su Cruz, podemos experimentar esa misma alegría de la Resurrección.
Como cristianos, aprendemos a sufrir junto con Cristo. Y así nuestro sufrimiento también cobra ese sentido salvífico, y nuestra experiencia pasa de ser un sin sentido, a tener una razón de ser: amar a los demás. Participar nuestro sufrimiento de esa obra salvífica de Cristo.
En la medida que vivimos el sufrimiento como un camino de amor, descubriremos que a través de la experiencia del sufrimiento podemos realizarnos, precisamente, en ese camino de Amor, que es una relación íntima con Cristo. Solamente lo podemos vivir en Cristo, con Cristo y por medio de Cristo.
Cristo hace que el sufrimiento sea una obra de amor por los demás. Así es como podemos ser felices a través del sufrimiento, y maduramos en nuestro ser personal. Por supuesto, fuera de la comprensión cristiana, todo esto es una locura. Es la locura de la Cruz, como lo dice tan bien el apóstol san Pablo.
Amor a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a sí mismo
Toda esa experiencia descrita nos lleva a la comunión cada vez más íntima con Dios y los demás. No dejamos de sufrir, pero experimentamos el Amor de Dios y vivimos el amor hacia los demás. Por eso somos más felices, puesto que, como personas, estamos hechos para amar.
Solo así, poco a poco, el dolor deja de ser el centro de nuestras vidas, y la preocupación por el prójimo se convierte en el aliciente a seguir avanzando en nuestro camino de la vida cristiana. Como Cristo, queremos acercarnos cada vez más a Dios, y amamos más a los demás.
Cómo dicen muchos santos y autores espirituales, el sufrimiento se convierte, en una bendición. Es un camino claro de santidad, y nos hace cada vez más felices. Sigue siendo una cruz que nos toca cargar, pero una cruz que vivimos junto a la cruz de Cristo: «Venid a mí los tristes y agobiados (…) mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mateo 11, 28-30).
Nunca nos olvidemos que mientras vivamos en este mundo, padeceremos las consecuencias del pecado. Sufriremos, inmerecidamente, por el misterio de la iniquidad, así como otras cruces merecidas, por nuestro pecado personal.
El camino de la vida cristiana, mientras vivamos en la Tierra, será siempre el camino de la Cruz: «El que quiera seguirme, que tome su cruz y me siga» (Mateo 16, 24). No hay otro camino verdadero, que nos lleve a la Vida: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Juan 14, 6).
Una manera radicalmente distinta de comprender el sufrimiento
Podríamos preguntarnos por qué el Señor permite que suframos tantas cruces en la vida. Con lo dicho hasta aquí, creo que está más que evidente, que la preocupación que tiene Dios no es tanto dar explicaciones al sufrimiento que padecemos, sino más bien, acompañarnos en nuestro sufrimiento.
Dios se hizo hombre para acompañarnos en nuestro sufrimiento. En ningún pasaje del Evangelio lo vemos a Jesús dando charlas sobre el «por qué» de un determinado sufrimiento. Sino que cura, hace milagros, anuncia la Alegría de una Buena Nueva.
Como una manifestación inusitada de amor, se acercó a nosotros de tal manera, que experimentó todo tipo de sufrimiento humano, menos el pecado. Tenemos un Dios que sufre con nosotros, que nos entiende, que nos acompaña y le ha dado sentido a nuestra vida.
Antes de Cristo, efectivamente, el sufrimiento no tenía ningún sentido. Acordémonos la paradoja de Job, que – aunque recibe el cariño de Dios en los últimos capítulos – no termina de satisfacer la incógnita del Mal.
Cristo, haciéndose hombre, sufriendo como nosotros, hasta el punto de morir y asumir por amor, todos nuestros sufrimientos, y, por lo tanto, nuestros pecados, no solamente abrió de nuevo las puertas del Cielo, que estaban cerradas por el pecado, sino que nos dio la oportunidad de vivir el sufrimiento en esta vida, con un sentido amoroso.
¿Cargado de dolor? ¡Sí! Pero lleno de nueva vida. La nueva vida de la Resurrección. Si bien, todavía, no gozamos en esta Tierra de la Felicidad Eterna, ya vivimos esa Alegría en nuestros corazones. Participamos espiritualmente de ese Reino Nuevo.
No nos dejemos vencer nunca por la tristeza y el sufrimiento, que solo nos llevan a la soledad y depresión. Cristo ha vencido a la muerte y nos ha traído una nueva vida.
Somos «Templos de su Espíritu» (1 Corintios 6, 19) y participamos de la alegría de su Resurrección. Lo decimos una y otra vez, cuando rezamos la única oración que nos enseñó: «… venga a nosotros tu Reino (…) danos hoy, nuestro Pan de cada día (…) y no nos dejes caer en la tentación.» (Lucas 11, 1ss.)
La tentación de no creer en que Él hizo nuevas todas las cosas es grande, pero mucho más grande puede ser nuestra fe. La muerte, ni tampoco el sufrimiento tienen ya la última palabra en nuestras vidas.
Con Cristo, en Cristo y por medio de Cristo, el sufrimiento y la muerte son un camino para crecer en el Amor, realizándonos cada vez más como personas, y siendo por eso, cada día más felices.
«Mejor es el final de las cosas que el principio». ( Eclesiastés 7: 8 ). Una vez, un amigo preguntó quién estaría mejor ante Dios: un amigo en común que cometió un pecado sexual considerado aborrecible por la Biblia, pero que buscaba tener una vida justa en otras áreas, o alguien que asiste a una iglesia evangélica, pero que siempre está haciendo “cosas malas”.
A partir de esta pregunta se puede hacer una reflexión genérica y muy útil: ¿Qué es mejor, una persona que no asiste a la iglesia, pero que, a pesar de cometer algunos pecados, tiene una vida predominantemente correcta o alguien que siempre va a la iglesia, pero hace cosas incorrectas constantemente?
Fundamento bíblico
Esta pregunta me recordó a dos figuras bíblicas importantes: el rey Saúl y el rey David. Ambos eran monarcas que gobernaron la nación de Israel alrededor de 1046 y 970 a. C.
Saúl fue un rey que, a pesar de haber comenzado bien su reinado, terminó de una manera muy triste y muy lejos de Dios. Su trayectoria fue la de una persona impaciente, que no esperó para hacer las cosas bien, que no cumplió con lo que Dios le ordenó y que, cuando decidió obedecer, quedó incompleto.
Además, cuando se enfrentó a sus errores, Saúl no se arrepintió verdaderamente, no buscó corregir sus caminos y estaba más preocupado por su imagen ante la gente que por su situación ante el Altísimo.
Los pecados cometidos por el rey Saúl básicamente se reducen a la desobediencia y al cumplimiento parcial de ciertas órdenes.
Por otro lado, David fue un rey que, en un momento determinado de su historia, cometió muy graves infracciones a las leyes divinas, faltó el respeto al menos a tres de los diez mayores mandamientos: codició lo que no le pertenecía; cometió adulterio y asesinó.
Además, actuó con deslealtad e hipocresía con personas que le fueron fieles y dedicaron su vida a la defensa del reino. Durante aproximadamente un año, todavía ocultó sus pecados, y solo los confesó cuando se enfrentó abiertamente a un profeta enviado por Dios.
Lo curioso es que, incluso con este terrible registro, se hace referencia a David como un «hombre conforme al corazón de Dios», e incluso es parte de la genealogía de Jesucristo.
La pregunta es, ¿Cómo fue que uno que aparentemente pecó de una manera mucho más seria, fue aprobado por Dios y aún calificó como «conforme a su corazón», mientras que el otro que pecó «menor» fue rechazado?
¿Qué parámetros se utilizan?
La simple, pero poderosa diferencia entre los reyes David y Saúl es el arrepentimiento. Si bien el rey Saúl literalmente mató a los profetas y nunca mostró un arrepentimiento genuino por sus malos caminos, el rey David tenía una profunda devoción a Dios, siempre explicando que su única preocupación era su situación ante el Eterno, sin preocuparse por las apariencias.
Después de haber confesado, todo lo que David quería era restaurarse y regresar a la comunión con el Dios de Israel. Se expuso a la presencia del Altísimo y siempre tuvo el corazón abierto para ser confrontado por sus representantes.
Estas dos historias llevan a la siguiente conclusión: no importa cuántos y / o cuán graves sean los pecados, lo que importa es la sinceridad del arrepentimiento.
¿Cuál es la forma de iniciar un proceso de sincero arrepentimiento?
Lo fundamental es no apartarse de la presencia de Dios. Es necesario estar expuesto a Su palabra y ser accesible a aquellos que Él puede enviar para enfrentar el pecado.
Entonces, volviendo a la pregunta inicial de mi amigo: Creo que alguien que va a la iglesia pero «sigue haciendo mal» está en una mejor situación que alguien que, aunque es igualmente amado por Dios, se mantiene alejado de Él y persevera en algo que contradice claramente la Biblia.
El fundamento está en que el primero, es decir, el que busca la presencia de Dios, tiene más posibilidades de ser confrontado y de corregir el rumbo de su vida. Sin embargo, una advertencia vehemente: Jesús enseñó a no juzgar a nadie, por mucho que parezca un «pecador terrible, abominable e impenitente».
¿Y por qué no juzgar?
Simplemente porque no se conoce el corazón de los hombres. Ni siquiera sabes lo que pasa en el corazón de las personas más cercanas, como cónyuges, hijos, padres, amigos, etc.
Quizás el que parece ser un “pecador irremediable” está siendo obrado en su corazón por el Espíritu de Dios, porque Él habla a los hombres de muchas maneras, no solo a través de Su Palabra o de los profetas.
Quien convence de pecado es Dios. Lo más que hay que hacer, y que es muy importante, es hacer que la persona comprenda el error de su actitud y, quizás, hacer que sienta remordimiento, vergüenza, etc. Sin embargo, solo el Espíritu Santo es capaz de tener una convicción que genere un arrepentimiento genuino.
Por otro lado, una persona que asiste a la iglesia y “sigue haciendo cosas malas” puede estar tan adormecida mentalmente por el pecado que ya no siente pesadez o arrepentimiento cuando lo comete. Es posible que solo sienta remordimiento y miedo de ser descubierto. En ese caso, la hipocresía ya se ha establecido y, a veces, incluso décadas de asistencia a la iglesia no podrán hacer que te arrepientas.
No se debe etiquetar, ni juzgar a las personas por su apariencia exterior
Aquí se necesita una advertencia más. El pecado no puede usarse como una excusa para alejarse de su presencia. Porque quienes lo buscan activamente tienen estadísticamente más probabilidades de encontrarlo.
También se puede alcanzar a los que huyen, ignoran, rechazan o desprecian la presencia del Altísimo, pero esto es una excepción.
En cambio, quien busca a Dios lo encuentra. “Me buscarás y me encontrarás cuando me busques con todo tu corazón”, (Jeremías 29:13) y “Yo amo a los que me aman; los que me buscan, me encontrarán”, (Proverbios 8:17).
Entonces, como no sabemos cuándo llegará el momento de dar cuenta al Todopoderoso, es conveniente buscarlo de inmediato y corregir la ruta lo antes posible, pues hay una frase que no deja de resonar: “Necio ¡Esta noche pedirán tu alma!”, (Lucas 12:20).
«No me abandones, Señor» ¿Cuántas veces habremos repetido esa frase? Los momentos de oscuridad y de prueba son imposibles de evitar. Son momentos duros y a veces tan intensos. La herida de nuestro pecado, la fragilidad de nuestra naturaleza hacen que esos caminos parezcan insoportables.
Y de pronto, lo son. Si los transitamos solos, se hacen infranqueables. Pero si recurrimos al Señor, incluso en esos momentos en que la tentación de la vergüenza nos gana, la historia definitivamente cambia.
No hay imposibles para Dios. No olvides nunca esto. Por más triste y difícil que sea el camino, por más solo que te sientas, por más dura que sea la prueba, recurre a Dios, pídele que no te abandone, a veces quien lo abandona somos nosotros. Pídele que Él permanezca a tu lado, siempre, a pensar de tus pensamientos.
Te dejamos esta hermosa oración que nace desde el corazón sincero que sufre, que necesita ayuda, la ayuda De Dios.
«No me abandones, Señor»
No me abandones Señor.
Cuando mi fe se agite como las olas de un mar enfurecido,
cuando aún sabiendo que eres misericordioso
y dueño del amor más grande,
me cueste creer, sentirte o escucharte.
No me abandones Señor,
cuando ante las criticas y
las miradas hirientes mi fe se acobarde
y se haga pequeña.
Cuando no encuentre el valor de defender tu nombre,
prefiera guardar silencio o desvíe la mirada.
No me abandones Señor,
cuando no logre sentirte en la Eucaristía o en la oración.
Cuando te de la espalda
y tu imagen clavado en la cruz no me conmueva.
Cuando el dolor de otros me tenga
sin cuidado o me haga amiga de la indiferencia
No me abandones Señor,
cuando pasen los días o los meses
y yo no te dedique ni un pensamiento.
Cuando me sienta cómoda entre el pecado
o me acostumbre a tenerte lejos.
No me abandones Señor,
en las noches en que me siento miserable.
En los días en que intento llamarte
y no consigo encontrarte.
Déjame saber que no te has ido.
No me abandones Señor,
cuando el canto de los pájaros
en la mañana no me recuerden tu bondad.
Cuando los rayos del sol calienten mi rostro y
yo no me acuerde de ti.
Cuando el agua calme mi sed y
yo no sea consciente de que Tú eres el verdadero manantial.
No me abandones Señor,
cuando mi alma se haga trizas
y la razón no me permita sentir tu presencia.
No me abandones nunca, porque sin ti, ¿qué sería de mi existencia?
Los recién casados están a punto de vivir una de las experiencias más hermosas de la vida como lo es el matrimonio, sin embargo, por lo general, la convivencia trae consigo una serie de desafíos que las parejas deben superar para poder lograr estar juntos para toda la vida.
Esta lista muestra los hábitos que deberían aprender los recién casados para cultivar un matrimonio sano:
Hogar
Hacer de la casa matrimonial un hogar puede volverse cuesta arriba cuando las parejas tienen gustos diferentes.
En este sentido, la negociación es la clave. Quizá la mujer pueda elegir la disposición de los muebles, mientras que el hombre puede decidir dónde colocar el televisor familiar.
Lo más importante es que ambos vean su hogar como un espacio acogedor donde se sientan tranquilos y seguros.
Comidas
A veces puede hacerse difícil compartir momentos con la pareja, ya que las obligaciones pueden separarlos.
También es posible que tengan hijos pequeños y los momentos a solas puedan ser menos frecuentes.
Es posible que el momento de comer se vuelva una de las pocas ocasiones para compartir juntos. Diariamente la pareja podría disfrutar de una comida y durante ese momento eso sirva para apoyarse, darse amor o desahogarse de sus problemas.
Defender el matrimonio
Los nuevos matrimonios en algunas ocasiones quizá tengan que enfrentar críticas, chismes o comentarios hirientes sobre la pareja.
Esto puede ser realmente doloroso cuando la persona que critica es un familiar o un amigo. Sin embargo, es importante demostrarle el apoyo y el respeto a nuestra pareja e impulsarlo a mejorar desde el amor.
Comunicar los errores con asertividad y con paciencia es una clave para las relaciones humanas.
También es importante defender el matrimonio de aquellos que causan o no división familiar.
Mantener expectativas realistas
Los matrimonios no son color de rosa, ni las personas son al 100 % como nosotros queremos. Por eso, casarse con expectativas realistas sobre nuestras parejas es fundamental.
Sin embargo, no siempre conocemos todos los aspectos fundamentales de nuestras parejas antes del matrimonio, pero aprender que todos somos diferentes puede dar una comprensión más madura sobre el matrimonio.
Es importante recordar que nuestra pareja no es perfecta, pero el amor por el otro nos ayudará a aceptar sus peculiaridades.
Evitar comparar el matrimonio
Las parejas de recién casados deben entender que los matrimonios son diferentes y corresponden a la suma de las singularidades de cada individuo.
A veces las parejas entran en el juego de la comparación, donde minimizan las virtudes de su unión matrimonial por gastar tiempo en compararse con otras parejas.
Es importante también pensar que al idealizar otros matrimonios solo puedes estar viendo el lado bueno, o peor aún, aspectos inexistentes.
Además, cuando se idealiza a otros matrimonios lo hacemos desde la perspectiva de su convivencia social, pero a puerta cerrada el asunto puede ser diferente.
Es mejor hacer esfuerzos por mejorar nuestro propio matrimonio, que intentar imitar el modelo ideal de otra pareja.