Como cristianos, entendemos que el carácter de Dios se encuentra entre muchos rasgos. Dios es la razón por la que entendemos y sabemos amar. Si la naturaleza de Dios es totalmente buena, entonces, naturalmente, todo lo que Él crea también es bueno.
Esa es la conclusión lógica. Y como David expresó poéticamente, la Tierra y toda la humanidad pertenecen a Dios. Sin embargo, aunque pertenecemos a Dios, hay maldad en el mundo. Pero, ¿por qué permitiría Dios el mal?
La razón es el pecado. En todo el mundo existen personas que cometen robos, asesinatos, violaciones, entre otros actos nocivos. Este tipo de personas existen, han existido y continuarán mientras exista la humanidad. Son la razón por la que entendemos que el mal existe en el mundo.
Aún así, la pregunta permanece. ¿Por qué Dios permite el mal? Entendemos que Dios es todopoderoso y omnipotente. Por lo tanto, podría eliminar el mal en el mundo, pero no lo hace.
La respuesta al por qué reside en el primer libro de la Biblia, donde Dios creó al primer hombre y a la primera mujer. Allí, en el libro del Génesis, el primer hombre y la primera mujer tomaron una decisión que trajo el mal al mundo a través de lo que llamamos pecado.
¿Por qué permite Dios el mal?
Podemos hacer nuestro mejor esfuerzo para vencer el mal o el pecado que habita dentro de nosotros o de alguien más. Sin embargo, el pecado seguirá siendo parte de la vida de todos.
Esto no significa que se deba ignorar el pecado. La Escritura nos advierte que seamos conformados a la imagen de Cristo tanto como sea posible mientras estemos vivos.
Sin embargo, ¿por qué el mal debe seguir existiendo y persistiendo? Otra forma de hacer esta pregunta es por qué Dios permite el sufrimiento, que es el subproducto de cada acto pecaminoso / malvado. Dios nos ha dado libre albedrío.
Una forma de entender el libre albedrío es la capacidad de tomar una decisión sin ser obligado por una fuerza externa. Podemos elegir seguir a Dios o no.
Dios no fuerza un cambio en sus corazones o mentes porque nos ha bendecido con libre albedrío. Adán y Eva fueron los primeros humanos en mostrar el poder del libre albedrío. Dios les dio un mandamiento: no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Pro igual lo hicieron. Cometieron un acto de maldad, pecaron y sufrieron las consecuencias.
¿Qué dice la Biblia sobre el mal?
Una forma de entender lo que la Biblia llama maldad es equiparar el mal con la palabra pecado. Jesús definió el pecado como: “Así que es pecado conocer el bien y no hacerlo”, (Santiago 4:17).
Hoy mantenemos esa misma definición. Al definir la palabra maldad usamos definiciones que incluyen «moralmente incorrecto» o «malo». Para que una acción sea moralmente incorrecta, alguien tendría que comprender la moralidad, tener un sentido del bien y del mal. Con estas dos definiciones, podemos concluir que la maldad es pecado y el pecado es maldad.
Además de las palabras de Jesús, la Biblia da un mayor contexto a lo que Dios califica como malvado. El Libro de Levítico es un gran ejemplo de cómo Dios establece expectativas para sus seguidores sobre cómo quiere que se comporten. Dios usa los términos “detestable” o “perversión” en lugar de maldad, pero aún significan lo mismo.
¿Puede Dios evitar que suceda el mal en este mundo caído?
Dios puede restaurarnos y sanarnos después de que ocurra el mal. También puede evitar que suceda el mal. Dios protegió a varios de sus creyentes de cualquier daño, como David de su hijo Absalón, y ofreció alguna protección a Job de los planes de Satanás.
No está claro cómo Dios discierne entre lo que quiere que suceda y lo que no. Lo que sabemos es que si algo ocurre, Dios ha permitido que eso suceda.
Algo que ocurre podría ser algo que Dios hizo que sucediera, o simplemente permitió. Lo mejor que podemos hacer con lo que sabemos, es permitir que esa experiencia nos transforme en mejores personas. Dios nos ha dado una declaración, una promesa, ningún arma que se forme contra nosotros prosperará.
Ninguna mala acción que ocurra en nuestras vidas es invisible. No importa lo que Dios permita, su amor es constante y continúa preocupándose por nuestro bienestar.
Conclusión
Los creyentes han sabido a lo largo de los siglos que el mal existe en el mundo. Jesús habló sobre los problemas que los cristianos enfrentarían. No compartió esto como una ocasión para el miedo, sino más bien para estar gozoso sabiendo que podíamos vencer al mundo como Él lo hizo.
El mal y el pecado existen en el mundo. Ésta es una realidad lamentable desde el primer hombre y mujer. Sin embargo, sabemos por las muchas historias de la Biblia que aún podemos vivir la vida cerca de Dios y de una manera que le agrade.
No importa qué deseos pecaminosos puedan crecer en nuestro corazón, no importa qué malas acciones se cometan contra nosotros, siempre podemos usar nuestro libre albedrío para volvernos a Dios.
Qué es la avaricia? Esta palabra suena fuerte y muchas veces no se comprende del todo su significado. ¿Será que dejamos que gobierne nuestra vida?, ¿la habremos dejado reposar en nuestro corazón?
«No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar.
Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar» (Mateo 6, 19-20).
En un mundo donde el éxito, la prosperidad, los bienes materiales, la fama, el poder y el dinero suelen estar en el rango número uno de nuestras prioridades, Jesús nos propone algo más superador.
Nos invita una vez más a dejarlo todo y a seguirlo, a despojarnos de las cosas de la tierra y a fijar nuestra mirada en el cielo, en lo eterno, en lo profundo, en fin, en lo que nos hará completamente felices.
No nos llevaremos nada de este mundo
Primero es importante comprender que todo aquello que poseamos en la tierra no irá con nosotros al Reino de los Cielos, porque «tal como salió del vientre de su madre, así se irá: desnudo como vino al mundo..» Eclesiastés 5, 15.
Lo que sí trasciende, lo que Dios observa y nos pide a gritos, es que lo amemos a Él por encima de todo y al prójimo como a uno mismo, es decir, que comencemos a acumular tesoros en el cielo.
1. ¿Qué pasa con el apego a lo material?
Dejemos una cosa en clara: no está mal tener bienes materiales. Pero… ¿parece contradictorio no? Déjenme explicar.
Lo que está en cuestión es el apego que yo tengo con esos bienes y lo mucho que pueden llegar a importar para mi vida, hasta para mi propia salvación.
El problema es cuando ponemos esos bienes o condiciones humanas, ya sea dinero, objetos, éxito o poder, por encima de Dios, y terminamos más lejos de Él que nunca.
Existen personas que deciden vivir sin nada para ofrecérselo a Dios… ¡no está mal! son diferentes estilos de vida que uno debe aceptar.
Pero que quede bien en claro que el objetivo de esta reflexión no es decir «no tengas nada, no compres nunca más un bien material».
Sino que podamos valorar lo que tenemos y ser conscientes de lo necesitamos para nuestra vida diaria, sin caer en la tentación de querer más, más y más.
2. ¿Qué es la avaricia?
«Mirad, y guardaos de toda avaricia, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee» (Lucas 12:15).
Según la psicóloga Herminia Gomá, directora del Institut Gomá, la avaricia se asienta en un verbo: tener. El «miedo a no tener en el futuro» nos hace acumular posesiones para evitar la angustia de pensar que algún día nos faltará.
«Lo que tengo ahora tampoco lo disfruto. Necesito guardarlo aunque nunca lo vaya a usar». Cuando hablamos de avaricia nos referimos a ese desorden de deseo por poseer bienes y riquezas aquí en la tierra: también conocida como codicia, porque además de poseerlos no queremos compartirlos.
La persona no se conforma con lo requerido para vivir de manera cómoda y necesaria, entonces busca la felicidad en las cosas materiales, creando un vínculo y un apego muy fuerte que realmente ata.
Esta avaricia puede empujarnos a caer en otros pecados o malos comportamientos, ya que comenzamos a tener nuestra mirada en lo terrenal, en lo material, lo visible, lo inmediato… y se nos desvía la mirada de Dios.
El deseo por poseer no es fácil de eliminar: ya está instaurado en nuestra cultura mediante el consumismo. Haciéndonos creer que las personas valen por lo que tienen y son definidas por sus objetos, su poder, lo que muestran y hasta su lugar jerárquico en la sociedad.
3. El rico insensato
¡Cuántos problemas! ¿Hay alguna solución? ¿Cómo mejoramos y salimos de este círculo vicioso entonces? No será una tarea fácil, pero podremos salir si somos conscientes de que las cosas materiales no nos harán completamente felices.
¿Está mal tener un bien material? No, ¿está mal ponerse feliz por ascender en el trabajo? Por supuesto que no, ¡lo que está en cuestión es otra cosa!
Es cuando esa buena noticia o ese bien nos define, condiciona nuestra vida. Cuando veamos que toda nuestra felicidad pasa por adquirir algo o ser más exitoso debemos preocuparnos.
Si preparamos todo durante nuestra vida para guardar frutos y bienes, y tenemos el «alma tranquila» con que estarán guardados por muchos años, comenzaremos a reposar, comer, beber…
«Esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios» Lucas 12, 20-21.
4. Acumular tesoros en el cielo
«Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme» Mateo 19, 21.
Dios nos lo deja muy claro, y el anterior fue un ejemplo de muchos. Ayudar a los demás, saber decir que sí, ofrecerse en alguna tarea, ser buen ciudadano.
Cuidar de nuestros familiares tanto física como espiritualmente, escuchar a un amigo, y también decir «no» a todo aquello que nos aleje de Dios.
Acumular tesoros en el cielo es sinónimo de amar a Dios por encima de todo y al prójimo como a uno mismo.
Porque quien ama las riquezas nunca tiene suficiente y se angustia, quien pone a la fama y el poder por encima de Dios nunca se sacia y se aleja cada día un poco más de Él.
Porque «nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas» Mateo 6, 24.
5 preguntas para reflexionar
1. ¿Qué lugar ocupan los bienes materiales en mi vida?
2. ¿Me angustia no tener cada día más?
3. En una balanza donde está Dios y el dinero, ¿a qué le dedico más tiempo?
4. ¿Me considero una persona humilde y desapegada?
5. ¿Soy consciente de que nací para servir y no para ser servido?
Déjanos saber qué opinas sobre la avaricia y la sed por adquirir cada vez más bienes materiales. ¿Estás acumulando tesoros para este mundo o para la vida eterna?
Con esta dolorosa y terrible pandemia hemos vivido un encierro obligado y momentos muy difíciles.
Muchos han perdido familiares, sus empleos, sus casas, sus empresas y algunos se encuentran padeciendo la enfermedad.
Aprendimos el valor de las cosas simples que parecían insignificantes o no les prestábamos atención, como la buena salud, un fuerte abrazo, un “te quiero”, o el tiempo que se nos da para vivir en la presencia amorosa de Dios, pues “en Dios vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17)
También nos ha movido a la solidaridad y el emprendimiento en muchos. He visto asombrado ejemplos extraordinarios de personas solidarias con el prójimo.
Hace unos días alguien escribió en las redes sociales: “Me he quedado sin fuerzas. Ya no puedo seguir”.
Llovieron mensajes de esperanzas para animarlo y días después escribió agradeciendo tanta solidaridad humana, las oraciones por su mejoría y los gestos de bondad que lo ayudaron a salir adelante y volver a empezar con nuevos ánimos.
¿Te ha pasado alguna vez?
De pronto quedas extenuado y piensas que no puedes seguir, que no aguantas más. Sientes cansancio y temor por un futuro incierto, a lo que pueda ocurrir. Somos personas de carne y hueso, con un alma inmortal. A cualquiera le puede pasar.
Es un buen momento para “buscar ayuda”, y acudir a Dios, orar y confiar y abandonarnos en su Amor.
Yo, por lo general, cuando enfrento un problema muy serio al que no encuentro salida:
Hago actividades que me distraigan la mente y que disfruto.
Pienso “todo pasa, esto también pasará, con el tiempo será solo un recuerdo”.
Me ayuda pensar en mi familia, los que me aman. No estamos solos.
Voy a un parque y paso un rato confortable allí, donde puedo despejar la mente y apreciar la naturaleza que me recuerda el amor de Dios.
Consulto con un sacerdote para que me dé orientación espiritual.
Visito a Jesús en el sagrario. Le cuento todo y le pido que me ayude.
Y rezo. Le hablo a Dios con la confianza de un hijo.
La fuerza de la Biblia y del Rosario
Me gusta mucho rezar con los salmos, cuando tengo serias dificultades, porque te impulsan a recuperar tu confianza en Dios.
Y también llevo conmigo el santo Rosario. Rezarlo me da mucha paz. Siempre salgo adelante, por la bondad de Dios, fortalecido en mi fe.
Sé porque otros lo han vivido que…
“El Señor es mi fuerza y mi escudo, mi corazón confiaba en él, y me socorrió, por eso mi corazón se alegra y le canto agradecido»
Integrados cada vez más en un mundo tecnológico, tenemos la tentación de mirar la vida a través de las pantallas de nuestros dispositivos. Incluso estamos modificando el modo en que procesamos la información. Pasamos de una pantalla a otra a toda prisa y convertimos la realidad en una mirada fácil, fugaz y superficial. Y, lo peor de todo, mucha gente mira pero no ve nada. La sociedad, además, nos entrena para evitar las miradas que no nos gustan. La pantalla se convierte en una barrera para que no nos ensuciemos las manos. Nosotros decidimos si queremos ser testigos del sufrimiento de otras personas. Si no nos gusta, pasamos a otra pantalla y listos.
Vemos la pobreza e injusticias del mundo de reojo, sentados cómodamente en el sofá de nuestra casa. Durante unos segundos, nos indignamos, sí, pero no hacemos nada porque, sin darnos cuenta, ya hemos cambiado de pantalla.
Así, se nos escapa el mundo de las experiencias directas y los vínculos afectivos. Nos estamos olvidando de tocar la vida. Estamos dejando de sentir los latidos del corazón. Nos estamos perdiendo la vida en directo. Sin duda, ver el mar in situ es más hermoso que a través de una pantalla. Hay que volver a aprender a mirar. Y en verano, con más tranquilidad y rodeados de naturaleza, es un buen momento para hacerlo. Aprender a mirar es fijar los ojos verdaderamente. Es abrir la ventana de nuestra alma. Es amar todo aquello que nos ha sido dado. Maravillarse por lo que nos rodea, como los bebés, que se quedan observando embelesados cualquier objeto que descubren, como si fuera lo más extraordinario del Universo.
Aprender a mirar es descubrir a Dios en todas partes, en nuestro día a día.Y, de manera particular, en nuestro prójimo. Aprender a mirar es viajar a las profundidades del corazón para ver mejor lo que está fuera.
Pero también es confiar, creer en lo que no se ve. Si lo hacemos, como dice san Agustín, la recompensa será ver lo que uno cree. Porque quien contempla a Dios, aprende a descubrirlo también en los demás. Aprender a mirar es hacer visible ese mundo en que hemos convertido a los más desfavorecidos en personas totalmente invisibles. Intentemos mirar ese mundo con los ojos de Jesús, que miraba a los más vulnerables y se compadecía de ellos, porque estaban perdidos y abandonados como ovejas que no tienen pastor (cf. Mt 9,36).
Ya decía san Juan de la Cruz que el mirar de Dios es amar. Y es que solo el amor puede hacer visible lo invisible. El papa Francisco, en numerosas ocasiones, nos invita a contemplar el mundo con los ojos de Dios. Es la mirada de su amor incondicional, compasiva, benévola y misericordiosa. En esa mirada cada ser humano descubre su dignidad y el sentido de su existencia: ser amado por Dios. Y con esa mirada también tenemos que aprender a mirar a nuestro prójimo.