Uno de los fines del matrimonio es la ayuda mutua que se orienta fundamentalmente a ayudar al otro a ser feliz, siendo mejor persona. Un amor de benevolencia en el que, ante todo, se busca el bien del ser amado.
Los mutuos defectos
Lo normal en el enamoramiento, es que solo se tengan ojos para ver en la persona amada, su parte angélica, como su juventud, belleza, gracia, simpatía, etc. etc. En psicología, a esta actitud se le denomina “sesgo perceptivo”.
Sin embargo, tal actitud forma parte de la atracción natural a toda la persona, y que dispone a amarla en un compromiso de por vida.
La verdad del amor
Luego, tal parece que, con los primeros años en el matrimonio, se fuera corrigiendo una miopía que impedía verse los defectos que como todo ser humano se tienen, es cuando surge la verdad del amor, para ayudarse y amarse, no a pesar de sus defectos, sino a través de ellos.
Un amor, que igualmente descubre las cualidades que verdaderamente se tienen para fomentarlas y hacerlas crecer, logrando que, con el tiempo tengan un mayor peso que los defectos.
Se trata de una suma y resta, con un saldo positivo, que forma “el capital del amor”.
Un oscuro sesgo perceptivo
Sucede cuando, al empezar a emerger aquellos defectos que no se vieron en la fase de enamoramiento, el sesgo perceptivo inicial de ver solo lo positivo, se invierte radicalmente para ver solo lo negativo, poniendo de manifiesto la inmadurez de desear quedar instalado solo en las sensaciones placenteras que se obtenían del otro en el enamoramiento.
Es entonces, que las cualidades y valores que realmente tienen ambos cónyuges, comienzan a debilitarse ante la falta de estímulo amoroso.
Un amor propio enfermo
Suele suceder que uno de los dos adopta la postura de ser el poseedor de la verdad, y comienza a juzgar duramente al otro, cuya imagen comienza a hundirse y desvanecerse en una zona de oscuridad y penumbra, haciéndose cada vez más opaca, para terminar en la mente de quien desvaloriza, como una caricatura deformada, demasiado negativa. En realidad, en un ser desconcertado, sufriente y naturalmente angustiado.
Por ese camino, el juzgador será ya incapaz de sintonizar con el dolor que causa, de compadecerse, y que, de esa compasión, brote el deseo de pedir perdón para aliviar la pena del conyugue, y rectificar.
Se ha olvidado de su compromiso en la ayuda mutua, como un fin y un bien del matrimonio, para los esposos.
La evasión del compromiso
Quien “tomo ventaja” pretende entonces siendo más ,en vez de ser mejor, y, desde esa errónea perspectiva, elabora razonadas sin razones sobre su cónyuge, como: “Jamás imaginé que fuera así” o “nunca será capaz de valorarme”.
Lo que en realidad busca, es zafarse del vínculo contraído, sin que le importe ya el faltar al respeto, ni hacer que la otra persona se sienta descalificada, carente de todo valor e injustamente tratada.
Un triste final
Quien no ha sabido dar el valor a su conyugue, no le permite crecer y el mismo se ha encogido, por lo que, con la mirada turbia, busca en otra relación lo que según él ya no tiene, mientras juega con la indisolubilidad del matrimonio.
Se ha convertido en víctima de una realidad, que el mismo ha construido. Entonces, con el sucedáneo de una imagen virtuosa busca intimar con el sexo opuesto, victimizándose con frases, como: “Yo he hecho todo por mi matrimonio… pero…” “… y ha sido muy dura mi desilusión”.
Finalmente, encuentra a quien le cree, y se divorcia, para volver a formar pareja, comenzando un nuevo ciclo de autoengaño, hasta que el destino lo alcance.
iempre me apasiona la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús se coloca en el centro de mi vida. Y yo lo adoro, me postro, me miro en mi pequeñez y veo su grandeza.
Pienso en ese Jesús en carne y sangre al que sigo. Quiso hacerse hombre, cercano, humano, para caminar al ritmo de mis pasos.
La eucaristía me recuerda su presencia por amor. Se quiso quedar para que yo pudiera recibirlo en mi interior. Para que pudiera comerlo y beberlo.
Me sorprende este Dios que se vuelve pan de vida para darme esa vida eterna que necesito. Se hace pequeño para que no me asuste ante su inmensidad. Viene a mí para buscarme en medio de mis días.
Dios es un misterio
Me asusta el misterio y quiero saberlo todo. Pero es imposible porque todo está oculto. Todo es un misterio.
Me hablan de la fe, de creer en lo que no se ve. Pero a veces no puedo. Creo más en lo que toco, en lo que abarco, en lo que se abre ante mis ojos en su verdad más íntima.
Los misterios me desconciertan. Y creer en lo que no está a mi alcance tiene que ser un don.
Le pido a Jesús que aumente mi fe. Que en su pan y en su vino, en su Cuerpo y en su Sangre vea su presencia misteriosa, su amor más grande.
No me escandalizo. Un Dios hecho carne ante mis ojos. El respeto ante el misterio exige de mí que me sienta pequeño.
Cuido el respeto ante lo sagrado. El anonadamiento de Dios que se hace carne no me escandaliza, pero no deja de asombrarme. Un Dios que se vuelve impotente.
¿Y qué hago yo ante esa humanidad que se presenta ante mí? Me postro lleno de respeto. Me humillo para que se manifieste ante mí. Y me siento indigno, porque nunca soy digno de su amor, de su misericordia.
La tristeza por lo que se anhela
En esta fiesta celebro el amor humano que Dios me regala. El amor de ese Jesús que quiso romper su vida por mí. Se hizo esclavo de mi amor. Esperando a la puerta de mi vida la respuesta.
Ese amor tan grande se derrama ante mis ojos y yo siento que estoy muy lejos. Por eso me postro, por eso comulgo.
Porque necesito su fuerza, su poder, su amor, para salvar y sanar mi vida.
«No hay nada más atractivo que vivir apasionadamente la propia vocación. La alegría que Dios da a quien escucha su llamada y la sigue. No es la tristeza por lo que se tiene -a veces muchísimo- sino por lo que se anhela, el clamor más hondo de nuestro ser.
A Cristo se le puede tocar. Es lo más real. No sólo lo toco, me lo como. No es un Dios al que se adora desde fuera».
Volver a apasionarse
Adoro a Jesús en mi propio corazón, porque lo recibo, lo consumo y su presencia llena todo mi ser. Y así recobro la pasión por la vida, por su llamada.
Mi vida cristiana es apasionante. Y no puedo dejar de sentir que soy muy pequeño, muy frágil.
Su amor es más grande que mi capacidad de amar. La Eucaristía aumenta en mi alma el deseo de entregar la vida.
Jesús viene a mí para que yo pueda ir a los hombres y entregar mi amor. Así de sencillo.
A pesar de todo, feliz
Pero luego me confronto con mis límites y siento que estoy tan lejos de ese amor que se hace carne, pan y vino para no olvidarme.
No puedo sino vivir con tristeza por no poseer todo lo que anhelo. Y además estoy llamado a vivir feliz, agradecido por todo lo que tengo.
¿Cómo le puedo tener miedo a ese Dios que se presenta a la altura de mis ojos? No me exige sumisión, no me pide lo imposible. Sólo me ama y espera que su amor despierte mi amor.
En la Eucaristía Dios nos da su amor y el poder amarle
Recibo un amor inmenso que me desborda. Un amor que no espera nada, sin condiciones. Un amor misericordioso que es don, nunca un derecho. Porque el amor sólo se puede agradecer, nunca se puede exigir.
El Amor me sana
Hoy celebro la fiesta del amor de Dios que se hace carne para abrazarme. Y ese amor inmenso me sostiene, me levanta y me sana.
Ya sé cuál es el poder del abrazo, como escribe Elena Bautista: El abrazo es un arma de construcción masiva».
El abrazo reconstruye lo que está roto en mi interior. El abrazo de Jesús cada vez que comulgo.
El de aquellos que me dan el amor de Dios con sus brazos, con sus abrazos eternos. Esos abrazos que la pandemia ha vuelto tan escasos y que siguen siendo camino de salvación.
Dios y los demás
Leía el otro día:
«Sin eucaristía no podemos vivir ni conceder a Dios el primer puesto en nuestra vida y en nuestras actividades. Al silencio de la indiferencia, los sacerdotes y fieles deben responder con el silencio de la oración. La enfermedad del desinterés se cura con los sacramentos, la enseñanza y el testimonio de los santos»
La comunión con Cristo me vuelve comunión con mis hermanos. En la comunión coloco a Dios en el centro de mi vida.
Creo en el poder transformador del amor de Jesús cada vez que comulgo, cada vez que me postro y arrodillo para admirar, alabar y agradecer su presencia que transforma mis pasos y convierte mi vida en un testimonio de su amor.
Así funciona. No es la eucaristía el premio de los buenos. Sino el remedio para los enfermos que caminan cansados y abatidos y necesitan en su cuerpo y en su alma esa fuerza que los levante por encima de todos sus miedos.
La Eucaristía no es algo. La Eucaristía es Alguien. Quien entiende esta diferencia, entiende lo más importante.
La gente le preguntó a Jesús: “¿Cuáles son tus obras? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: ‘Les dio a comer pan del cielo’”.
El maná que los israelitas comían cada día en el desierto era una prefiguración de la Eucaristía.
Los siete niveles del cielo
Según la tradición judía, el cielo está dividido en siete niveles. Dios está en el nivel más alto. Luego, en el tercer cielo, los ángeles preparan el maná (Talmud de Babilonia, tratado Hagigah 12). Mientras que el maná procede del tercer cielo, la Eucaristía procede del séptimo.
No fue Moisés quien les dio pan del cielo; es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que baja del cielo y da la vida al mundo.
«El Cuerpo de Cristo»: esto es lo que escuchamos cuando recibimos la Santa Comunión. Respondemos “Amén”, que significa “creo”.
No hay ni puede haber para nosotros un mayor regalo de Dios. Es tan hermoso, conmovedor y profundo que las palabras no pueden expresarlo.
¿Cómo comulgo yo?
Cada uno de nosotros tiene su propia experiencia al recibir la Santa Comunión. Pensemos en cómo recibimos a Jesús cuando viene a nosotros. ¿Con qué frecuencia lo recibimos?
Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre y el que cree en mí nunca tendrá sed.
¿Con qué frecuencia acudo a Dios con mis asuntos? ¿Cómo es mi fe? ¿Creo en Dios, o también me confío a Dios? ¿Confío en Dios? El papa emérito Benedicto XVI dijo recientemente en una entrevista que “sólo la fe libera al hombre de las limitaciones y estrecheces de su tiempo”. Más que flores A menudo ponemos flores en la iglesia, frente al altar y delante del tabernáculo. Las flores son un signo de amor a Jesús. Son una respuesta a su amor.
Sabemos bien que Jesús valora más nuestras expresiones personales de amor que las flores. ¿Cómo voy a expresar hoy mi amor a Jesús?
La verdad, ¿existe? ¿Hay una verdad? ¿Es totalmente subjetiva dependiendo del punto de vista, de la perspectiva desde la que miramos la realidad? ¿O realmente hay una realidad, existe y estamos moralmente obligados a buscarla y a vivir de manera consecuente a esta verdad que descubrimos?
La verdad para un cristiano es la persona de Jesús, Camino, Verdad y Vida.
No es una doctrina en sí misma. No es un concepto, ni mucho menos una institución. No es una ley.
La verdad es la persona de Jesús: esto implica que la verdad es el amor encarnado. Que la verdad es el amor. Que el amor es la verdad.
Quiere decir que fuera de la relación, de la relación amorosa, no hay verdad. Hay solo medias verdades. Hay solo verdades que están desviadas, que son insuficientes.
La verdad y el Espíritu
Porque la verdad no es una cosa u otra. La verdad es cuando una cosa y otra se ponen en relación desde una óptica y una dinámica de amor.
Y es por eso que solo se puede llegar a la verdad desde el Espíritu. Porque el Espíritu, el Espíritu Santo, el de Jesús, es el amor.
Y si este Espíritu vive dentro nuestro, porque es el Amor, no habla por su cuenta. No se impone sino que propone el origen de este amor, aquel que es la fuente del amor: es el Padre quien nos da -por su Hijo encarnado, muerto y resucitado- el Amor, el Espíritu Santo, la Verdad.
Que podamos vivir más y más en la verdad del amor, en la verdad que nace del acogernos los unos a los otros en la verdad, en la verdad de reconocer la verdad del otro e integrarla en la propia verdad.
Porque así la luz brillará más potente, el amor crecerá y la Verdad nos hará libres.