A veces nos sentimos solos, es natural, sobre todo en esta pandemia que nos obligó a encerrarnos en nuestras casas bajo una cuarentena interminable. Necesitamos compañía, sentirnos amados, abrazados.
La soledad es muy dolorosa. Es muy triste dejar a nuestros ancianos solos cuando debemos cuidarlos.
Nunca estamos solos
Recuerdo a un amigo que vivía solo en su departamento y una tarde le pregunté: “¿Nunca te sientes solo?”. Su respuesta me sorprendió: “Yo nunca estoy solo. Dios siempre está conmigo”.
Con los años, leyendo las Escrituras pude comprender su respuesta. Él tenía razón. Nunca estamos solos.
«¿No te he mandado que seas valiente y firme? No tengas miedo ni te acobardes, porque Yahveh tu Dios estará contigo dondequiera que vayas»
Josué 1, 9
«En Dios vivimos, nos movemos y existimos”.
Hechos 17
Somos nosotros los que nos alejamos
Dios siempre nos acompaña. Va con nosotros. San Agustín, en su famosa obra autobiográfica Confesiones escribió:
“Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían”.
Es lo que nos ocurre a menudo con Dios. Él está con nosotros, pero nuestro corazón se encuentra en otro lado, cerca de las apetencias del mundo, el dinero, el placer. Olvidamos nuestra alma inmortal con demasiada frecuencia por lo terrenal.
Padre fiel
Dios es un padre muy especial.
Una tarde que me encontraba en una oficina realizando unos trámites importantes, llegó un sacerdote que conocía bien.
De casualidad se colocó detrás de mí en la fila. Estaba consternado por la historia que un parroquiano le había confiado como amigo suyo y me la compartió.
Resulta que su amigo venía del hospital con los resultados de sus análisis médicos, le dieron un año de vida.
Angustiado pensó en sus hijos pequeños y su joven esposa. ¿Qué sería de ellos? Tomó el auto y se puso a dar vueltas por la ciudad sin rumbo fijo, clamando a Dios en su desesperación:
“Ayúdame Señor, no me dejes solo”.
Entonces sintió una suave brisa y escuchó una voz venida de atrás que con ternura le dijo:
“Yo estoy contigo”.
Es una historia maravillosa que no he podido olvidar. Y si un día dudas, busca en tu Biblia Isaías 41, 10 y lee:«
No temas, pues yo estoy contigo; no mires con desconfianza, pues yo soy tu Dios; yo te he dado fuerzas, he sido tu auxilio, y con mi diestra victoriosa te he sostenido.”
Jesús duerme y los discípulos, que tienen miedo, lo despiertan para que los socorra:
«Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: – ¡Silencio, cállate! El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: – ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?».
Me falta fe en el poder de ese Dios que va conmigo. Parece dormido aunque va conmigo. No hace nada.
¡Cuántas veces he criticado esta aparente indiferencia de Dios! Parece que nada de lo mío le preocupa.
No se asusta con mis miedos. No soluciona mis problemas. No me socorre en mis angustias.
Duerme Jesús en mi barca y yo tengo miedo de la vida en el mar revuelto.
¿No le importan mis tormentas?
Me asusta la vida que no puede estar bajo mi control, en mis manos. Los días que traen tormentas e inquietan mi presente y mi futuro.
Ese sueño de Jesús me angustia. Quisiera que siempre estuviera atento y yo pudiera verlo y tocarlo, palpar su interés y su preocupación por mí.
Es como si pensara que no es grave lo que para mí parece tan importante. Es como esos padres que sonríen al ver los miedos de un niño.
Son miedos reales, al menos yo los siento. Y no quiero que Jesús sonría condescendiente pensando en su corazón que me preocupo en vano.
Porque es en vano, yo no puedo calmar los vientos ni apaciguar las olas. Sólo Jesús puede cuando despierta con mis gritos y ve mi desesperación. Por eso no dejo de gritarle aunque luego me llame cobarde.
Quisiera yo también dormir con confianza
Es verdad que me falta fe. No confío en mi Jesús dormido en el extremo de mi barca. Parece tan tranquilo y yo tan nervioso.
Quisiera que Él sufriera un poco con mis miedos. Pero no, permanece en paz y sereno. Duerme mientras yo sufro.
Me gustaría ser como Él en las grandes noches de mi vida. Allí cuando yo me desvelo y no concilio el sueño, me gustaría poder dormir.
Allí cuando intento controlarlo todo y sujetar la vida, quisiera confiar como un niño abandonado en las manos de su padre.
No sé confiar, tal vez porque he sido herido o han dañado mi inocencia cuando confié en los hombres y en Dios. Y me sentí defraudado y solo.
¿Cómo se puede confiar de nuevo? Creo que sólo si confío voy a ser feliz. Si creo en la bondad de las personas. Si no veo el mal escondido detrás del bien aparente.
Mi gran arma
No quiero vivir en la desconfianza sin abrir mi alma de nuevo por miedo a ser otra vez herido.
Si una vez me han abandonado, no quiero pensar que siempre va a suceder. Quiero pensar que la vida es un don que Dios me hace y creer que está Dios conmigo cada día.
No importa que parezca dormido. Él va a mi lado cuidando mi vida. Lo único que quiere es que confíe.
Es mi gran arma, la confianza en los hombres y en Él. Ese abandono de niño en las manos de su padre. Esa actitud abierta ante la vida, ante el futuro.
Sin miedo
Temo y confío. Me da miedo la vida y dejo todo en las manos de Dios. Él sabe lo que me conviene, lo que es mejor para mí.
No sirve que me aferre a una cadena por miedo a caerme, cuando es el único camino que tengo para emprender una nueva vida.
Quiere que me suelte y crea que al final del túnel, en el fondo del precipicio, están sus manos seguras dispuestas a abrazarme. Escribe Rafael Luciani:
«Las palabras que usamos al orar y dirigirnos a Dios revelan nuestra imagen de Dios. Pero también revelan la propia honestidad, sinceridad y transparencia de cómo vivimos nuestra relación con Dios y con los demás. Jesús nos enseña a discernir qué palabras, frases, actitudes son la base de nuestra oración diaria a Dios. Las palabras que Jesús usó expresan la confianza ciega en Dios. Todo es posible para Él».
Dios me está esperando
Mi oración expresa cómo es el Dios en el que creo. Me gustaría creer ciegamente en su amor. Confiar y abandonarme.
No importa morir si sé que es la única forma de resucitar. Él está esperándome para emprender el vuelo.
Lo que quiere es que viva confiando cada día en el Dios de mi vida. Lleno de confianza y gratitud. Agradecido y admirado de su poder.
Dios protege
Mi Dios es un Dios que todo lo puede, todo lo soluciona, todo lo salva. Lo alabo y admiro.
Cuida de mí como la piedra más preciosa, como el hijo más valioso. Decía el padre José Kentenich:
«Ahora nos dejamos regalar alas de águila y dejamos que, en lugar de los remos o junto a los remos, el Espíritu Santo despliegue las velas. Entonces esperamos del Espíritu Santo la gracia de caminar con Dios a través del quehacer del día y de las situaciones más difíciles».
Me gusta ese Dios que camina un paso delante de mí, despejando el camino. Me da paz en la tormenta. Descansa a mi lado seguro de que todo va a ir bien.
¿Para qué me inquieto y pierdo la paz? Confío y descanso en su voluntad que siempre es el mejor camino. Confío, nada puede salir mal si Él está conmigo.
En una casa que se estaba reformando se encontró una carta de un niño al Señor Jesús. El niño de siete años había hecho una lista de sus deseos para la Navidad: “Quisiera un misal, una casulla verde y el corazón de Jesús. Saludos – Joseph Ratzinger”. El futuro Papa sabía que lo que sale del corazón es lo más importante. Para nosotros, el Corazón de Jesús es un ejemplo.
«¡Qué bien profetizó Isaías sobre ustedes, hipócritas, cuando escribió: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden, porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos!” Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres.»
Jesús habla con palabras fuertes. Llama a las personas que la gente consideraba la élite religiosa hipócritas (griego: hýpocritēs). Esta palabra también se utilizaba en la antigüedad para referirse a los actores. Se ponían máscaras, subían al escenario y representaban un personaje. Durante la representación, no son ellos mismos: no hay coherencia entre lo que son y lo que hacen. En la profesión de actor, esto es normal. Jesús advierte fuertemente contra tales actitudes en la vida.
«Corazón» en el lenguaje de la Escritura no hace referencia al lugar de los emociones y sentimientos, como ocurre en nuestra cultura. En la Biblia, «corazón» (leb, lebab) se refiere a todo el hombre interior, incluyendo su conciencia, sus sentimientos, sus pasiones y especialmente su disposición religiosa. El Catecismo dice que es «nuestro centro oculto», «el lugar de la decisión», «el lugar de la verdad donde elegimos la vida o la muerte» (CIC 2562).
Ahora bien, ¿cómo cuidamos nuestro interior para que sea puro y bueno? El modelo para nosotros es el Corazón de Jesús. «Todo don bueno y perfecto viene de lo alto», escribe Santiago. Miremos al Corazón de Jesús y pidamos fervientemente en la oración: «Jesús, haz mi corazón semejante al tuyo».
Uno de los fines del matrimonio es la ayuda mutua que se orienta fundamentalmente a ayudar al otro a ser feliz, siendo mejor persona. Un amor de benevolencia en el que, ante todo, se busca el bien del ser amado.
Los mutuos defectos
Lo normal en el enamoramiento, es que solo se tengan ojos para ver en la persona amada, su parte angélica, como su juventud, belleza, gracia, simpatía, etc. etc. En psicología, a esta actitud se le denomina “sesgo perceptivo”.
Sin embargo, tal actitud forma parte de la atracción natural a toda la persona, y que dispone a amarla en un compromiso de por vida.
La verdad del amor
Luego, tal parece que, con los primeros años en el matrimonio, se fuera corrigiendo una miopía que impedía verse los defectos que como todo ser humano se tienen, es cuando surge la verdad del amor, para ayudarse y amarse, no a pesar de sus defectos, sino a través de ellos.
Un amor, que igualmente descubre las cualidades que verdaderamente se tienen para fomentarlas y hacerlas crecer, logrando que, con el tiempo tengan un mayor peso que los defectos.
Se trata de una suma y resta, con un saldo positivo, que forma “el capital del amor”.
Un oscuro sesgo perceptivo
Sucede cuando, al empezar a emerger aquellos defectos que no se vieron en la fase de enamoramiento, el sesgo perceptivo inicial de ver solo lo positivo, se invierte radicalmente para ver solo lo negativo, poniendo de manifiesto la inmadurez de desear quedar instalado solo en las sensaciones placenteras que se obtenían del otro en el enamoramiento.
Es entonces, que las cualidades y valores que realmente tienen ambos cónyuges, comienzan a debilitarse ante la falta de estímulo amoroso.
Un amor propio enfermo
Suele suceder que uno de los dos adopta la postura de ser el poseedor de la verdad, y comienza a juzgar duramente al otro, cuya imagen comienza a hundirse y desvanecerse en una zona de oscuridad y penumbra, haciéndose cada vez más opaca, para terminar en la mente de quien desvaloriza, como una caricatura deformada, demasiado negativa. En realidad, en un ser desconcertado, sufriente y naturalmente angustiado.
Por ese camino, el juzgador será ya incapaz de sintonizar con el dolor que causa, de compadecerse, y que, de esa compasión, brote el deseo de pedir perdón para aliviar la pena del conyugue, y rectificar.
Se ha olvidado de su compromiso en la ayuda mutua, como un fin y un bien del matrimonio, para los esposos.
La evasión del compromiso
Quien “tomo ventaja” pretende entonces siendo más ,en vez de ser mejor, y, desde esa errónea perspectiva, elabora razonadas sin razones sobre su cónyuge, como: “Jamás imaginé que fuera así” o “nunca será capaz de valorarme”.
Lo que en realidad busca, es zafarse del vínculo contraído, sin que le importe ya el faltar al respeto, ni hacer que la otra persona se sienta descalificada, carente de todo valor e injustamente tratada.
Un triste final
Quien no ha sabido dar el valor a su conyugue, no le permite crecer y el mismo se ha encogido, por lo que, con la mirada turbia, busca en otra relación lo que según él ya no tiene, mientras juega con la indisolubilidad del matrimonio.
Se ha convertido en víctima de una realidad, que el mismo ha construido. Entonces, con el sucedáneo de una imagen virtuosa busca intimar con el sexo opuesto, victimizándose con frases, como: “Yo he hecho todo por mi matrimonio… pero…” “… y ha sido muy dura mi desilusión”.
Finalmente, encuentra a quien le cree, y se divorcia, para volver a formar pareja, comenzando un nuevo ciclo de autoengaño, hasta que el destino lo alcance.
iempre me apasiona la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús se coloca en el centro de mi vida. Y yo lo adoro, me postro, me miro en mi pequeñez y veo su grandeza.
Pienso en ese Jesús en carne y sangre al que sigo. Quiso hacerse hombre, cercano, humano, para caminar al ritmo de mis pasos.
La eucaristía me recuerda su presencia por amor. Se quiso quedar para que yo pudiera recibirlo en mi interior. Para que pudiera comerlo y beberlo.
Me sorprende este Dios que se vuelve pan de vida para darme esa vida eterna que necesito. Se hace pequeño para que no me asuste ante su inmensidad. Viene a mí para buscarme en medio de mis días.
Dios es un misterio
Me asusta el misterio y quiero saberlo todo. Pero es imposible porque todo está oculto. Todo es un misterio.
Me hablan de la fe, de creer en lo que no se ve. Pero a veces no puedo. Creo más en lo que toco, en lo que abarco, en lo que se abre ante mis ojos en su verdad más íntima.
Los misterios me desconciertan. Y creer en lo que no está a mi alcance tiene que ser un don.
Le pido a Jesús que aumente mi fe. Que en su pan y en su vino, en su Cuerpo y en su Sangre vea su presencia misteriosa, su amor más grande.
No me escandalizo. Un Dios hecho carne ante mis ojos. El respeto ante el misterio exige de mí que me sienta pequeño.
Cuido el respeto ante lo sagrado. El anonadamiento de Dios que se hace carne no me escandaliza, pero no deja de asombrarme. Un Dios que se vuelve impotente.
¿Y qué hago yo ante esa humanidad que se presenta ante mí? Me postro lleno de respeto. Me humillo para que se manifieste ante mí. Y me siento indigno, porque nunca soy digno de su amor, de su misericordia.
La tristeza por lo que se anhela
En esta fiesta celebro el amor humano que Dios me regala. El amor de ese Jesús que quiso romper su vida por mí. Se hizo esclavo de mi amor. Esperando a la puerta de mi vida la respuesta.
Ese amor tan grande se derrama ante mis ojos y yo siento que estoy muy lejos. Por eso me postro, por eso comulgo.
Porque necesito su fuerza, su poder, su amor, para salvar y sanar mi vida.
«No hay nada más atractivo que vivir apasionadamente la propia vocación. La alegría que Dios da a quien escucha su llamada y la sigue. No es la tristeza por lo que se tiene -a veces muchísimo- sino por lo que se anhela, el clamor más hondo de nuestro ser.
A Cristo se le puede tocar. Es lo más real. No sólo lo toco, me lo como. No es un Dios al que se adora desde fuera».
Volver a apasionarse
Adoro a Jesús en mi propio corazón, porque lo recibo, lo consumo y su presencia llena todo mi ser. Y así recobro la pasión por la vida, por su llamada.
Mi vida cristiana es apasionante. Y no puedo dejar de sentir que soy muy pequeño, muy frágil.
Su amor es más grande que mi capacidad de amar. La Eucaristía aumenta en mi alma el deseo de entregar la vida.
Jesús viene a mí para que yo pueda ir a los hombres y entregar mi amor. Así de sencillo.
A pesar de todo, feliz
Pero luego me confronto con mis límites y siento que estoy tan lejos de ese amor que se hace carne, pan y vino para no olvidarme.
No puedo sino vivir con tristeza por no poseer todo lo que anhelo. Y además estoy llamado a vivir feliz, agradecido por todo lo que tengo.
¿Cómo le puedo tener miedo a ese Dios que se presenta a la altura de mis ojos? No me exige sumisión, no me pide lo imposible. Sólo me ama y espera que su amor despierte mi amor.
En la Eucaristía Dios nos da su amor y el poder amarle
Recibo un amor inmenso que me desborda. Un amor que no espera nada, sin condiciones. Un amor misericordioso que es don, nunca un derecho. Porque el amor sólo se puede agradecer, nunca se puede exigir.
El Amor me sana
Hoy celebro la fiesta del amor de Dios que se hace carne para abrazarme. Y ese amor inmenso me sostiene, me levanta y me sana.
Ya sé cuál es el poder del abrazo, como escribe Elena Bautista: El abrazo es un arma de construcción masiva».
El abrazo reconstruye lo que está roto en mi interior. El abrazo de Jesús cada vez que comulgo.
El de aquellos que me dan el amor de Dios con sus brazos, con sus abrazos eternos. Esos abrazos que la pandemia ha vuelto tan escasos y que siguen siendo camino de salvación.
Dios y los demás
Leía el otro día:
«Sin eucaristía no podemos vivir ni conceder a Dios el primer puesto en nuestra vida y en nuestras actividades. Al silencio de la indiferencia, los sacerdotes y fieles deben responder con el silencio de la oración. La enfermedad del desinterés se cura con los sacramentos, la enseñanza y el testimonio de los santos»
La comunión con Cristo me vuelve comunión con mis hermanos. En la comunión coloco a Dios en el centro de mi vida.
Creo en el poder transformador del amor de Jesús cada vez que comulgo, cada vez que me postro y arrodillo para admirar, alabar y agradecer su presencia que transforma mis pasos y convierte mi vida en un testimonio de su amor.
Así funciona. No es la eucaristía el premio de los buenos. Sino el remedio para los enfermos que caminan cansados y abatidos y necesitan en su cuerpo y en su alma esa fuerza que los levante por encima de todos sus miedos.