La Iglesia (en griego: Ekklésia: Asamblea de personas), es el Pueblo de Dios reunidos en torno a Él. Cristo comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia (Evangelio), llevando el Reino de Dios a la tierra. El inicio de la Iglesia brotó del corazón traspasado de Cristo, muerto en la cruz en el monte Gólgota.
La Iglesia, de una manera análoga a Jesús, posee una dimensión humana (organización interna, procesos, composición de la Curia) y Divina (dimensión espiritual, la presencia del Espíritu Santo que guía, etc).
Como dimensión humana, fue organizada por el mismo Cristo. Pedro fue constituido primado de los apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia: «Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt, 16,18). Como leemos en las Escrituras, el mismo Jesús constituyó a los apóstoles y a sus sucesores los obispos, que junto al sucesor de Pedro, gobiernan a la Iglesia.
La cita de San Pablo a los Colosenses nos ayuda a comprender de una manera gráfica, el significado de la Iglesia como cuerpo, «Cristo es también la Cabeza del cuerpo, que es la Iglesia».
El cuerpo místico de la Iglesia lo conforman todos aquellos que han recibido el Sacramento del Bautismo. A lo largo de la vida, todo cristiano, está llamado a responder a la vocación que Dios llama, puede ser al matrimonio o a cualquier otra vocación perteneciente a la familia de la vida consagrada (sacerdocio, religioso, consagrado).
Estas son las cuatro propiedades de la Iglesia que todo católico debe tener presente.
1. La Iglesia es una
Comparte la misma fe, la celebración de los sacramentos, y contiene la sucesión de los apóstoles (obispos). Cada obispo es sucesor ininterrumpido de uno de los apóstoles.
2. La Iglesia es santa
El Hijo de Dios funda a la Iglesia, porque posee los sacramentos como medios plenos de la salvación de los hombres, y como finalidad, ya que canoniza a personas que han vivido durante su vida, las virtudes de fe siguiendo los caminos del Nuestro Señor Jesús.
3. La Iglesia es católica
Significa universal, porque ha sido enviada por Cristo a toda la humanidad para que se salve. La Iglesia es católica en doble sentido, pues posee en plenitud los medios de salvación (los sacramentos), y porque fue enviada por Cristo para la salvación de todos los hombres, sin importar, raza, cultura, o edad.
4. La Iglesia es apostólica
Fue fundada sobre las columnas de los apóstoles, «Llamó a los que Él quiso y vinieron donde Él. Instituyó Doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14). Los Apóstoles al ser testigos de la resurrección del Señor, confiaron el depósito de la Fe (depositum fidei) contenido en las Sagradas Escrituras y la Sagrada Tradición a toda la Iglesia.
Los sucesores de los Apóstoles, los obispos, tienen el deber de guardar, interpretar y transmitir en unión con el sucesor de Pedro, la Revelación Divina (escrita y oral).
Espero que estos elementos te ayuden a entender un poco mejor, el gran misterio que representa la Iglesia. Nosotros somos miembros de la ella y pertenecientes al Pueblo de Dios. Sigamos caminando con Jesús y de la mano de María, Madre de la Iglesia.
¿Qué es la fe?, seguro te lo has preguntado en algún momento de la vida, y seguro también alguien más te lo tiene que haber preguntado. Siendo católicos es obvio que sabemos y tenemos claro lo que es la fe. ¿No es cierto?,¿seguros?
Hace pocos días escuché a un sacerdote amigo hacer la misma pregunta. Con una candidez pero a la vez con una intención entre líneas, la de educar un corazón ardoroso de amor, el padre Esteban, nos miraba con ojos traviesos y una y otra vez preguntaba: ¿qué es la fe?
1. La fe es un don
«La fe es un don», contestaba alguno. «La fe es la certeza de la existencia de de Dios», contestaba otro. «La fe es la forma en cómo vivo mi vida». «La fe es creer en un ser superior» (siempre me sorprende escuchar a un cristiano dar esta definición). «La fe es estar seguro de que todo lo que me pasa es por algo». «La fe es creer en lo que no se ve, el resultado de esa fe es llegar a ver lo que crees» (seguro leyó a San Agustín).
En fin, los minutos pasaban, el Padre sonreía y nos seguía mirando con picardía. Algunos se ponían nerviosos, otros incluso enojados. Qué difícil es aceptar que no lo sabemos todo, o que lo que sabemos está equivocado o lo sabemos a medias. Si nuestro corazón pudiera estar abierto siempre a recibir las verdades de Dios…
El padre Esteban nos puso en duda un momento. Como buen pastor que guía a su rebaño, con paciencia, nos hizo volver a aquella fuente donde el cristiano siempre debería volver para aprender, formarse y despejar dudas sobre las verdades de fe que la Iglesia profesa: El catecismo de la Iglesia católica. Increíble que tengamos un documento tan extenso y detallado como el Catecismo y no sea el primer lugar donde consultemos en el momento de la duda.
2. El deseo de Dios
Volviendo a la fe. ¿Qué nos dice el catecismo? Empieza primero explicándonos, entre otras cosas, que el hombre es capaz de Dios. Que lo religioso es algo natural en el hombre, producto de un deseo impreso en el corazón del hombre por su mismo creador.
«El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: (CIC 27)»
En este sentido la fe, que siempre relacionamos con don, efectivamente lo es. Es un regalo de Dios impreso en el corazón del hombre al siempre llama incansablemente. Pero ahí no queda todo. La fe es también acción del hombre. Ese deseo de Dios, necesita una respuesta libre por parte del hombre:
«Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La sagrada Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rm 1,5; 16,26), (CIC 143)».
3. La fe es respuesta
Es pues la fe una respuesta libre del hombre hacia Dios. No solo se trata de creer en Dios sino de responderle. Cuando le pedimos a Dios que aumente nuestra fe (pedido que necesitamos hacer constantemente), le estamos pidiendo que agrande esa capacidad de respuesta. Que nos permita responder con mayor generosidad y libertad a ese llamado que Dios nos hace.
La fe no se trata de una creencia estática. Es una respuesta activa. No se trata de decir «creo en Dios» y me quedo sentado esperando que la vida pase. Si pasan las cosas que pasan, «seguro pasarán por algo». ¡No! Yo tengo acción en la fe. Necesito responder activamente a Dios. Dios me llama de una manera particular, no me dice simplemente que crea en Él, me dice: «Ven y sígueme». Y Nuestra Madre nos lo recuerda: «Id y haced lo que Él os pida».
No son días de celebrar muertos, gente que “ha dejado de existir” como algunos dicen por ahí, sino de recordar con esperanza a todos aquellos santos que están en la presencia del Señor, que han llevado una vida ejemplar y fueron examinados minuciosamente por la Iglesia para ser considerados como tales. También es día de recordar a aquellos fieles, cristianos de a pie, comunes y corrientes, que con sus virtudes y limitaciones, habiendo fallecido esperan alcanzar la gloria eterna junto al Señor.
Hoy recordamos a los segundos, los “fieles difuntos”, y ofrecemos una oración por el descanso eterno de su alma. La Iglesia nos invita a no olvidarlos, a visitar los cementerios y a orar por su alma. Pero, ¿por qué hemos enterrado a nuestros difuntos? ¿De dónde proviene esta costumbre? Seguro que nos parece un poco descabellado para nuestras cultura occidental actual, pero me imagino que has visto documentales y películas en donde vemos antiguos pueblos que tienen otro tipo de “trato” con sus difuntos. Los momifican, los queman en hogueras, los envían al mar sobre balsas, los embalsaman, los guardan dentro de envases herméticos con sus pertenencias y así, según la cultura, se les rinde un último homenaje a los difuntos. Nosotros enterramos a nuestros difuntos y de hecho, en la mayoría de nuestros países no solo se trata de algo propio del culto religioso, sino que es parte de las políticas sanitaras.
Vamos a profundizar en esto que muchos vemos como algo natural y parte de la cultura, para mirar el trasfondo espiritual detrás del enterrar a los muertos.
1. Porque es una obra de misericordia
De hecho, es la última de la lista de las obras de misericordia corporales, y con razón, pues las seis anteriores hablan respecto del cuidado caritativo del sufriente, pero cuando su vida termina, se nos invita a darle un trato digno, cuidadoso, sin juzgar la vida y los méritos del fallecido, sino como un acto de amor al prójimo.
José de Arimatea, ese seguidor de Jesús que aparece cuando este es bajado de la Cruz, aunque improvisa y organiza apresuradamente, se preocupa de darle un trato digno al cuerpo de su Señor y no escatima en cuidados, dentro de la posibilidad de sus recursos y de la clandestinidad que los agobiaba, para obrar como todo cristiano lo haría. Por eso la importancia de un trato solemne, respetuoso; por eso le velamos y acompañamos, porque aquel que ha fallecido, aunque no lo haya vivido a consciencia, es una creatura de Dios, templo del Espíritu Santo, y merece dignidad y caridad.
2. Porque creemos en la Resurrección
De hecho, los cristianos primitivos construyeron cementerios antes que templos. Los campos santos, antes llamados “necrópolis” (ciudad de los muertos) pasaron a llamarse cementerios (dormitorio, del griego koimeterion). Tanto es así, que nuestra fe en la Resurrección dio a luz un nuevo verbo latino: «depositar». Frente al rito pagano en el que se hacía «donación» del cadáver a la madre tierra, el rito cristiano subraya que el cuerpo es «depositado» en la tierra, en espera de la Resurrección. La «depositio» era una evocación de la promesa de Cristo de recuperar el cuerpo enterrado.
Si en nuestra fe no existiera la Resurrección, entonces podríamos hablar de los “restos mortales” de un individuo, pero no es así, pues no se trata solo de un envase biológico que queda como desperdicio y que debe ser desechado de forma limpia y respetuosa, sino que ese cuerpo, que descansa en paz, ha de ser resucitado en el último día.
3. El Señor resucitará nuestro cuerpo
Aunque Dios en su omnipotencia es capaz de resucitar el cuerpo de un difunto aun cuando este haya sido reducido a cenizas luego de la cremación, la Iglesia nos invita a que, en la medida de lo posible, demos sepultura al cuerpo sin alterarlo. Aunque desde hace algunos años está permitida la cremación, sigue siendo “fervorosamente recomendado” que se opte por el entierro, pues es la forma más adecuada a nuestra fe en la resurrección de los muertos. Nuestro cuerpo no es solo una envoltura que nos acompaña durante nuestra vida terrena, más bien existe una unidad entre cuerpo y alma, que justamente nos permite santificarnos y vivir conforme a la voluntad de Dios, pero al mismo tiempo esa unidad es la que será resucitada en su máxima dignidad el día de la segunda venida de nuestro Señor. Nuestra fe en la resurrección está fundada en la resurrección del mismo Jesús, que resucitó no solo en alma, sino también en cuerpo.
4. Porque nuestra intercesión les ayuda
Enterrar a los difuntos hoy en día, para muchos puede parecer incómodo, poco práctico, costoso y por sobre todo comprometedor, pues el hecho de dejar a un familiar en una tumba automáticamente nos compromete a visitar y cuidar de ese lugar. En cambio, mucho más sencillo es tener una ánfora con las cenizas en algún lugar de la casa o mejor aún, lanzar las cenizas al mar, a una montaña y así, simplemente conformarse con “recordarle” de forma abstracta sin la necesidad de tener que visitar un lugar en particular. Nosotros visitamos las tumbas de nuestros fallecidos no solo por compromiso, sino como una forma de oración y sobre todo intercesión por su alma, la cual creemos que está purificándose en el purgatorio. A estas oraciones les llamamos “sufragios”.
El mayor de los sufragios que podemos ofrecer por los difuntos es en una Eucaristía, haciendo oración por su descanso eterno. Por eso, no escatimes y cada vez que vayas a Misa anota a tus difuntos; no sólo les estás recordando, sino que con tu oración, les estar ayudando a purificar su alma.
5. Y, ¿cuál es la forma adecuada de hacerlo
Desde el Concilio Vaticano II se ha invitado a revisar con especial cuidado el rito de funerales, para que «estos expresaran más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana, y que se incluyera una Misa especial al rito para funeral de los niños». De esta forma se establecen claramente tres momentos: la vigilia por el difunto, la liturgia funeral y el rito de despedida de los restos.
Respecto a la vigilia por el difunto, es un tiempo sumamente importante, pues es momento de sopesar la realidad, acompañar a la familia, animarles en el dolor y ayudarles a vivir el duelo en paz y acompañados. Se recomienda mantenerse orando constantemente mientras un difunto es velado, ya sea rezando la Liturgia de las Horas, el santo rosario o alguna otra piedad. No se trata solo de una despedida y ofrecer el pésame a los deudos, sino que de orar por el descanso de ese difunto.
La liturgia funeral en lo ideal debe celebrarse con una Eucaristía, es decir, una misa de funeral, aunque la mayoría de las veces esto queda a criterio de la familia y del celebrante conforme al contexto. Por lo tanto en ocasiones, se puede ofrecer esta liturgia sin Misa, aunque se invita a que posteriormente se celebre una en memoria del difunto.
El rito de despedida de los restos, con el que concluyen los ritos funerales, es el momento en donde se toma el cuerpo del difunto y es depositado en su tumba o sepultura. Siempre que sea posible, el rito de despedida deberá ser celebrado en el lugar del descanso final de los restos; es decir, debe hacerse al lado de la fosa abierta, el nicho o sitio del entierro.
La llegada de la comunidad global introduce la temporada del regreso de Jesús. Cuando Jesús nos da estas señales de Su Segunda Venida, nos enseña cómo debemos vivir en esta época.
Comienza enseñando la parábola de la higuera, en la que enfatiza que sus seguidores deben saber cuándo han entrado en el tiempo de su regreso. Es obvio y claro que espera que seamos conscientes de que ha comenzado la temporada.
La siguiente parábola nos instruye que debemos estar alertas y vigilantes, esperando que Él venga de nuevo y no ser como aquellos que no lo sabían como en los días de Noé. La tercera parábola nos enseña la diferencia entre el siervo sabio y fiel y el siervo malvado en la casa del Maestro.
La cuarta parábola contrasta entre las vírgenes prudentes y las vírgenes insensatas en las que serán recibidas en su banquete de bodas de las que serán excluidas. La última parábola nos inspira en cuanto a cómo debemos usar los recursos que Dios nos ha dado para preparar el camino para nuestro próximo libertador.
Jesús luego completa sus enseñanzas proféticas con su juicio sobre las naciones. Los divide en naciones de ovejas y cabras. Los que han obedecido su mandato de ministrar a los más pequeños, contrastan con las naciones que no han ayudado a los necesitados. Este juicio también está ligado a si la nación ha bendecido o maldecido a Israel.
Todas estas palabras proféticas las recogeremos en profundidad sobre cómo debemos vivir en esta temporada del regreso de Jesús, para preparar el camino para que venga nuestro Rey. Como dice el antiguo himno,
¡Oh, el Rey viene! El Rey viene. Acabo de escuchar el sonido de las trompetas. Y ahora veo Su rostro. Oh, el Rey viene. El Rey viene. Alabado sea Dios, Él viene por mí.