¿Qué es la fe?, seguro te lo has preguntado en algún momento de la vida, y seguro también alguien más te lo tiene que haber preguntado. Siendo católicos es obvio que sabemos y tenemos claro lo que es la fe. ¿No es cierto?,¿seguros?
Hace pocos días escuché a un sacerdote amigo hacer la misma pregunta. Con una candidez pero a la vez con una intención entre líneas, la de educar un corazón ardoroso de amor, el padre Esteban, nos miraba con ojos traviesos y una y otra vez preguntaba: ¿qué es la fe?
1. La fe es un don
«La fe es un don», contestaba alguno. «La fe es la certeza de la existencia de de Dios», contestaba otro. «La fe es la forma en cómo vivo mi vida». «La fe es creer en un ser superior» (siempre me sorprende escuchar a un cristiano dar esta definición). «La fe es estar seguro de que todo lo que me pasa es por algo». «La fe es creer en lo que no se ve, el resultado de esa fe es llegar a ver lo que crees» (seguro leyó a San Agustín).
En fin, los minutos pasaban, el Padre sonreía y nos seguía mirando con picardía. Algunos se ponían nerviosos, otros incluso enojados. Qué difícil es aceptar que no lo sabemos todo, o que lo que sabemos está equivocado o lo sabemos a medias. Si nuestro corazón pudiera estar abierto siempre a recibir las verdades de Dios…
El padre Esteban nos puso en duda un momento. Como buen pastor que guía a su rebaño, con paciencia, nos hizo volver a aquella fuente donde el cristiano siempre debería volver para aprender, formarse y despejar dudas sobre las verdades de fe que la Iglesia profesa: El catecismo de la Iglesia católica. Increíble que tengamos un documento tan extenso y detallado como el Catecismo y no sea el primer lugar donde consultemos en el momento de la duda.
2. El deseo de Dios
Volviendo a la fe. ¿Qué nos dice el catecismo? Empieza primero explicándonos, entre otras cosas, que el hombre es capaz de Dios. Que lo religioso es algo natural en el hombre, producto de un deseo impreso en el corazón del hombre por su mismo creador.
«El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: (CIC 27)»
En este sentido la fe, que siempre relacionamos con don, efectivamente lo es. Es un regalo de Dios impreso en el corazón del hombre al siempre llama incansablemente. Pero ahí no queda todo. La fe es también acción del hombre. Ese deseo de Dios, necesita una respuesta libre por parte del hombre:
«Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La sagrada Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rm 1,5; 16,26), (CIC 143)».
3. La fe es respuesta
Es pues la fe una respuesta libre del hombre hacia Dios. No solo se trata de creer en Dios sino de responderle. Cuando le pedimos a Dios que aumente nuestra fe (pedido que necesitamos hacer constantemente), le estamos pidiendo que agrande esa capacidad de respuesta. Que nos permita responder con mayor generosidad y libertad a ese llamado que Dios nos hace.
La fe no se trata de una creencia estática. Es una respuesta activa. No se trata de decir «creo en Dios» y me quedo sentado esperando que la vida pase. Si pasan las cosas que pasan, «seguro pasarán por algo». ¡No! Yo tengo acción en la fe. Necesito responder activamente a Dios. Dios me llama de una manera particular, no me dice simplemente que crea en Él, me dice: «Ven y sígueme». Y Nuestra Madre nos lo recuerda: «Id y haced lo que Él os pida».
No son días de celebrar muertos, gente que “ha dejado de existir” como algunos dicen por ahí, sino de recordar con esperanza a todos aquellos santos que están en la presencia del Señor, que han llevado una vida ejemplar y fueron examinados minuciosamente por la Iglesia para ser considerados como tales. También es día de recordar a aquellos fieles, cristianos de a pie, comunes y corrientes, que con sus virtudes y limitaciones, habiendo fallecido esperan alcanzar la gloria eterna junto al Señor.
Hoy recordamos a los segundos, los “fieles difuntos”, y ofrecemos una oración por el descanso eterno de su alma. La Iglesia nos invita a no olvidarlos, a visitar los cementerios y a orar por su alma. Pero, ¿por qué hemos enterrado a nuestros difuntos? ¿De dónde proviene esta costumbre? Seguro que nos parece un poco descabellado para nuestras cultura occidental actual, pero me imagino que has visto documentales y películas en donde vemos antiguos pueblos que tienen otro tipo de “trato” con sus difuntos. Los momifican, los queman en hogueras, los envían al mar sobre balsas, los embalsaman, los guardan dentro de envases herméticos con sus pertenencias y así, según la cultura, se les rinde un último homenaje a los difuntos. Nosotros enterramos a nuestros difuntos y de hecho, en la mayoría de nuestros países no solo se trata de algo propio del culto religioso, sino que es parte de las políticas sanitaras.
Vamos a profundizar en esto que muchos vemos como algo natural y parte de la cultura, para mirar el trasfondo espiritual detrás del enterrar a los muertos.
1. Porque es una obra de misericordia
De hecho, es la última de la lista de las obras de misericordia corporales, y con razón, pues las seis anteriores hablan respecto del cuidado caritativo del sufriente, pero cuando su vida termina, se nos invita a darle un trato digno, cuidadoso, sin juzgar la vida y los méritos del fallecido, sino como un acto de amor al prójimo.
José de Arimatea, ese seguidor de Jesús que aparece cuando este es bajado de la Cruz, aunque improvisa y organiza apresuradamente, se preocupa de darle un trato digno al cuerpo de su Señor y no escatima en cuidados, dentro de la posibilidad de sus recursos y de la clandestinidad que los agobiaba, para obrar como todo cristiano lo haría. Por eso la importancia de un trato solemne, respetuoso; por eso le velamos y acompañamos, porque aquel que ha fallecido, aunque no lo haya vivido a consciencia, es una creatura de Dios, templo del Espíritu Santo, y merece dignidad y caridad.
2. Porque creemos en la Resurrección
De hecho, los cristianos primitivos construyeron cementerios antes que templos. Los campos santos, antes llamados “necrópolis” (ciudad de los muertos) pasaron a llamarse cementerios (dormitorio, del griego koimeterion). Tanto es así, que nuestra fe en la Resurrección dio a luz un nuevo verbo latino: «depositar». Frente al rito pagano en el que se hacía «donación» del cadáver a la madre tierra, el rito cristiano subraya que el cuerpo es «depositado» en la tierra, en espera de la Resurrección. La «depositio» era una evocación de la promesa de Cristo de recuperar el cuerpo enterrado.
Si en nuestra fe no existiera la Resurrección, entonces podríamos hablar de los “restos mortales” de un individuo, pero no es así, pues no se trata solo de un envase biológico que queda como desperdicio y que debe ser desechado de forma limpia y respetuosa, sino que ese cuerpo, que descansa en paz, ha de ser resucitado en el último día.
3. El Señor resucitará nuestro cuerpo
Aunque Dios en su omnipotencia es capaz de resucitar el cuerpo de un difunto aun cuando este haya sido reducido a cenizas luego de la cremación, la Iglesia nos invita a que, en la medida de lo posible, demos sepultura al cuerpo sin alterarlo. Aunque desde hace algunos años está permitida la cremación, sigue siendo “fervorosamente recomendado” que se opte por el entierro, pues es la forma más adecuada a nuestra fe en la resurrección de los muertos. Nuestro cuerpo no es solo una envoltura que nos acompaña durante nuestra vida terrena, más bien existe una unidad entre cuerpo y alma, que justamente nos permite santificarnos y vivir conforme a la voluntad de Dios, pero al mismo tiempo esa unidad es la que será resucitada en su máxima dignidad el día de la segunda venida de nuestro Señor. Nuestra fe en la resurrección está fundada en la resurrección del mismo Jesús, que resucitó no solo en alma, sino también en cuerpo.
4. Porque nuestra intercesión les ayuda
Enterrar a los difuntos hoy en día, para muchos puede parecer incómodo, poco práctico, costoso y por sobre todo comprometedor, pues el hecho de dejar a un familiar en una tumba automáticamente nos compromete a visitar y cuidar de ese lugar. En cambio, mucho más sencillo es tener una ánfora con las cenizas en algún lugar de la casa o mejor aún, lanzar las cenizas al mar, a una montaña y así, simplemente conformarse con “recordarle” de forma abstracta sin la necesidad de tener que visitar un lugar en particular. Nosotros visitamos las tumbas de nuestros fallecidos no solo por compromiso, sino como una forma de oración y sobre todo intercesión por su alma, la cual creemos que está purificándose en el purgatorio. A estas oraciones les llamamos “sufragios”.
El mayor de los sufragios que podemos ofrecer por los difuntos es en una Eucaristía, haciendo oración por su descanso eterno. Por eso, no escatimes y cada vez que vayas a Misa anota a tus difuntos; no sólo les estás recordando, sino que con tu oración, les estar ayudando a purificar su alma.
5. Y, ¿cuál es la forma adecuada de hacerlo
Desde el Concilio Vaticano II se ha invitado a revisar con especial cuidado el rito de funerales, para que «estos expresaran más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana, y que se incluyera una Misa especial al rito para funeral de los niños». De esta forma se establecen claramente tres momentos: la vigilia por el difunto, la liturgia funeral y el rito de despedida de los restos.
Respecto a la vigilia por el difunto, es un tiempo sumamente importante, pues es momento de sopesar la realidad, acompañar a la familia, animarles en el dolor y ayudarles a vivir el duelo en paz y acompañados. Se recomienda mantenerse orando constantemente mientras un difunto es velado, ya sea rezando la Liturgia de las Horas, el santo rosario o alguna otra piedad. No se trata solo de una despedida y ofrecer el pésame a los deudos, sino que de orar por el descanso de ese difunto.
La liturgia funeral en lo ideal debe celebrarse con una Eucaristía, es decir, una misa de funeral, aunque la mayoría de las veces esto queda a criterio de la familia y del celebrante conforme al contexto. Por lo tanto en ocasiones, se puede ofrecer esta liturgia sin Misa, aunque se invita a que posteriormente se celebre una en memoria del difunto.
El rito de despedida de los restos, con el que concluyen los ritos funerales, es el momento en donde se toma el cuerpo del difunto y es depositado en su tumba o sepultura. Siempre que sea posible, el rito de despedida deberá ser celebrado en el lugar del descanso final de los restos; es decir, debe hacerse al lado de la fosa abierta, el nicho o sitio del entierro.
La llegada de la comunidad global introduce la temporada del regreso de Jesús. Cuando Jesús nos da estas señales de Su Segunda Venida, nos enseña cómo debemos vivir en esta época.
Comienza enseñando la parábola de la higuera, en la que enfatiza que sus seguidores deben saber cuándo han entrado en el tiempo de su regreso. Es obvio y claro que espera que seamos conscientes de que ha comenzado la temporada.
La siguiente parábola nos instruye que debemos estar alertas y vigilantes, esperando que Él venga de nuevo y no ser como aquellos que no lo sabían como en los días de Noé. La tercera parábola nos enseña la diferencia entre el siervo sabio y fiel y el siervo malvado en la casa del Maestro.
La cuarta parábola contrasta entre las vírgenes prudentes y las vírgenes insensatas en las que serán recibidas en su banquete de bodas de las que serán excluidas. La última parábola nos inspira en cuanto a cómo debemos usar los recursos que Dios nos ha dado para preparar el camino para nuestro próximo libertador.
Jesús luego completa sus enseñanzas proféticas con su juicio sobre las naciones. Los divide en naciones de ovejas y cabras. Los que han obedecido su mandato de ministrar a los más pequeños, contrastan con las naciones que no han ayudado a los necesitados. Este juicio también está ligado a si la nación ha bendecido o maldecido a Israel.
Todas estas palabras proféticas las recogeremos en profundidad sobre cómo debemos vivir en esta temporada del regreso de Jesús, para preparar el camino para que venga nuestro Rey. Como dice el antiguo himno,
¡Oh, el Rey viene! El Rey viene. Acabo de escuchar el sonido de las trompetas. Y ahora veo Su rostro. Oh, el Rey viene. El Rey viene. Alabado sea Dios, Él viene por mí.
Junto con la Eucaristía, el sacramento de la reconciliación es el único que podemos recibir múltiples veces en nuestra vida. Hay algunos que solo recibimos una sola vez —como el bautismo o la confirmación—, y hay algunos que quizás no llegamos a recibir.
Por ejemplo, una mujer no recibirá el sacramento del Orden Sagrado, quizás no tengamos la suerte de morir habiendo recibido antes la Unción de los Enfermos o solo recibiremos el del Matrimonio si es nuestra vocación.
En esta oportunidad quiero hablarte de este sacramento, la Confesión. ¿Cómo agradecemos el don de poder acudir a Él, cada vez que nos haga falta? ¿Y cómo salimos de ese encuentro?
Quizás la confesión se ha convertido en eso que tienes que hacer para «poder comulgar», tal vez eres el padrino en una boda, o eres tú quien se casará y entonces te «toca» confesarte. O lo haces una vez al año por ser Pascua, o porque se ha convertido en regla de cada semana y es un punto más de tu check list.
En ambos casos —tanto si no acudes con frecuencia como si lo haces periódicamente—, puede tornarse algo difícil de hacer. Por eso, quiero compartirte algunas reflexiones que podrían ayudarte a confesarte de una manera distinta. ¡De una manera nueva!
1. Mirarle y dejarse mirar por Él
«Pedro sabe que él es conocido tanto en su amor como en su traición: Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo (Jn 21:17». Esta expresión de Pedro, desde su humildad, arrepentimiento y cariño, es una de mis favoritas del Evangelio.
Siempre la leí pensando que Pedro, al decir «Tú lo sabes todo», hacía énfasis en el amor que le tenía a su Maestro, como diciéndole «ya sabes que te quiero, porque lo sabes todo».
Desde hace un tiempo, empecé a ver esta escena de otra manera. Pedro, más bien, al decirlo «todo», creo que no hace tanta referencia a su amor, como a sus miserias.
En el «todo» del apóstol, yo leo: «Señor: Tú conoces lo que los demás apóstoles no conocen, Tú me viste cuando te negué. Tú sabes que tuve miedo de la acusación de una anciana, y te abandoné. No hay nada que pueda esconderte, porque ya lo sabes todo».
Pero, inmediatamente al «lo sabes todo», añade: «sabes que te quiero». Y en esta segunda parte, puedo leer: «Sí, Señor, sabes lo que yo quisiera esconder, lo que me avergüenza, lo que me duele haber hecho… pero sabes que lloré, sabes que daría todo lo que puedo dar por cambiar el «no» que te di por un «sí», sabes que, aunque te quiero mal… te quiero».
Luego de que Pedro negara tres veces a Jesús, se encontró con su mirada. Fue el encuentro con la mirada divina el que le ayudó a darse cuenta de sus faltas, pero también fue el momento que le permitió llorarlas. La primera mirada, le ayudó a arrepentirse.
Luego de encontrarse con el Señor resucitado, y decirle esta hermosa frase sobre la cual hemos reflexionado, vuelve a encontrarse con la mirada de Cristo. Esta segunda mirada, le ayuda a dejar las lágrimas, le habla de misericordia, le habla de amor, de perdón, y le deja una misión.
Consejos prácticos para mirarle, y dejar que Él te mire:
— Al preparar el examen de conciencia, no lo hagas como si fuera un test donde hay que marcar «sí» o «no». Mira a los ojos a Cristo y pregúntale: «En este punto, ¿pude haberte amado más?», «¿miré a otro lado, cuando me llamabas?», «¿por qué lo hice?».
— Los días previos a la confesión, trata más intensamente al Espíritu Santo, para que ponga un poco de luz sobre tu conciencia. Pídele que te haga más sensible a su voz, para ver aquellas faltas que a veces, nos pasan desapercibidas.
No en en el sentido de «hacer una confesión perfecta» y «decir todo lo que hice», sino con el espíritu de ver las pequeñas manchas a las que nos acostumbramos, que hacen de antesala a errores más grandes.
— Los dos primeros consejos te pueden ayudar a tener conocimiento suficiente de ti y tus faltas. Pero no olvides buscar conocerle a Él, meditar en todas las veces en las que perdonó a los pecadores, curó a los enfermos y le permitió ver a los ciegos.
Haz oración, contempla estas escenas, y escucha lo que Él tiene para decirte. Incluso, cuando hagas el examen de conciencia, pregúntale: «de todos mis pecados, ¿cuál fue el que más te dolió?».
2. Abrazarse a Cristo
¿Sabes qué me parece curioso? Que en la materia del sacramento de la Confesión están los propios pecados del penitente y su corazón contrito, que los aborrece: de las miserias, Dios hace algo santo.
Cuanto más tardamos en confesarnos, más difícil se hace volver. Parece que hemos acumulado tanto polvo… y nos olvidamos de que es precisamente ese polvo el que Dios nos pide que le entreguemos, para convertirlo en algo hermoso.
Otras veces, también cuesta ir al sacramento cuando lo hacemos con regularidad. Casi se transforma en una lista de tareas, algo que toca hacer, porque nos lo propusimos y «debemos» cumplirlo.
Pero se nos olvida que la confesión es la oportunidad de encontrarnos con la única persona con la que vale la pena encontrarnos, porque nacimos, precisamente, para ese encuentro.
Te recomendé que, antes de volver a la confesión, mires a Cristo. Ahora, acércate a Él. Párate junto a su cruz. ¿Ves que inclina la cabeza? Quiere escucharte. ¡Háblale! ¿Ves que tiene los brazos abiertos? ¡Abrázale!
Mientras quieras hablarle, Él te escuchará. Mientras le abraces, no te alejarás. Si no te alejas, no le perderás. ¿Y el polvo, acumulado del camino? ¡Él lo limpiará!
Consejos prácticos para no dejar de hablar con Él
— Lo que más te cuesta confesar, dilo primero. Habrás vencido a la vergüenza, y al demonio que te tienta para que lo escondas.
— Sé claro, concreto y conciso: evita dar mil vueltas o justificarte, contando al sacerdote toda la historia de tu vida, cuando no tiene que ver con los pecados de los que te acusas.
— El sacerdote te dará algunos consejos, ¡no temas preguntarle si algo no te queda claro! Y toma estas recomendaciones por lo que son: venidas del mismo Dios.
3. Después de la confesión: ¡no sueltes su mano!
A todos nos ha pasado —y más de una vez— que, al salir del confesionario, casi podemos sentir el peso de la aureola que nos imaginamos encima de nuestra cabeza. ¡Y también el golpe de ella, cuando se nos cae encima, apenas volvemos a caer en lo que acabamos de confesar!
Es natural, pero más natural es el deseo de parecernos más a Cristo, porque para eso hemos nacido. ¿Cómo lograrlo? Solo intentando y recomenzando, rectificando la intención y enmendando. ¡Tranquilo, no te sientas abrumado, porque es una tarea para toda la vida!
Pero una manera de al menos, evitar en lo posible la caída, es no soltar su mano. Los niños, cuando aprenden a caminar, toman la mano de sus padres. Y si tropiezan, no caen del todo, porque estaban sujetos. ¡Él hace lo mismo con nosotros!
Consejos prácticos para permanecer junto a Él
— ¡Sé agradecido! Luego de cumplir tu penitencia, quizás quieras dirigir unas palabras de gratitud al Señor. Reconocerte agradecido también te ayudará a asimilar cada vez más, el don que has recibido. La gratitud nos une a Dios.
— Toma nota de los consejos del sacerdote (no hace falta que anotes mientras hablas con él, puedes hacerlo al salir del confesionario). ¡Así no los olvidas! Podrás luego llevarlos a la oración, meditar en ellos, ver cómo aplicarlos en tu vida y lucha espiritual, junto a Él.
— No hace falta que te hagas muchos propósitos, con tal de fijarte uno, para corregir el defecto que más te cuesta vencer, adelantarás mucho en vida interior. Hazlo con humildad, sabiendo que es Él el que te conducirá.
Espero que encuentres en estos puntos de reflexión y en estos consejos, una guía para acudir a la confesión cada vez con más cariño, más consciente de la inmensa gracia que recibes en ella.
“Como joven de origen ateo, he vivido durante años siendo parte de un relato anticlerical que no se fundamentaba en ningún tipo de argumento demostrable, sino en auténticas generalidades llenas de odio y desconocimiento”. Es parte del testimonio de Marcos Martínez, un joven de 23 años que estudia Periodismo y que empezó a descubrir a Dios haciendo el Camino de Santiago, pero sobre todo haciendo el retiro Efetá, donde “jamás me había sentido tan querido, tan arropado, ni tan perdonado”. Y el hecho es que a pesar de haber nacido en una familia en la que se le han inculcado valores, no le han transmitido la fe. Marcos comparte cómo vivió su proceso de conversión y también cómo ha sido la toma de ciertas decisiones como la de recibir la Primera Comunión y la Confirmación.
– ¿Recuerdas la primera vez que te hablaron de Jesús siendo ya adulto?
– Sí, la recuerdo. Una muy buena amiga mía de la familia y educación católica me habló de Él. Recuerdo como se le iluminaba la cara al hacerlo, como me impactó esa alegría que yo, en aquel momento, no tenía. Desde entonces mi curiosidad por ese tal Jesús creció y, poco a poco sin darme cuenta, fui acercándome más a Él hasta lo que yo considero la fecha de mi conversión.
Desde entonces, soy exageradamente consciente de la importancia de nuestro ejemplo en los demás. Si no hubiera sido por ella, yo hoy no conocería a Jesús. Entendió cuál fue su misión, dejándose hacer por el Señor y acercándome a Él con su testimonio de amor.
– ¿Cómo fue tu encuentro con Cristo? ¿Qué es lo que más recuerdas de ese momento?
– Mi encuentro personal con Él fue en Effetá, un retiro espiritual dirigido a jóvenes, en marzo de 2020, justo una semana antes del confinamiento total.
» Ya en diciembre de 2018, haciendo el Camino de Santiago, sentí esa primera llamada. Dios sembró en mí el don de la fe, que me permitió entender que había un Dios que existía. Pero no fue hasta marzo en Effetá que entendí que no solo existía, sino que me amaba profundamente. En una de las actividades del retiro, a través de los demás, sentí una sensación muy difícil de explicar que solo los que hayan pasado por ella entenderán. Una paz inmensa me invadió, notando el abrazo de ese Dios con el que finalmente me había encontrado. Jamás me había sentido tan querido, tan arropado, ni tan perdonado. Fue lo que considero la fecha oficial de mi conversión, de mi encuentro frente a frente con Cristo crucificado por mí.
– ¿Cómo vivías el hecho de que tu familia no fuera creyente y tú hubieras tenido esta experiencia?
– Al principio fue muy difícil. Esto no va de votar a otro partido político, o de ser de un equipo de fútbol distinto, esto es una manera distinta de ver la vida, de entender su origen, su sentido, su destino, y eso trasciende mucho más que las cosas del mundo y, por tanto, crea más incertidumbre para los que te rodean.
» Aunque mis padres tienen una forma de ver la vida muy cercana a la de la Iglesia, con una moral bien definida que huye del relativismo actual, no terminan de entender cómo en Cristo he podido encontrar la respuesta a las preguntas de mi vida que durante un tiempo tanta paz me quitaron. Aun así, si algo han demostrado mis padres es su amor hacia mí, en multitud de gestos que evidencian que mientras yo sea feliz, ellos son felices, y allí está Dios; en el amor de unos padres muy alejados de Él, capaces de renunciar a sus creencias, o mejor dicho a su falta de ellas, por un único motivo: la felicidad de su hijo.
– ¿Cómo ha sido el proceso hasta ahora? ¿Qué personas te han acompañado?
– Muy gratificante. El Señor no ha parado de regalarme momentos y personas espectaculares en mi vida. Desde la formación, he podido seguir creciendo espiritualmente. De hecho, yo diría que este es el secreto: las ganas de seguir conociendo a Dios a través de la formación y de los sacramentos.
» Mis padres serían unas de las personas que más me han acompañado. Aunque como comenté anteriormente no son católicos y al principio les costó aceptarlo, sería injusto no decir que a día de hoy me acompañan sin fisuras en mi crecimiento espiritual. A través de su ejemplo como padres experimento a diario el amor del Padre y espero que ellos también a través de mí.
» También mis amigos de toda la vida, muy alejados de Dios, entendieron desde el principio mi conversión. Me atrevería a decir que a ninguno de ellos le sorprendió, teniendo en cuenta que desde siempre he sido alguien con muchas inquietudes espirituales que compartía con ellos. Ellos me acompañan a través de su aceptación y su falta de juicio.
» Y por último mi comunidad. En ella es donde más logro reconocerme como hijo de Dios, acompañado de mis nuevos amigos y de mi director espiritual, esenciales para mí en este momento de mi vida. Su testimonio de vida cristiana me ayuda a seguir a Dios, siempre acompañado.
– Hay adultos que no se han confirmado siendo adolescentes, y solo se preocupan cuando tienen que casarse… ¿Qué te ha llevado a tomar la decisión de confirmarte en este momento?
– Confiar en Dios. A través de la confianza en Él uno entiende lo que significan ciertos sacramentos y logra vivirlos con pasión. Recibir los dones del Espíritu Santo a través de la confirmación y cerrar mi proceso bautismal fue lo que me motivó a dar el paso. Hoy en día, desgraciadamente, está muy de moda vivir la fe “a nuestra medida”, crearnos un ambiente cómodo que vaya más a la par con el mundo, por lo que muchos parecen prescindir de la confirmación. Como bien indica su nombre, a mí me parece una oportunidad increíble para darle de nuevo otro sí enorme al Señor.
– ¿Qué ha supuesto todo este tiempo de preparación para el sacramento?
– La verdad que lo he disfrutado muchísimo. Tengo la suerte de ser una persona interesada en conocer, y la catequesis me ha ofrecido información sobre temas que creía conocer y no conocía. Al ser sesiones con otros adultos, incluso con un gran amigo mío con el que siempre mantengo charlas muy intensas, se daban debates y conversaciones muy enriquecedoras, en las que se hacía patente el motivo por el que todos y cada uno de nosotros estaba allí: queríamos empaparnos de la Palabra de Dios y de su inmenso amor.
– Ante este paso, ¿cómo lo vivió tu entorno?
– Desde mi conversión no he parado. Gracias al don de la fe que se pide, y a mi interés por conocerle, que viene regalado y no crea ningún tipo de esfuerzo, ya decidí hace un año hacer mi primera comunión, por lo que mi ambiente no católico está más que familiarizado con este tipo de decisiones. Como dije anteriormente, ellos me apoyan activamente, y el que no lo hace, como mínimo me respeta y con eso para mí es más que suficiente.
– ¿Cómo viviste la celebración? ¿Qué fue lo que más te ayudó?
– Obviamente fue un día muy especial. Conseguí olvidarme de toda la preparación, algo no muy común en mí, y centrarme en la ceremonia y en recibir el sacramento.
» Si tuviera que decir la cosa que más me ayudó diría la compañía de mi familia y de mi comunidad, en especial la de mi padrino. Él es a día de hoy uno de mis mejores amigos, un chico de familia católica con una relación con Jesús envidiable. Su acompañamiento tanto como amigo como padrino sigue siendo a día de hoy inmejorable, y ese día se centró única y exclusivamente en mí, algo muy típico de él pero que a día de hoy sigue sorprendiéndome. Es una de las personas más serviciales que he conocido en su casa, en su relación de noviazgo y con todas y cada una de sus amistades.
– Y, ¿qué es lo que más te ha sorprendido en este conocer más a Cristo y a la Iglesia?
– Lo que más me ha sorprendido es la cantidad de desinformación que la sociedad vierte sobre ellos, en especial sobre la Iglesia. Como joven de origen ateo, he vivido durante años siendo parte de un relato anticlerical que no se fundamentaba en ningún tipo de argumento demostrable, sino en auténticas generalidades llenas de odio y desconocimiento. Las catequesis para la preparación de mi primera comunión y de mi confirmación, y la experiencia personal de mi relación cercana con la Iglesia, han hecho darme cuenta de lo muy equivocada que la sociedad está, y de lo mucho que desconoce la realidad de la Iglesia. Para ello, es importante no solo construir una sociedad con más criterio que la existente, sino que la Iglesia aprenda a “salir ahí fuera” y mostrar aún más si cabe todo lo bueno que tiene y hace. Aunque es algo complicado, porque no está llamada a publicitarse, es necesario encontrar la manera de trasladar lo mucho que la Iglesia hace a la opinión pública. Eso frenará en parte la ola anticlerical fundamentada en el desconocimiento y acercará a muchos curiosos que vean en la Iglesia un ejemplo de Bien, y de Verdad.
– ¿Cómo crees que va a cambiar tu vida a partir de ahora?
– Conocer a Dios te hace ver muchas cosas… entre ellas, te hace ver los muchos desórdenes que tienes en tu vida, que no son fruto más que de un deseo irrefrenable por Él, pero muy mal enfocado al no conocerle y comprar lo que la sociedad te vende. Por ello, mi vida sigue en un cambio permanente que exige renuncias de una vida anterior volcada al «placer por placer», pero que se dan ejerciendo la verdadera libertad de tender al Bien.
» Jesús, como a todo católico, me ha llamado a evangelizar, a hacer lío como dice el Papa Francisco, en especial a los más jóvenes alejados de su amor que buscan en lo más superficial del mundo la felicidad que sólo Dios puede ofrecer. Ese creo que ahora va a ser mi papel, junto a una comunidad estupenda como es la de Regnum Christi en Barcelona, centrada en ser apóstoles de Dios para anunciar su Palabra a los que más lo necesiten y acompañar a los recién llegados a la Iglesia.
– Como joven, ¿cómo crees que debe ser la relación con Jesús?
– Así como la relación con un amigo, o con un hermano, o con un padre, la relación debe ser fluida. Por tanto, para mí lo más importante es algo tan sencillo como la oración permanente y sincera con Él. Aunque aparentemente suene sencillo, no lo es. Abrir nuestro corazón en la oración hasta que duela, con pelos y señales, con todo tipo de detalles, sobre todo los que te cuesta que retumben en tu cabeza al pensarlos, eso, que Cristo ya sabe, es lo que busca que dejes en sus manos y que le expongas en la oración. Solo ese encuentro personal con Él nos hará crecer en la Fe y nos hará mantener viva nuestra relación con Dios.