Debo tener cuidado con lo que deseo, con lo que pido, con lo que ofrezco. Porque luego la vida me puede pasar factura. Y lo que deseo se puede convertir en una obsesión o acabar quitándome esa paz que pensaba conseguir poseyendo lo deseado. Los deseos no son malos ni buenos.
Como leía el otro día: «El deseo, como cualquier otra realidad, se presenta de un modo ambiguo; ciertamente, puede conducir al mal, pero ello no impide que se presente originariamente como deseo de un bien».
Deseo algo que me parece un bien. Sueño con ello. Me proyecto queriendo que ya sea una realidad en mi vida.
Los deseos brotan en el corazón continuamente y mueven mi voluntad. El deseo de lograr una vida mejor y ser más feliz. El deseo legítimo de satisfacer mis ansias. Ese deseo me mueve por dentro. Quiero poseer lo que aún no es mío. ¿A qué precio?
No sigo todos mis deseos. Miro en mi corazón, en lo más hondo. ¿Qué es lo que más deseo? ¿Qué le pido a Dios cada mañana?
En mis peticiones se encierran deseos a veces inconfesables. Mis intenciones aparentemente puras no siempre lo son. Los deseos insatisfechos. Las heridas que me llevan a desear lo que no he elegido. Esos deseos que pueden apartarme del camino marcado.
¿Cómo distingo con precisión lo que me conviene? Rara vez sé lo que de verdad me conviene.
Escucho en mi alma a ver qué grito por dentro. ¿Hará caso Dios a mis súplicas? Esas súplicas expresadas o esas otras calladas. Súplicas que se elevan como el incienso buscando la paz de Dios. Tengo cuidado con lo que deseo.
Una vida con paz no siempre es una vida feliz. Una vida feliz no está exenta de renuncias y sacrificios.
Lo que me conviene es lo que me hará feliz a la larga y moldeará mi corazón a imagen del corazón de Jesús. Sus mismos sentimientos, sus mismos deseos. Desde que avanzo en años asumo que no todos mis deseos son legítimos ni me llevarán a una vida lograda.
Pero otros sí, los reconozco, los elevo en forma de súplica a los pies de Dios. Él hará posible lo que a mí me parece lejano e imposible. El amor de Dios quiere mi bien, lo mejor para mi vida. El alma se calma.
En momentos de éxtasis puedo ofrecerle a Dios entregárselo todo. Cuidado, pienso en silencio. Dios puede aceptar mi entrega.
Es fácil ofrecer la vida entera cuando sólo tengo ante mis ojos las siguientes horas. Pero luego la vida es muy larga. Cuidado con lo que ofrezco. No quiero ofrecer más de lo que luego podré dar. No quiero encadenarme atado a mis ofrecimientos incumplidos. Y no me hace bien pretender darlo todo mientras con la otra mano me guardo lo importante.
Tengo en mi alma bolas de oro que no estoy dispuesto a soltar. Se lo he dicho a Dios ya muchas veces, para que lo sepa. Ya lo sabe. Y por eso he dejado de prometer lo que no está en mi mano dar.
Sólo puedo decirle que lo amo ahora y le entrego todo en este momento preciso. Lo demás será don de Dios, no fruto de mi esfuerzo. Es verdad que me apasiono y, como cualquier enamorado, digo barbaridades. Prometo lo imposible. Y sueño con lo inalcanzable.
Y Dios me mira conmovido, esa mirada la he visto muchas veces. No hay desilusión en su forma de mirarme. Sólo ternura porque sabe que mi voz expresa lo que deseo, aunque luego no esté a mi alcance.
Por eso hago mías las palabras del Cardenal Sarah: «Cuando estés en silencio después de recibir la Sagrada Comunión, no pienses mucho ni ofrezcas muchas oraciones al Señor. En cambio, quédate ahí, en presencia de Jesús y dile: Jesús mío, ¿Quién soy yo para que estés aquí en mí? Y en tu intimidad maravíllate y admira».
Tengo cuidado con lo que le ofrezco a Dios. Le doy mi vida, eso sí, pero con sus límites. Soy consciente de mi pobreza, de la textura de mis sueños y deseos. Conozco todas mis incoherencias e incapacidades. Pero Dios me escucha y me acompaña.
Hoy he rezado en el salmo: «Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco».
Dios me escucha porque quiere hacer posible lo imposible en mi vida. Quiere que tenga paz en el alma y no se borre nunca la sonrisa de mis labios.
Me gusta ese Dios que no se deja engañar por la grandilocuencia de mis oraciones. Sabe cómo soy en lo más hondo y no se conmueve cada vez que le entrego todo. Conoce mis torpezas y sabe de mis reticencias.
Aún así no me canso de soñar, de esperar, de desear incluso lo que no me conviene. Y Dios irá haciendo mi vida a su medida, aunque me duela muy dentro.
Por eso no dejo de desear para que no me pase lo que leía el otro día: «Nuestros deseos nos pueden desviar, no porque exijamos demasiado, sino porque nos contentemos con demasiado poco, con satisfacciones modestas».
Tengo deseos tan del mundo que no aspiro a mucho en esta vida. Me conformo con demasiado poco y así se me escapan la vida y los sueños entre los dedos. Quiero reconocer mi pobreza y soñar con las alturas, donde el alma encontrará la luz.
¿Qué es lo que ustedes más quieren para sus vidas? ¿Qué es lo que más desean? Piensen un rato… no se apuren… ¿Han pensado tal vez en… felicidad? Bueno… está bien.
Seguramente, la mayoría de ustedes ha pensado «ser feliz». Y está muy bien. Ahora, pregunto con una tonalidad un poco más cristiana, es decir, como una meta de vida cristiana.
¿Qué es lo que un cristiano desea en tanto se está esforzando por ser un buen discípulo de Cristo? Supongo que ahora, otros tantos pensaron en la santidad.
¡Muy bien! Es más, en algunos artículos, decíamos cómo la santidad es el «zapatito de cristal» donde encaja perfectamente la felicidad.
Sin embargo, hace ya varios días que vengo pensando sobre algo más… una realidad espiritual muy concreta. Que debiera ser la primera respuesta que nos brota del corazón.
Pero no sabía bien cómo escribir, para que no pareciera un cliché o sonara como algo idealista, desencarnado. Finalmente, llegué a la conclusión, que no hay que dar muchas vueltas:
Lo que más debemos desear es ¡ir al cielo!
Es más… ¡estar ahora en el cielo! Podría parecerles obvio, pero pregúntense ¿por qué eso no es —seguramente para la mayoría de los que me están leyendo ahora— la primera respuesta que nos brota del corazón?
Bueno, hace tan solo algunas semanas, no lo tenía así de claro en mi vida. Ocurrió un cambio importante en mi vida espiritual. Hace ya mucho tiempo que me queda claro el llamado a sostener una relación personal de amor con Cristo.
En algún momento de mi vida, comprendí que la vida cristiana no es un moralismo, ni tampoco una conducta ética que nos mueve a un mero sentido del deber.
Por su puesto están los Mandamientos, pero brotan de una adhesión cordial, afectiva, amorosa a la persona de Cristo. Quién es el «Camino, verdad y vida» (Juan 14, 6).
Un camino de felicidad «a prueba de balas». Es decir, no solo para los momentos más hermoso y maravillosos, sino también, en los que toca cargar pesadas cruces.
Esta relación con Cristo, que me acercó al Padre y me abrió el corazón al Espíritu Santo, fue cambiando progresivamente mi vida. Pero, percibo ahora, que, de alguna forma sutil, he tenido mi mirada espiritual, todavía muy fija en este mundo.
Aunque me he esforzado por vivir lo esencial —como dicen muchos autores espirituales— una profunda amistad con Cristo, no he tenido la consciencia explícita de mi llamado al cielo. Ni tampoco mi mirada puesta fijamente en esa vida eterna.
¿Entonces qué ocurrió para que mis deseos apuntaran al cielo?
Ser otro Cristo está muy bien (1 Pedro 2, 21 / 1 Coríntios 11, 1), pero ese no es nuestro último objetivo. Además, lo comparto como algo mío, para un examen de consciencia personal, puede teñirse de cierta vanidad o soberbia espiritual: un cristiano «perfecto».
Sin embargo, somos peregrinos, y nuestra meta es el cielo. Nuestros ojos deben estar puestos en el cielo. Jesucristo es el camino para entrar en él.
Y seguir viviendo la comunión con Dios haya arriba. Lo que ocurrió fue que entendí que nuestro fin no es «simplemente», la comunión con Dios aquí en la Tierra, sino, sobre todo, después de la muerte, después de dejar este mundo.
Ustedes me dirán: ¡Pero Pablo… es la razón por la que nos esforzamos por ser buenos cristianos! Bueno, en mi caso, no lo he tenido así de claro por mucho tiempo.
El combate espiritual
Ese cambio de mirada espiritual en mi vida puede parecer algo sutil, pero en la medida que pasa el tiempo, va teniendo consecuencias en mi lucha espiritual.
Me dispongo a luchar por mi santidad, no «sencillamente», pues quiero ser como Cristo, sino porque deseo llegar al cielo. ¡Ojo! No deseo hacer una «parada estratégica» en el purgatorio. Quiero ir de frente al cielo.
Por eso voy a poner todo lo que esté a mi alcance para la santidad, para ser como Cristo, a fin de seguirlo en el camino de la cruz (Mateo 10, 38). Y, muriendo con Él, tener la certeza de la Resurrección (Romanos 6, 1-14).
En otras palabras, mi combate por la santidad es en vistas al cielo, no para ser un cristiano «perfecto». Nunca vamos a ser perfectos, según la mentalidad del mundo.
La perfección para el cristiano está en la vivencia de la caridad. Pecadores seremos siempre, la razón de la santidad aquí abajo —además de brindarnos la certeza de entrar por la puerta estrecha (Mateo 7, 14)— es para ser modelo y buenos apóstoles, ayudando a que otros también puedan llegar al cielo.
San Pablo es muy claro cuando nos dice que, para él, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia (Filipenses 1, 21 / Gálatas 2, 20). Él quería quedarse, experimentaba el llamado claro al apostolado, y nada más.
Si dependiera de su voluntad, preferiría estar en el cielo. Por ello te pregunto ahora: ¿Quieres estar ahora mismo en el cielo?
Me refiero a dejarlo todo, absolutamente todo, en este mismo segundo. No mirar atrás, desapegarte de todo… supongo que nos estamos entendiendo mejor. Así lo espero.
Las cruces de la vida
Aprender a sufrir es una clave para la felicidad. Y el más grande sufrimiento en esta vida —hay que decirlo, pues me parece que muchos no lo tenemos tan claro— es el propio pecado.
Las peores enfermedades, los grandes motivos existenciales de dolor… nunca serán tan dolorosos como la ruptura y lejanía progresiva que vivimos de Dios mientras más pecamos en nuestra vida.
El origen de todo mal, frustraciones y sufrimientos es el pecado. El no ser capaces, muchas veces, de mirarnos en el espejo y reconocer nuestras miserias humanas.
Precisamente, porque el pecado es algo horrible, que desfigura nuestra imagen divina y nos aleja de lo que más queremos vivir: amar y ser amados.
Lo que puedo compartirles de mi experiencia última, es que, ese deseo de morir y tener la tranquilidad de merecer el cielo me está ayudando mucho a pelear, no solamente contra esos pecados graves, o aquellos con los que cojeamos de toda la vida.
Sino también contra esos veniales, esos «detalles» que sabemos, también nos alejan del Padre, y a los cuales debemos morir.
Apuntar al cielo exige de nuestra parte una entrega total
No se puede escatimar, caer en la tibieza, o contentarse con la mediocridad (Apocalipsis 3, 20). Tener la tranquilidad que te estás entregando con total generosidad.
Por supuesto, no es fácil. Si me preguntan ¿cómo me va? Soy honesto, y les digo que sigo pecando, sigo batallando contra esos pecados veniales… pero sé que si me esfuerzo y sigo queriendo ir al cielo, mañana podré —Dios mediante— deshacerme un poquito más de mi hombre viejo, como nos lo enseña San Pablo en sus cartas a los Colosenses (3, 9-10) o Efesios (4, 22).
Quizás al día de hoy, he vencido dos de cinco, mañana podré ganar más batallas. Finalmente, te exhorto a que nunca te olvides que vamos juntos al cielo. El combate de la vida cristiana no es algo individual, algo que te toca solamente a ti.
Nuestra pelea es conjunta, somos Iglesia. Y ese amor que le tenemos a Dios y por el cual queremos ir al cielo, lo vivimos con los demás. Por lo tanto, si es un amor cristiano, abre nuestro corazón a la preocupación por los demás.
Es más, como bautizados, todos tenemos un llamado claro, además de la propia santidad, a la evangelización y proclamación de la Buena Nueva.
Como consagrado, además, el sentido de mi vida es la vocación apostólica. Por lo tanto, como san Pablo, la razón por la que estoy vivo en este mundo, y el tiempo que me quede, es para ayudar a que otras personas puedan ir al cielo. ¿Te unes?
Angel Rincón es el nombre de uno de los protagonistas que por estas horas genera lágrimas de emoción en Colombia. Se trata de un agente del Gaula de la Policía que tuvo que ser trasladado a Bogotá para apoyar operativos para hacerle frente a la inseguridad. Lo que nunca se imaginó Ángel fue que tras aquella solicitud llegaría un reencuentro que le cambiaría la vida a él como a otros integrantes de su familia.
Efectivamente, Ángel logró encontrar a su hermano de nombre Fabio luego de casi 20 años de búsqueda. El hallazgo se dio entre la bruma y las consecuencias del consumo de drogas.
La última vez que lo habían visto a Fabio fue cuando partió desde Bucaramanga a Bogotá para realizarse un examen médico. Desde ese momento nunca regresó.
Virgen de Chiquinquirá
“Tenía más o menos 12, 11 años, y desde esa vez no sabía nada de él. Mi mamá todos los días decía ‘se lo encomiendo a la Virgencita de Chiquinquirá’”, expresó Ángel acerca de lo que había acontecido con su hermano desaparecido y una fe que nunca se perdió.
Hace poco, continúa Caracol, una llamada fue la clave para el desenlace de la historia. Fabio encontró la manera de comunicarse desde Bogotá con otro de los hermanos con el fin de pedir dinero para arreglar una herramienta de trabajo. Luego de esto Ángel recibió la comunicación de esa llamada. Fue esto lo que le permitió en Bogotá empezar a rastrear la zona de la llamada y pedir permiso a sus superiores para salir a encontrar a su hermano.
Dios obró el milagro
Desde ese momento Ángel se puso en camino y en misión, algo que le implicó recorrer zonas peligrosas de Bogotá, así como conversar con gente de la calle. Luego de varias vueltas dio con la carreta que utilizaba su hermano para el reciclaje hasta que llegó el momento más esperado:
“Abrí los plásticos y lo veo ahí y le digo ‘hermano Fabio, él se queda mirándome y no me reconoce’. Me dice ‘¿usted quién es, mi hermano?’, yo le dije ‘sí, su hermanito’. Le dije que lo estaba buscando y lo hallé gracias a Dios, Dios es muy grande y lo abracé”, expresó Ángel.
Un reencuentro con la familia y la madre
El primer paso estaba dado, luego faltaba darle continuidad al hallazgo y fue así como Ángel se puso en contacto con el resto de la familia. El propio Fabio reconoció que estaba inmerso en un infierno.
“Me miraba a un espejo y a veces lloraba, me salían las lágrimas de ver que no era lo mismo que cuando me vine de la casa. Estaba aquí en las calles y no era el mismo. Uno se destruye”, contó, reproduce Noticias Caracol.
Fabio decidió mirar hacia adelante, dejar aquello que tanto le hizo sentir mal. Pero antes faltaba un escalón más: volver a ver a su madre. Para ello se preparó, escribió una carta y consiguió flores.
“Quiero decirte que te quiero mucho, que perdone por tanto tiempo estar tan lejos de ti, madre querida”, fue parte de lo que escribió.
El momento del encuentro con su madre también fue emocionante. El abrazo del amor, aquel que hasta hace recordar a la parábola del hijo pródigo, se hizo realidad.
“Diosito, gracias porque me lo trajo”, dijo la madre emocionada.
Fabio está en su casa recuperándose. He aquí entonces una historia que hace referencia al dolor de los desencuentros, drogas, inseguridad en Bogotá. Pero que sobre todo habla de reencuentro, fe, esperanza y perdón.
Giovanni Fornasini nació el 23 de febrero de 1915 en Pianaccio, un pequeño barrio periférico de Belvedere en la provincia de Bolonia, Italia. Su padre, Angelo, era carbonero, una de las personas que manufacturaban carbón vegetal. Su madre, Maria Gucci, y su hermano mayor, Luigi, componían el total de la familia.
Angelo fue herido en la Primera Guerra Mundial y ya no podía trabajar en su oficio. La familia se mudó a Porretta Terme, a unos 80 kilómetros de distancia, pero aún en la provincia de Bolonia. Allí, Angelo logró encontrar un trabajo como cartero. Maria consiguió trabajo también y la familia echó raíces en el pueblo.
Giovanni fue a la escuela local, pero no se graduó. Se desconoce si completó o no su educación elemental. Está documentado que, después de dejar la escuela, logró encontrar un trabajo como operador de ascensor en el Grand Hotel de Bolonia.
De adolescente, sabía que estaba llamado al sacerdocio
Giovanni sabía que estaba llamado al sacerdocio y, a los 16 años, fue aceptado en el seminario menor de Borg Capanne. Esta escuela cerró en 1932 y fue transferido al Pontificio Seminario ubicado en Bolonia. El 28 de junio de 1942, fue ordenado sacerdote.
Empezó su ministerio como sacerdote auxiliar en Sperticano, en la provincia de Bolonia. La parroquia tenía unas 400 personas y el padre Giovanni puso un interés especial en conocerlas a todas. Eran sus “hijos” y asumió esa responsabilidad con seriedad.
Su primera misa solemne fue el 12 de julio de 1942, en la iglesia de Santo Tomás en Sperticano. En su homilía, dijo al pueblo: “El Señor me ha elegido para ser un pilluelo entre los pilluelos”, transmitiendo sencillamente a la gente que él era como uno de ellos.
El 25 de julio de 1943, el joven sacerdote, tan solo un año después de su ordenación, hizo repicar las campanas cuando Benito Mussolini fue destituido del poder. (Mussolini fue ejecutado el 28 de abril de 1945).
Los nazis le vigilaban
Los nazis eran conscientes de la implicación del padre Giovanni con los partisanos y le vigilaban de cerca. El joven sacerdote defendía a los indefensos feligreses de la crueldad y la opresión de los nazis. Había salvado muchas vidas y, tras escapar de las masacres iniciales de los nazis, continuó arriesgando su vida para salvar la de los demás.
El 12 de octubre de 1944, se estaba celebrando el cumpleaños de un comandante alemán en una escuela de Spertcano. Los asistentes bebían en abundancia, entretenidos por la ruidosa música mientras las prostitutas desfilaban por la pista de baile.
En el rincón se encontraba sentado el joven sacerdote, esforzándose como mejor podía por contener su furia. Pero ¿por qué estaba allí? Porque intentaba salvar a uno de los suyos.
Durante el día, un oficial de las SS había visto a una chica en la rectoría entre otros evacuados. Decidió que quería que esta joven inocente formara parte de las celebraciones de la noche. Don Giovanni había salvado a muchas personas de su pueblo de los asesinos nazis. Ahora tenía a otra que salvar, a esta joven de la rectoría que el oficial nazi había llevado a la “fiesta”.
Los miró con aire amenazador toda la noche
El padre Giovanni se hizo notar en el evento. Para consternación de los juerguistas, él no dejó de mirarles con aire amenazador toda la noche. Los nazis no querían provocar a los feligreses locales, así que, increíblemente, el comandante ordenó al sacerdote que regresara a la iglesia con la chica por la que había venido.
Don Giovanni suspiró de alivio y ambos, él y la joven mujer, se marcharon. El sacerdote la había salvado.
A la mañana siguiente, Don Giovanni cargó en su mochila los óleos y el agua bendita necesarios para dar sepultura y subió por la rocosa carretera que llevaba a un lugar donde habían dejado cadáveres de personas ejecutadas o asesinadas.
Tenía intención de enterrar tantos como pudiera. Sin embargo, al llegar a la cima de la colina, vio al mismo oficial de las SS que se encaprichó de la joven el día anterior. El soldado alemán sacó su pistola, sonrió a Don Giovanni y, sin más, le dio un balazo en la cabeza.
Así terminó la vida de Don Giovanni Fornasini, de 29 años. Murió en oblatio vitae, es decir, ofreciendo su propia vida. Conocía las consecuencias de sus acciones y las aceptó por el amor de Dios y del prójimo. Murió el 13 de octubre de 1944.
El 21 de enero de 2021, el papa Francisco aprobó la causa para la beatificación de Don Giovanni.