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¿Sabes cual es el origen del matrimonio ?

¿Sabes cual es el origen del matrimonio ?

Según la Iglesia, la unión exclusiva de un hombre y una mujer es una «ley natural» inscrita en la naturaleza humana por el Creador desde el principio, y común a los hombres de cada época, pueblo y cultura.

¿Qué dice la Biblia?

En el Génesis se encuentran las características fundamentales del matrimonio. El matrimonio es único e indisoluble:

Por eso el hombre deja  a su padre y a su madre y se une a su mujer,  y los dos llegan a ser una sola carne. Gn 2,24

El matrimonio está orientado a la procreación:

Sean fecundos, multiplíquense,  llenen la tierra.  Gn 1,28

Significado original

Como todo, incluso la relación entre hombre y mujer ha sido corrompida por el pecado original.

Jesús la sanó pero no solo devolviendo al matrimonio su significado original sino instituyéndolo como sacramento.

Es la famosa narración de las «bodas de Caná» con la transformación del agua en vino.

Con la Gracia de Cristo el agua de los esposos es transformada en «vino nuevo»: el amor de los esposos es, por lo tanto, santificado.

El sacramento del matrimonio se basa en el consenso libre y recíproco de los esposos a vivir un amor fiel e indisoluble y abierto a la vida.

Esto es tan cierto que durante siglos la Iglesia ha tolerado los matrimonios clandestinos basados únicamente en el consenso de los esposos, frente a dos testigos.

Un Concilio

El Concilio de Trento estableció la fórmula canónica de ese consentimiento, que hoy dice así:

Yo, te recibo a ti como esposo/a y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida.

El matrimonio es el único sacramento cuyo ministro no es el sacerdote sino los mismos esposos, en el momento en que se intercambian el consentimiento frente a Dios, a la Iglesia y a la comunidad.

El sacerdote acoge este consentimiento y da la bendición de la Iglesia.

Alianzas

La tradición manifiesta el nuevo status de esposos con la bendición y el intercambio de las alianzas.

Símbolo antiguo de compromiso y fidelidad, la alianza se vuelve un signo de «vida consagrada» y también un auténtico sacramental que protege a quien la lleva con fe de las tentaciones y los ataques del Maligno contra el matrimonio.

De la válida celebración del matrimonio surge entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo que ni siquiera la Iglesia tiene el poder de disolver.

Que el hombre no separe lo que Dios ha unido Mt 19,6

En casos extraordinarios la Iglesia admite la separación física de los esposos, pero los cónyuges permanecen marido y mujer frente a Dios.

La Iglesia no reconoce como válidas eventuales nuevas uniones.

Si esto sucede no se puede recibir la Eucaristía sin embargo se puede participar en la misa y en la vida de la comunidad cristiana, de hecho, se les anima a hacerlo, y la comunidad está llamada a acoger y a acompañar a estas personas con caridad.

Nulidad

La anulación del matrimonio es posible solo cuando tras un examen profundo la Iglesia reconoce una falta de condiciones previas del sacramento.

En este caso puede declarar el matrimonio nulo, es decir, que nunca existió Unidad, indisolubilidad y apertura a la vida son esenciales en el matrimonio y reflejan la fidelidad de Dios a su Alianza, y de Cristo a la Iglesia.

No es un objetivo inalcanzable sino un camino posible apoyado por la Gracia de Cristo.

¡Una vida entregada, el cura de Ars!

¡Una vida entregada, el cura de Ars!

Desde pequeña la imagen de los sacerdotes me ha causado tanta curiosidad. Los veía ahí parados en el altar, sosteniendo el copón entre las manos y repitiendo oraciones que nunca terminaba de entender.

En mi pequeñez comprendía de alguna manera que eran tan importantes, más importantes que los otros adultos que asistían a misa, y aún así no terminaba de entender el por qué.

Hoy que la vida me ha traído por caminos de amor insospechados, la figura de los sacerdotes me llena de agradecimiento. «El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús», decía el cura de Ars, cuya fiesta celebramos hoy. Y cuánto de cierto hay en estas palabras.

Sin sacerdotes, ¡qué sería de nosotros los fieles!

La tarea sacramental que el mismo Cristo les encomendó hacen de estos hombres grandes seres humanos, más de lo que podrían imaginar. No me mal interpreten, no estoy trantando de ensalsarlos vacíamente, o hacerlos importantes porque sí. Estoy haciendo un esfuerzo por tratar de explicar, y comprender un poquito más la magnitud de su tarea.

«¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…»  El mismo Juan María Vianney se quedaba sorprendido de lo que expresaba y a la vez corto en entendimiento de lo que sus palabras significaban.

El sacerdocio para él tenía que ver con el intelecto, con el alma e incluso con el cuerpo. Comprender la misión era una tarea,  pero vivir el amor, ese amor del corazón de Jesús, que los eligió. Que los llamó particularmente a seguirlo de esta forma tan íntima. Era lo que lo movía en esta vida.

Pobreza, castidad y obediencia, tres compromisos sacerdotales que nuestro gran cura de Ars vivió ardientemente.

Tal vez podamos pensar que en aquellos tiempos hacer estos compromisos era lo esperado. Hoy, con todos los hechos vividos fuera y lamentablemente dentro de la iglesia, la obediencia es cuestionada. Imágenes de abuso de autoridad a todo nivel se presentan, qué difícil obeder en este contexto. No solo dentro de la iglesia sino en cualquier lugar.

La obediencia de un corazón que confía

La obediencia del orden sacerdotal responde a una confiaza entregada no a los hombres, sino al mismo Cristo. A un Dios que les dice sígueme pero que a la vez promete llevarlos en brazos cuando el camino es cuesta arriba.

Es frecuente revelarnos frente a la obediencia, el orgullo sale, la mal entendida libertad confunde. Las heridas duelen y pareciera que obedecer es algo no solo imposible sino que además es abolible. Al único que parecemos obedecer es a nosotros mismos.

En ese sentido, la figura del sacerdote es tan cuestionante. Se entrega plenamente y se vuelve súbdito en un mundo en que que no hay que obedecer ni comprometerse con nadie, menos con un Dios al que «no veo, ni escucho»

El cura de Ars, patrono de los sacerdotes, deja una frase que encierra una clave sobre la obediencia: «las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el “alto precio” de la redención.»

Ese alto precio implica entrega completa y confiada a aquel que tanto nos ama. Obediencia plena al Rey de Reyes.

El dominio del cuerpo que educa el alma

Obedecer no es algo sencillo de hacer. Lo vemos en los niños pequeños que una y otra vez se lanzan al piso en una estridente pataleta. Aún presos de su voluntad, los pequeños van conociendo que obedecer a sus padres es confiar en ellos. Obediencia es ir entendiendo que los mandatos que les dan buscan su bien.

Así, los sacerdotes son imagen de esta obediencia que va creciendo día a día, fruto de su relación con Cristo, de o el bien mayor y forjar la voluntad hacia él.

El cura de Ars escogía una y mil veces una vida llena de penitencia, en la que los ayunos y privaciones cumplían un rol formador, que no hacía necesariamente por él, sino por la salvación de aquellos que atendía en el confesionario, en su parroquia.

Comprendiendo que era partícipe del sacrificio que el mismo Cristo hizo en la Cruz. Su cuerpo que se iba haciendo recio y su espíritu se iba templando. Porque lo que pasa en el cuerpo pasa en el alma.

Guardemos siempre un momento especial en nuestra oración por ellos.

San Juan Maria Vianney, ruega por los sacerdotes.

¿Qué tan capaces somos de verdad, de escuchar?

¿Qué tan capaces somos de verdad, de escuchar?

El protagonista hoy es un sordo que apenas puede hablar: 

«Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos».

Un sordo que llega hasta Jesús con ese bloqueo del cuerpo, del alma. No oye, casi no habla. Un sordo de nacimiento. Nunca ha oído los gritos ni los ruidos, no conoce las pisadas de sus seres queridos, no aprendió a hablar escuchando la voz de su madre.

Vive aislado en su sordera, escondido en su cueva, sin poder comunicarse. Sin oír y sin hablar es difícil entrar en comunicación con otros. Vive aislado en un silencio aterrador.

Jesús ve su sufrimiento y hace algo: «Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: – Effetá, esto es Ábrete. Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad».

Aparta a un lado al que ya está solo y aislado. No quiere que el milagro suceda rodeado de personas. En la intimidad Jesús se acerca a su vida para abrir sus oídos.

En la celebración del sacramento del bautismo hay una parte del rito en la que el sacerdote pronuncia esta misma palabra: Effetá, tocando los oídos y la boca del bebé.

Este niño recién nacido tampoco habla y no entiende aún la Palabra de Dios.

En el sacramento pido que se le abra el oído del alma para escuchar la voz de Dios. Y le pido a Dios que suelte su lengua para alabar al Creador por todas las maravillas que hace en su vida. Toco sus oídos y su lengua.

Es un momento de intimidad en el que Jesús me toca, apartándome de la gente. En la intimidad del encuentro. Jesús quiere que abra mi lengua y mis oídos. Quiere que comience a oír su voz y la de los hombres. Que no me quede pensando en otras cosas sino que aprenda a percibir el paso de Dios por mi vida.

Quiero escuchar ese paso ligero. Ese caminar tranquilo dándome la paz que necesito. Jesús me mira y quiere curarme, abrir mis oídos, soltar mi lengua.

Creo que yo tampoco sé escuchar a Dios, ni a los hombres. Me cuesta centrarme en el que me está contando algo. Hacer caso a sus súplicas. Escuchar la historia que me relata. No es fácil estar atento a lo que me cuentan.

Leía el otro día: «El primer problema en el trato con las personas es que no escuchamos.

Escuchar a alguien significa no solo oír las palabras, sino acoger la preocupación del interlocutor.

Poner los cinco sentidos en cuanto le preocupa, para que se sienta completamente comprendido y aceptado.

En el trato normal sólo escuchamos hasta que consideramos que hemos entendido más o menos lo que nuestro interlocutor

quiere decir. Luego seguimos nuestros pensamientos o intereses».

Escuchar es un arte y no siempre lo practico. Hablo sin escuchar, sin poner todos los sentidos. Callo sin hacer caso a lo que me cuentan. Mis oídos se cierran a la voz de los hombres que se va perdiendo en la distancia.

Me aburro, pienso en mi interior, mientras mis pensamientos vagan por tierras lejanas.

Pienso que no me interesa y huyo a descansar en mis propios pensamientos.

Así me siento mejor. En mi interior, dentro de mi alma, ahí no molestan. Tiene que ver esta actitud con este mundo moderno que habito.

Comenta el Papa Francisco: «Lo frenético nos impide escuchar bien lo que dice otra persona.

Y cuando está a la mitad de su diálogo, ya lo interrumpimos y le queremos contestar

cuando todavía no terminó de decir. No hay que perder la capacidad de escucha».

No quiero perder esa capacidad de escuchar a mi hermano. Y no quiero interrumpirlo. No pretendo cambiar de tema sin previo aviso.

No me pongo a pensar en mis cosas mientras finjo que escucho.

Así no crezco ni permito crecer a otros. Así el que llega a mí no se va a sentir nunca acogido.

Hoy le pido a Jesús el milagro de aprender a escuchar de verdad, con toda el alma, con todo mi ser. Quiero guardar silencio para que el otro hable. Ser paciente y dejar que se abra la coraza que cubre su alma. Quiero permitir que salga de su hondura para abrirme su verdad con humildad.

Es así como decido escuchar con gestos, con la mirada. Mi lenguaje verbal es muy importante. Así logro oír y comprender lo que Dios me quiere decir a través de las personas.

Dios me habla en los acontecimientos de mi vida. Habla siempre, también cuando parece callar y yo tengo que escuchar sus susurros y comprender el mensaje oculto en sus silencios.

Esa escucha activa es la que Dios me pide. Que salga de mi cueva y me abra a escuchar el querer de Dios. Quiero ser capaz de percibir sus más leves deseos.

Es una tarea que Dios me confía entre los hombres. Puedo escuchar, acoger, comprender, mirar con un corazón grande y agradecido. Siempre tengo algo que aprender.

Los demás pueden enseñarme algo. Quiero estar atento a lo que dicen, a lo que hacen. En todo lo que sucede está Dios hablándome con susurros.

Quiero aprender a escuchar. Abrir al alma. Necesito que Dios me regale el don de la fe para buscarlo a Él en todo, cada día.

Superó la muerte de su hijo gracias a la fe “Probablemente él esté más cerca de Dios de lo que estamos aquí”

Superó la muerte de su hijo gracias a la fe “Probablemente él esté más cerca de Dios de lo que estamos aquí”

Santiago Cañizares fue portero de fútbol profesional. En el año 2018, su hijo Santi de cinco años, falleció a causa de un cáncer, y explicó cómo la fe le ayudó a superar esa gran pérdida.

Santiago Cañizares fue jugó como portero en el Real Madrid, Valencia y Celta de Vigo, además de la Selección Nacional. En un capítulo de Haciéndote Preguntas, una iniciativa del diario ABC y la Fundación Universitaria CEU San Pablo, explicó que la fe y saber que la muerte no es el final le ayudó en el duelo. 

En el vídeo, Cañizares explicó que gestionó la muerte de su hijo “entendiendo que la muerte no es el final, que hay otro mundo que no es este en el que vivimos y que probablemente él esté más cerca de Dios de lo que estamos aquí”.

Además precisó que durante la enfermedad de Santi, él sintió “la presencia de Dios en lo que sucedía”, “él se ha marchado por un motivo”, “cuando seamos mayores, porque toda la vida tiene final aquí, seguramente nos reencontremos con él”. 

“La pérdida de mi hijo ha sido el golpe más duro de mi vida, el deporte que me hizo ser competitivo y me enseñó a digerir éxitos y fracasos de manera inmediata estuvo en esa gestión del dolor. También, por supuesto la fe, que es estar convencido de que la muerte no es el final. Yo sentí la presencia de Dios muchas veces al lado de mi hijo”, afirmó.