Jesús esconde la clave para conocerse a uno mismo, para conocer al ser humano. Él lo sabía y ayudó a sus seguidores a descubrirlo. Una manera de tratar de conocerlo es ponerle un nombre, el que a mí más me ayude a identificarle.
Hoy me quedo pensando en esta pregunta que recorre el evangelio. ¿Quién es Jesús para mí? Me gustaría escribirlo con claridad. Jesús es mi Maestro, mi hermano, mi guía.
Quisiera hoy pensar en todo lo que Él representa en mi camino de vida. ¿Quién es?
Quiero ponerle un nombre a Jesús. Tiene que ver con mi propio nombre, resuena en mi alma.
Es el peregrino que va a mi lado. El caminante que recorre mi tierra. Es el que me espera siempre cuando regreso a casa. El que me busca cuando me alejo avergonzado.
Es Jesús el rostro ante el que me inclino. La presencia que llena mis vacíos. Va conmigo en mi soledad y sostiene mis miedos.
Conmigo construye hogares donde puedan llegar los desahuciados. Es la mirada que me retiene para que no deje de mirar su amor profundo.
Es la voz que me llama por mi nombre para que no olvide quién soy, a quién pertenezco. Al decir su nombre escucho el mío propio.
Tratando de saber quién es Jesús me acabo encontrando conmigo mismo.
Sé que navega en mi barca para que no me pierda. Y guía mis rumbos para que no me aleje de su amor que me salva.
Es Jesús el sentido de todo lo que hago. y el que me hace ver que sólo por Él, por amor a Él, estoy dispuesto a renunciar a todo.
Por Él puedo caminar mis caminos, porque su fuerza se convierte en razón de mi esperanza.
Cómo se mostró Jesús a sus amigos
Muchas veces se daría cuenta de que la gente no le entendía. Lo confundían con uno de los profetas. No tenían otros criterios para juzgar sus obras.
Eran milagros llamativos. Tenía palabras llenas de vida y sus gestos eran claros y profundos. Pero no sabían que era Dios. Simplemente veían en Él a un profeta.
Jesús no tenía motivos para entristecerse. Era normal que lo vieran así. Jesús hacía milagros y despertaba expectativas.
Él podría sacar hijos de Dios de debajo de las piedras. Tenía un poder aparentemente ilimitado. Nadie podría detenerlo. ¡Cómo no creer en su poder!
Cuando el corazón ha tocado los límites, sólo vive esperando milagros que superen lo razonable.
Un milagro que rompa mis frustraciones y me abra a una vida infinita. Es lo que el alma sueña.
Y Jesús era ese profeta que venía a denunciar y a cambiarlo todo. Eso es lo que esperaba la gente.
Los que lo veían de lejos. Los que escuchaban sus palabras desde la orilla o al pie del monte. Eran los buscadores de un sanador, de un hombre con palabras nuevas, llenas de vida.
Él es quien lanza la pregunta
Pero Jesús quiere saber algo más. Se muestra vulnerable ante los suyos y les pregunta:«Y vosotros, ¿quién decís que soy?».
Esta pregunta me conmueve. Necesita saber lo que piensan los más cercanos, los que lo aman con todo su corazón.
Aquellos que han compartido su mesa, su lecho, sus sueños. Los que han caminado con Él por caminos polvorientos. Los que han sufrido con Él el desprecio de algunos y la admiración de muchos.
Son los que han compartido lo cotidiano y mantienen una intimidad sagrada con el Maestro. ¿Qué piensan ellos?
Jesús necesita saber si sus primeros pasos van por buen camino. ¿Habrán comprendido algo de su misión? Tantea el alma de los suyos.
Tal vez intuye lo que piensan. Pero quiere que lo digan en voz alta. ¿Qué ven en Él?
Tú eres…
Y entonces Pedro contesta: «Tú eres el Mesías».
Esa respuesta le impresiona a Jesús. Ha descubierto lo más íntimo de su misión. Y entonces les explica lo que eso significa:
«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días».
Su misión no será comprendida. Pretende aclararles lo que ahora sólo atisban con poca claridad. Él es el Mesías y el mundo no acepta al Salvador. Por eso rechazarán su mensaje.
Cerrarse a lo que no queremos
Pero Pedro no quiere oír. Él tiene muchas expectativas con Jesús. «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo».
No puede hablar con ese lenguaje sin esperanza. No puede ser su muerte el final de todo. Él ha venido para salvar el mundo. Él está ahí para cambiar las cosas.
Pedro es un buen representante. Sabe mejor que Jesús lo que conviene decir en estos casos. Él comprende al alma humana y lo frágil que es. El mensaje de Jesús no puede ser ese.
Siempre hay personas que me dicen lo que me conviene decir. Lo que es mejor para mi imagen. Para que el poder de la Palabra se manifieste.
Sí, siempre hay miradas muy humanas que tratan de sacar el mejor rendimiento de todo.
Una práctica pastoral adecuada. Un método que funcione. Mejor tapar la cruz, no hablar de la muerte. Sólo de la vida, tapando el sufrimiento.
He tratado de esconder el dolor para que nadie sufra. Mejor no hablar de derrotas que empañen nuestras ansias de victoria. Pedro piensa como yo, con criterios humanos.
Por eso Jesús le encara: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!».
Pedro piensa como los hombres. Yo también. Me construyo una imagen de Jesús que me salva. Una imagen positiva donde el bien siempre vence.
Abundan las teorías sobre el rapto, especialmente sobre cuándo ocurrirá. El rapto antes de la gran tribulación es considerado una doctrina por muchos, y a menudo argumentan fervientemente su “rectitud” usando varios pasajes de las Escrituras.
Pero discutir no nos lleva a ninguna parte, porque Dios nos dijo numerosas veces en Su Palabra que estuviéramos en paz unos con otros. Esa advertencia debe guiar nuestra conversación cuando nos relacionamos con otros sobre temas escatológicos.
Un tema candente que guía los puntos de vista diferentes (y acalorados) es cuándo regresará el Señor. Sin embargo, hay cosas con respecto a su segunda venida en las que todos los cristianos están de acuerdo
Cristo regresará de una manera repentina, personal y visible. Debemos anhelar el regreso de Cristo con entusiasmo. El momento de su segunda venida es desconocido para nosotros. El resultado del regreso de Cristo es el juicio.
Podemos estar de acuerdo en no estar de acuerdo con los detalles dentro de cada parte, pero es bueno tener una base de acuerdo.
El rapto antes de la tribulación es la creencia de que los creyentes serán arrebatados para estar con Jesús, antes de la ira profetizada que ocurrirá en la tribulación .
Quienes siguen esta ideología lo dicen: Conduce a una vida piadosa en una época impía. Promueve un fuerte énfasis en la evangelización de los perdidos. Lleva a un celo por las misiones mundiales.
¿Qué pasaje de las Escrituras respalda un rapto antes de la tribulación?
Los adherentes al rapto antes de la tribulación hacen referencia a los siguientes pasajes para respaldar su punto de vista.
1 Corintios 15: 51-53 y 1 Tesalonicenses 4: 13-18 son los pasajes más importantes que se usan para promover un rapto antes de la tribulación . Los defensores dicen que estos pasajes significan que los cristianos serán quitados antes de la «ira del Cordero», a la que se hace referencia en Apocalipsis 6:16 .
Los defensores afirman que Apocalipsis 3:10 dice directamente que la iglesia se mantendrá alejada de la «hora de la prueba».
¿Existe alguna Escritura que contradiga un rapto antes de la tribulación?
Si bien no es exhaustivo, los siguientes son argumentos que contradicen un rapto antes de la tribulación:
Los oponentes dicen que 1 Tesalonicenses 4:17 , en su contexto, está hablando de aquellos que ya han muerto y que resucitarán al regreso de Cristo. No dice nada acerca de que Cristo quitó Su iglesia antes o durante la tribulación .
Ese mismo mensaje se puede obtener del contexto en 1 Corintios 15: 51-52 . Ambos pasajes hablan de la resurrección de los muertos y no hablan directamente de cuándo ocurre el Rapto.
Otro pasaje que desafía el punto de vista del rapto antes de la tribulación, está dentro de 1 Tesalonicenses 4: 15-17 , donde se indica una segunda venida visible de Cristo. El término que usa Pablo es parusía, que significa presencia, llegada, venida. Esto contradice la creencia de un rapto secreto.
Conclusión
Entonces, ¿Es bíblico el rapto antes de la tribulación? Mi respuesta se basa en la investigación que yo (y tantos otros) he realizado.
No sé. Ninguno de nosotros lo sabe con certeza. Este es un tema enorme y merece nuestra cuidadosa consideración, pero no en detrimento de la vida tranquila y pacífica que el Señor nos ordenó.
Hay eventos venideros de los que no debemos preocuparnos excepto para estar preparados. ¿Listo para que? Un día, todos estaremos ante Su trono (el Tribunal de Cristo para los creyentes y el Gran Trono Blanco para los incrédulos) y daremos cuenta de lo que hicimos con el Evangelio.
Tratar de salir de casa con cuatro personas por la mañana no es tarea fácil. A las 7:47 a.m., nos apresuramos y nos empujamos el uno al otro al auto día tras día. Eso es lo más tarde que podemos salir y aún (apenas) llegamos a nuestros compromisos matutinos. Nunca llegamos al coche un minuto antes, siempre es una carrera hasta el último segundo.
Debido al estrés y la confusión, me he encontrado malhumorada y ansiosa incluso antes de estar en el coche, en lugar de comenzar el día con paz y expectación por un nuevo día. Mi estado de ánimo irritable y enérgico hace que todos los demás se pongan de mal humor. Algo necesita cambiar.
Reza la novena de la rendición. Nunca la había rezado este año antes de mayo, cuando mi amiga le pidió a sus damas de honor que la rezáramos con ella la semana antes de su boda. Me quitó el estrés de inmediato. Cada día es una oración diferente, pero la novena termina con el mismo estribillo que se repite 10 veces: «Oh Jesús, me abandono a ti. Jesús, asume el control.”
Potente, ¿verdad? Entremos en los detalles de esta hermosa oración …
¿De dónde viene?
El siervo de Dios don Dolindo era un sacerdote que conocía al Padre Pio. Murió en 1970 y escuchó las palabras de la novena de rendición a Jesús. Era un hombre muy santo, según el Padre Pío, y don Dolindo se dedicó especialmente a Jesús a través de María.
¿Cómo puedo rezar esta oración?
La novena consiste en un párrafo corto de las palabras de Jesús a aquellos que están luchando con las preocupaciones y el estrés seguido por el estribillo que se reza 10 veces. Puedes rezar toda la novena o solo rezar el estribillo «Oh Jesús, me abandono a ti. Jesús, asume el control» para empezar tu día. O en lugar de empezar tu día con ella, úsala para cuando algo estresante aparezca durante tu semana. Si tienes dificultad queriendo el control de todo lo que te sucede alrededor, ¡rezar regularmente esta oración será una práctica especialmente útil!
¿Cómo me ayudará?
Esta oración puede cambiar tu día porque facilita que pidas ayuda. Te obliga a intentar permitirte soltar las cosas que no puedes controlar.
¿Estás lidiando hoy con una situación estresante? ¿Una reunión que te preocupa? ¿Una persona con la que te sientes ansiosa? ¿Una situación que te está constando trabajo controlar? Quizá solamente tienes mucho que hacer o estás teniendo una sensación persistente de inquietud que no puedes quitarte. No importa lo que sea, esta oración es increíblemente útil. Va muy bien si estás batallando con cualquier tipo de ansiedad.
Dios nos dice que está con nosotros siempre, y esta es una excelente manera de tomarle la palabra encomendándole las cosas concretas con las que batallamos en cada momento.
Lo que me lleva de vuelta a la rutina con mi familia…
¿Adivina qué hacemos tras ponernos los cinturones de seguridad y salir del estacionamiento a las 7:48? Hacemos la señal de la cruz y decimos juntos 10 veces: «Oh Jesús, me abandono a ti. Jesús, asume el control«.
Debo tener cuidado con lo que deseo, con lo que pido, con lo que ofrezco. Porque luego la vida me puede pasar factura. Y lo que deseo se puede convertir en una obsesión o acabar quitándome esa paz que pensaba conseguir poseyendo lo deseado. Los deseos no son malos ni buenos.
Como leía el otro día: «El deseo, como cualquier otra realidad, se presenta de un modo ambiguo; ciertamente, puede conducir al mal, pero ello no impide que se presente originariamente como deseo de un bien».
Deseo algo que me parece un bien. Sueño con ello. Me proyecto queriendo que ya sea una realidad en mi vida.
Los deseos brotan en el corazón continuamente y mueven mi voluntad. El deseo de lograr una vida mejor y ser más feliz. El deseo legítimo de satisfacer mis ansias. Ese deseo me mueve por dentro. Quiero poseer lo que aún no es mío. ¿A qué precio?
No sigo todos mis deseos. Miro en mi corazón, en lo más hondo. ¿Qué es lo que más deseo? ¿Qué le pido a Dios cada mañana?
En mis peticiones se encierran deseos a veces inconfesables. Mis intenciones aparentemente puras no siempre lo son. Los deseos insatisfechos. Las heridas que me llevan a desear lo que no he elegido. Esos deseos que pueden apartarme del camino marcado.
¿Cómo distingo con precisión lo que me conviene? Rara vez sé lo que de verdad me conviene.
Escucho en mi alma a ver qué grito por dentro. ¿Hará caso Dios a mis súplicas? Esas súplicas expresadas o esas otras calladas. Súplicas que se elevan como el incienso buscando la paz de Dios. Tengo cuidado con lo que deseo.
Una vida con paz no siempre es una vida feliz. Una vida feliz no está exenta de renuncias y sacrificios.
Lo que me conviene es lo que me hará feliz a la larga y moldeará mi corazón a imagen del corazón de Jesús. Sus mismos sentimientos, sus mismos deseos. Desde que avanzo en años asumo que no todos mis deseos son legítimos ni me llevarán a una vida lograda.
Pero otros sí, los reconozco, los elevo en forma de súplica a los pies de Dios. Él hará posible lo que a mí me parece lejano e imposible. El amor de Dios quiere mi bien, lo mejor para mi vida. El alma se calma.
En momentos de éxtasis puedo ofrecerle a Dios entregárselo todo. Cuidado, pienso en silencio. Dios puede aceptar mi entrega.
Es fácil ofrecer la vida entera cuando sólo tengo ante mis ojos las siguientes horas. Pero luego la vida es muy larga. Cuidado con lo que ofrezco. No quiero ofrecer más de lo que luego podré dar. No quiero encadenarme atado a mis ofrecimientos incumplidos. Y no me hace bien pretender darlo todo mientras con la otra mano me guardo lo importante.
Tengo en mi alma bolas de oro que no estoy dispuesto a soltar. Se lo he dicho a Dios ya muchas veces, para que lo sepa. Ya lo sabe. Y por eso he dejado de prometer lo que no está en mi mano dar.
Sólo puedo decirle que lo amo ahora y le entrego todo en este momento preciso. Lo demás será don de Dios, no fruto de mi esfuerzo. Es verdad que me apasiono y, como cualquier enamorado, digo barbaridades. Prometo lo imposible. Y sueño con lo inalcanzable.
Y Dios me mira conmovido, esa mirada la he visto muchas veces. No hay desilusión en su forma de mirarme. Sólo ternura porque sabe que mi voz expresa lo que deseo, aunque luego no esté a mi alcance.
Por eso hago mías las palabras del Cardenal Sarah: «Cuando estés en silencio después de recibir la Sagrada Comunión, no pienses mucho ni ofrezcas muchas oraciones al Señor. En cambio, quédate ahí, en presencia de Jesús y dile: Jesús mío, ¿Quién soy yo para que estés aquí en mí? Y en tu intimidad maravíllate y admira».
Tengo cuidado con lo que le ofrezco a Dios. Le doy mi vida, eso sí, pero con sus límites. Soy consciente de mi pobreza, de la textura de mis sueños y deseos. Conozco todas mis incoherencias e incapacidades. Pero Dios me escucha y me acompaña.
Hoy he rezado en el salmo: «Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco».
Dios me escucha porque quiere hacer posible lo imposible en mi vida. Quiere que tenga paz en el alma y no se borre nunca la sonrisa de mis labios.
Me gusta ese Dios que no se deja engañar por la grandilocuencia de mis oraciones. Sabe cómo soy en lo más hondo y no se conmueve cada vez que le entrego todo. Conoce mis torpezas y sabe de mis reticencias.
Aún así no me canso de soñar, de esperar, de desear incluso lo que no me conviene. Y Dios irá haciendo mi vida a su medida, aunque me duela muy dentro.
Por eso no dejo de desear para que no me pase lo que leía el otro día: «Nuestros deseos nos pueden desviar, no porque exijamos demasiado, sino porque nos contentemos con demasiado poco, con satisfacciones modestas».
Tengo deseos tan del mundo que no aspiro a mucho en esta vida. Me conformo con demasiado poco y así se me escapan la vida y los sueños entre los dedos. Quiero reconocer mi pobreza y soñar con las alturas, donde el alma encontrará la luz.
¿Qué es lo que ustedes más quieren para sus vidas? ¿Qué es lo que más desean? Piensen un rato… no se apuren… ¿Han pensado tal vez en… felicidad? Bueno… está bien.
Seguramente, la mayoría de ustedes ha pensado «ser feliz». Y está muy bien. Ahora, pregunto con una tonalidad un poco más cristiana, es decir, como una meta de vida cristiana.
¿Qué es lo que un cristiano desea en tanto se está esforzando por ser un buen discípulo de Cristo? Supongo que ahora, otros tantos pensaron en la santidad.
¡Muy bien! Es más, en algunos artículos, decíamos cómo la santidad es el «zapatito de cristal» donde encaja perfectamente la felicidad.
Sin embargo, hace ya varios días que vengo pensando sobre algo más… una realidad espiritual muy concreta. Que debiera ser la primera respuesta que nos brota del corazón.
Pero no sabía bien cómo escribir, para que no pareciera un cliché o sonara como algo idealista, desencarnado. Finalmente, llegué a la conclusión, que no hay que dar muchas vueltas:
Lo que más debemos desear es ¡ir al cielo!
Es más… ¡estar ahora en el cielo! Podría parecerles obvio, pero pregúntense ¿por qué eso no es —seguramente para la mayoría de los que me están leyendo ahora— la primera respuesta que nos brota del corazón?
Bueno, hace tan solo algunas semanas, no lo tenía así de claro en mi vida. Ocurrió un cambio importante en mi vida espiritual. Hace ya mucho tiempo que me queda claro el llamado a sostener una relación personal de amor con Cristo.
En algún momento de mi vida, comprendí que la vida cristiana no es un moralismo, ni tampoco una conducta ética que nos mueve a un mero sentido del deber.
Por su puesto están los Mandamientos, pero brotan de una adhesión cordial, afectiva, amorosa a la persona de Cristo. Quién es el «Camino, verdad y vida» (Juan 14, 6).
Un camino de felicidad «a prueba de balas». Es decir, no solo para los momentos más hermoso y maravillosos, sino también, en los que toca cargar pesadas cruces.
Esta relación con Cristo, que me acercó al Padre y me abrió el corazón al Espíritu Santo, fue cambiando progresivamente mi vida. Pero, percibo ahora, que, de alguna forma sutil, he tenido mi mirada espiritual, todavía muy fija en este mundo.
Aunque me he esforzado por vivir lo esencial —como dicen muchos autores espirituales— una profunda amistad con Cristo, no he tenido la consciencia explícita de mi llamado al cielo. Ni tampoco mi mirada puesta fijamente en esa vida eterna.
¿Entonces qué ocurrió para que mis deseos apuntaran al cielo?
Ser otro Cristo está muy bien (1 Pedro 2, 21 / 1 Coríntios 11, 1), pero ese no es nuestro último objetivo. Además, lo comparto como algo mío, para un examen de consciencia personal, puede teñirse de cierta vanidad o soberbia espiritual: un cristiano «perfecto».
Sin embargo, somos peregrinos, y nuestra meta es el cielo. Nuestros ojos deben estar puestos en el cielo. Jesucristo es el camino para entrar en él.
Y seguir viviendo la comunión con Dios haya arriba. Lo que ocurrió fue que entendí que nuestro fin no es «simplemente», la comunión con Dios aquí en la Tierra, sino, sobre todo, después de la muerte, después de dejar este mundo.
Ustedes me dirán: ¡Pero Pablo… es la razón por la que nos esforzamos por ser buenos cristianos! Bueno, en mi caso, no lo he tenido así de claro por mucho tiempo.
El combate espiritual
Ese cambio de mirada espiritual en mi vida puede parecer algo sutil, pero en la medida que pasa el tiempo, va teniendo consecuencias en mi lucha espiritual.
Me dispongo a luchar por mi santidad, no «sencillamente», pues quiero ser como Cristo, sino porque deseo llegar al cielo. ¡Ojo! No deseo hacer una «parada estratégica» en el purgatorio. Quiero ir de frente al cielo.
Por eso voy a poner todo lo que esté a mi alcance para la santidad, para ser como Cristo, a fin de seguirlo en el camino de la cruz (Mateo 10, 38). Y, muriendo con Él, tener la certeza de la Resurrección (Romanos 6, 1-14).
En otras palabras, mi combate por la santidad es en vistas al cielo, no para ser un cristiano «perfecto». Nunca vamos a ser perfectos, según la mentalidad del mundo.
La perfección para el cristiano está en la vivencia de la caridad. Pecadores seremos siempre, la razón de la santidad aquí abajo —además de brindarnos la certeza de entrar por la puerta estrecha (Mateo 7, 14)— es para ser modelo y buenos apóstoles, ayudando a que otros también puedan llegar al cielo.
San Pablo es muy claro cuando nos dice que, para él, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia (Filipenses 1, 21 / Gálatas 2, 20). Él quería quedarse, experimentaba el llamado claro al apostolado, y nada más.
Si dependiera de su voluntad, preferiría estar en el cielo. Por ello te pregunto ahora: ¿Quieres estar ahora mismo en el cielo?
Me refiero a dejarlo todo, absolutamente todo, en este mismo segundo. No mirar atrás, desapegarte de todo… supongo que nos estamos entendiendo mejor. Así lo espero.
Las cruces de la vida
Aprender a sufrir es una clave para la felicidad. Y el más grande sufrimiento en esta vida —hay que decirlo, pues me parece que muchos no lo tenemos tan claro— es el propio pecado.
Las peores enfermedades, los grandes motivos existenciales de dolor… nunca serán tan dolorosos como la ruptura y lejanía progresiva que vivimos de Dios mientras más pecamos en nuestra vida.
El origen de todo mal, frustraciones y sufrimientos es el pecado. El no ser capaces, muchas veces, de mirarnos en el espejo y reconocer nuestras miserias humanas.
Precisamente, porque el pecado es algo horrible, que desfigura nuestra imagen divina y nos aleja de lo que más queremos vivir: amar y ser amados.
Lo que puedo compartirles de mi experiencia última, es que, ese deseo de morir y tener la tranquilidad de merecer el cielo me está ayudando mucho a pelear, no solamente contra esos pecados graves, o aquellos con los que cojeamos de toda la vida.
Sino también contra esos veniales, esos «detalles» que sabemos, también nos alejan del Padre, y a los cuales debemos morir.
Apuntar al cielo exige de nuestra parte una entrega total
No se puede escatimar, caer en la tibieza, o contentarse con la mediocridad (Apocalipsis 3, 20). Tener la tranquilidad que te estás entregando con total generosidad.
Por supuesto, no es fácil. Si me preguntan ¿cómo me va? Soy honesto, y les digo que sigo pecando, sigo batallando contra esos pecados veniales… pero sé que si me esfuerzo y sigo queriendo ir al cielo, mañana podré —Dios mediante— deshacerme un poquito más de mi hombre viejo, como nos lo enseña San Pablo en sus cartas a los Colosenses (3, 9-10) o Efesios (4, 22).
Quizás al día de hoy, he vencido dos de cinco, mañana podré ganar más batallas. Finalmente, te exhorto a que nunca te olvides que vamos juntos al cielo. El combate de la vida cristiana no es algo individual, algo que te toca solamente a ti.
Nuestra pelea es conjunta, somos Iglesia. Y ese amor que le tenemos a Dios y por el cual queremos ir al cielo, lo vivimos con los demás. Por lo tanto, si es un amor cristiano, abre nuestro corazón a la preocupación por los demás.
Es más, como bautizados, todos tenemos un llamado claro, además de la propia santidad, a la evangelización y proclamación de la Buena Nueva.
Como consagrado, además, el sentido de mi vida es la vocación apostólica. Por lo tanto, como san Pablo, la razón por la que estoy vivo en este mundo, y el tiempo que me quede, es para ayudar a que otras personas puedan ir al cielo. ¿Te unes?