El protagonista hoy es un sordo que apenas puede hablar:
«Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos».
Un sordo que llega hasta Jesús con ese bloqueo del cuerpo, del alma. No oye, casi no habla. Un sordo de nacimiento. Nunca ha oído los gritos ni los ruidos, no conoce las pisadas de sus seres queridos, no aprendió a hablar escuchando la voz de su madre.
Vive aislado en su sordera, escondido en su cueva, sin poder comunicarse. Sin oír y sin hablar es difícil entrar en comunicación con otros. Vive aislado en un silencio aterrador.
Jesús ve su sufrimiento y hace algo: «Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: – Effetá, esto es Ábrete. Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad».
Aparta a un lado al que ya está solo y aislado. No quiere que el milagro suceda rodeado de personas. En la intimidad Jesús se acerca a su vida para abrir sus oídos.
En la celebración del sacramento del bautismo hay una parte del rito en la que el sacerdote pronuncia esta misma palabra: Effetá, tocando los oídos y la boca del bebé.
Este niño recién nacido tampoco habla y no entiende aún la Palabra de Dios.
En el sacramento pido que se le abra el oído del alma para escuchar la voz de Dios. Y le pido a Dios que suelte su lengua para alabar al Creador por todas las maravillas que hace en su vida. Toco sus oídos y su lengua.
Es un momento de intimidad en el que Jesús me toca, apartándome de la gente. En la intimidad del encuentro. Jesús quiere que abra mi lengua y mis oídos. Quiere que comience a oír su voz y la de los hombres. Que no me quede pensando en otras cosas sino que aprenda a percibir el paso de Dios por mi vida.
Quiero escuchar ese paso ligero. Ese caminar tranquilo dándome la paz que necesito. Jesús me mira y quiere curarme, abrir mis oídos, soltar mi lengua.
Creo que yo tampoco sé escuchar a Dios, ni a los hombres. Me cuesta centrarme en el que me está contando algo. Hacer caso a sus súplicas. Escuchar la historia que me relata. No es fácil estar atento a lo que me cuentan.
Leía el otro día: «El primer problema en el trato con las personas es que no escuchamos.
Escuchar a alguien significa no solo oír las palabras, sino acoger la preocupación del interlocutor.
Poner los cinco sentidos en cuanto le preocupa, para que se sienta completamente comprendido y aceptado.
En el trato normal sólo escuchamos hasta que consideramos que hemos entendido más o menos lo que nuestro interlocutor
quiere decir. Luego seguimos nuestros pensamientos o intereses».
Escuchar es un arte y no siempre lo practico. Hablo sin escuchar, sin poner todos los sentidos. Callo sin hacer caso a lo que me cuentan. Mis oídos se cierran a la voz de los hombres que se va perdiendo en la distancia.
Me aburro, pienso en mi interior, mientras mis pensamientos vagan por tierras lejanas.
Pienso que no me interesa y huyo a descansar en mis propios pensamientos.
Así me siento mejor. En mi interior, dentro de mi alma, ahí no molestan. Tiene que ver esta actitud con este mundo moderno que habito.
Comenta el Papa Francisco: «Lo frenético nos impide escuchar bien lo que dice otra persona.
Y cuando está a la mitad de su diálogo, ya lo interrumpimos y le queremos contestar
cuando todavía no terminó de decir. No hay que perder la capacidad de escucha».
No quiero perder esa capacidad de escuchar a mi hermano. Y no quiero interrumpirlo. No pretendo cambiar de tema sin previo aviso.
No me pongo a pensar en mis cosas mientras finjo que escucho.
Así no crezco ni permito crecer a otros. Así el que llega a mí no se va a sentir nunca acogido.
Hoy le pido a Jesús el milagro de aprender a escuchar de verdad, con toda el alma, con todo mi ser. Quiero guardar silencio para que el otro hable. Ser paciente y dejar que se abra la coraza que cubre su alma. Quiero permitir que salga de su hondura para abrirme su verdad con humildad.
Es así como decido escuchar con gestos, con la mirada. Mi lenguaje verbal es muy importante. Así logro oír y comprender lo que Dios me quiere decir a través de las personas.
Dios me habla en los acontecimientos de mi vida. Habla siempre, también cuando parece callar y yo tengo que escuchar sus susurros y comprender el mensaje oculto en sus silencios.
Esa escucha activa es la que Dios me pide. Que salga de mi cueva y me abra a escuchar el querer de Dios. Quiero ser capaz de percibir sus más leves deseos.
Es una tarea que Dios me confía entre los hombres. Puedo escuchar, acoger, comprender, mirar con un corazón grande y agradecido. Siempre tengo algo que aprender.
Los demás pueden enseñarme algo. Quiero estar atento a lo que dicen, a lo que hacen. En todo lo que sucede está Dios hablándome con susurros.
Quiero aprender a escuchar. Abrir al alma. Necesito que Dios me regale el don de la fe para buscarlo a Él en todo, cada día.
Santiago Cañizares fue portero de fútbol profesional. En el año 2018, su hijo Santi de cinco años, falleció a causa de un cáncer, y explicó cómo la fe le ayudó a superar esa gran pérdida.
Santiago Cañizares fue jugó como portero en el Real Madrid, Valencia y Celta de Vigo, además de la Selección Nacional. En un capítulo de Haciéndote Preguntas, una iniciativa del diario ABC y la Fundación Universitaria CEU San Pablo, explicó que la fe y saber que la muerte no es el final le ayudó en el duelo.
En el vídeo, Cañizares explicó que gestionó la muerte de su hijo “entendiendo que la muerte no es el final, que hay otro mundo que no es este en el que vivimos y que probablemente él esté más cerca de Dios de lo que estamos aquí”.
Además precisó que durante la enfermedad de Santi, él sintió “la presencia de Dios en lo que sucedía”, “él se ha marchado por un motivo», «cuando seamos mayores, porque toda la vida tiene final aquí, seguramente nos reencontremos con él”.
“La pérdida de mi hijo ha sido el golpe más duro de mi vida, el deporte que me hizo ser competitivo y me enseñó a digerir éxitos y fracasos de manera inmediata estuvo en esa gestión del dolor. También, por supuesto la fe, que es estar convencido de que la muerte no es el final. Yo sentí la presencia de Dios muchas veces al lado de mi hijo”, afirmó.
Luis Cabrera, arzobispo de Guayaquil y presidente de la Conferencia de Obispos de Ecuador, encabeza una comitiva del consejo directivo del episcopado de este país, que participa en el 52º Congreso Eucarístico Internacional de Budapest, que comenzó el 5 y culminará el 12 de septiembre.
Con el prelado están Alfredo Espinoza, obispo auxiliar de Quito y secretario general, David de la Torre, secretario general adjunto
y Hermenegildo Torres, obispo auxiliar de Quito, junto con los sacerdotes Maximiliano Ordóñez, Juan Carlos Garzón y Gilber Jiménez.
Además Quito será la sede del próximo Congreso Eucarístico Internacional a celebrarse en 2024, donde será propicia la ocasión para celebrar los 150 años de la Consagración de esta nación al Sagrado Corazón de Jesús.
Saludo al Papa
Además esta comitiva saludará en nombre de todo el Ecuador al Papa Francisco durante la Misa de clausura el 12 de septiembre.
Ese mismo día el Santo Padre tendrá varios encuentros, entre estos con el Presidente de la República y el Primer Ministro de Hungría. Después con la Conferencia Episcopal Húngara y los miembros del Consejo Ecuménico de las Iglesias.
El primado de Hungría, el cardenal Peter Erdö, durante la inauguración, en la Plaza de los Héroes ha indicado que el Congreso Eucarístico es un símbolo de esperanza después de un año y medio de pandemia.
“Será una gran señal de esperanza, incluso después de un año y medio de pandemia. Un signo de apertura, de renacimiento y también una señal de que la providencia divina no nos deja solos. Por lo tanto, será un acontecimiento alegre”, afirmó.
“La verdadera alegría que viene del Señor siempre da espacio a las voces de los olvidados,
para que junto a ellos podamos construir un futuro mejor.
María, en la belleza del seguimiento evangélico y en el servicio al bien común de la humanidad y del planeta,
educa siempre para escuchar estas voces y ella misma se convierte en la voz de los sin voz”. Son las palabras que, leídas por el cardenal Gianfranco Ravasi,
Francisco ha dirigido al XXV Congreso Internacional Mariano organizado por la Pontificia Academia Mariana Internationalis, que ha comenzado hoy,
de forma virtual, con el tema ‘María entre teologías y culturas hoy. Modelos, comunicaciones, perspectivas’.
Así, Francisco ha recordado que, a pesar de la alegría que produce la celebración de este encuentro “nuestro regocijo no olvide el grito silencioso de tantos hermanos y hermanas que viven en condiciones de gran dificultad, agravadas por la pandemia”.
“En las fronteras”, continúa el Papa en su escrito, “la Madre del Señor tiene una presencia específica: es la Madre de todos, independientemente de la etnia o nacionalidad”. De esta manera, la figura de María “se convierte en un punto de referencia para una cultura capaz de superar las barreras que pueden generar división”.
Por tanto, en el camino de esta “cultura de la fraternidad, el Espíritu nos llama a acoger de nuevo el signo de consolación y esperanza segura
que tiene el nombre, el rostro y el corazón de María, mujer, discípula, madre y amiga”.
Piedad popular
Recordando el impulso dado por Benedicto XVI para “profundizar más la relación entre la mariología y la teología de la Palabra”, Francisco ha recordado que “la Palabra de Dios, puede convertirse en madre del Verbo encarnado”, es la misma que “alimenta la piedad popular, que se inspira con naturalidad en la Virgen, expresando y transmitiendo «la vida teológica presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en los pobres”.
Por último, el Papa ha agradecido a la Pontificia Academia Mariana Internationalis por haber preparado y organizado este Congreso
ya que “constituye un momento importante en el servicio de coordinación de la teología mariana confiado a la Academia”. Y ha recordado como san Francisco de Asís hablaba a la Virgen María “con inmenso amor porque había hecho a Dios nuestro hermano”.
Jesús es quien llega a mi vida, no soy yo el que logro atravesar distancias para tocar su piel. Es Él quien está en camino continuamente buscándome.
Hoy lo describe así el evangelista: «En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis».
Jesús no permanece quieto, esperando a que alguien llegue hasta Él. Me gusta este Jesús inquieto, caminante, peregrino. No le basta con lo que ya ha conquistado.
No son suficientes sus amigos, sus discípulos. Ha venido a llegar a todos los pueblos, sin limitar sus fronteras. No no pone barreras a su vida, a su redil, allí donde está seguro con los suyos.
Se abre, se ofrece, se acerca al que está lejos porque tiene mucho que decir, mucho que escuchar, mucho que sanar.
Me gusta esa forma de mirar las cosas, nunca es suficiente para Él. Es así cómo Jesús llega a mi vida en la tierra, y se acerca a ese lugar donde yo me encuentro, en medio de la cotidianeidad de mis días.
Comenta el P. Kentenich: «Tengo que caminar con Dios a través del quehacer cotidiano. Y por mi quehacer cotidiano, no por el quehacer cotidiano del religioso o de la religiosa. Ellos tienen otro quehacer cotidiano. Por tanto, por así decirlo, tengo que ir con Dios a la olla de cocina. Pero tengo que ir con él. Es decir, no veo sólo la olla sino que veo en ella a Dios. O bien, tengo que ir con Dios al trabajo».
En mi quehacer diario, en mi trabajo, en lo más mundano está presente Jesús. A menudo pienso que los grandes encuentros con Él se darán cuando participe en una actividad religiosa, o esté en silencio rezando en una capilla.
Como si ese fuera el lugar por excelencia para que me hable Dios. No es así. Jesús aparece caminando en mi vida cuando menos lo espero. Tal vez por eso me gusta tanto caminar y llegar a lugares nuevos, desconocidos.
Y allí me encuentro con Dios oculto en lo cotidiano. En medio de mis pasos, del cansancio, de los miedos y de las dudas. El camino fascina y a la vez puede confundirme.
Creía que estaba cerca de la meta, era sólo apariencia, súbitamente veo que todo se alarga.
Me encuentro con un desvío, comienzo una subida, llego a una nueva bajada, me adentro en un bosque inmenso, atravieso un campo de girasoles; cruzo un río sobre un puente antiguo, camino junto al cauce contemplando sus aguas, asciendo un monte que no me dejaba ver el pueblo que sueño; me adentro en un camino lleno de barro, descubro ante mí un cielo que amenaza tormenta, siento el agua cayendo sobre mí sin encontrar un lugar cubierto donde secarme.
El camino está siempre lleno de imprevistos, de sorpresas, de desvíos, de atajos. En el camino suceden tantas cosas al mismo tiempo. Se despierta el hambre en mi corazón y encuentro el alimento.
Me detengo abrumado por el cansancio y el descanso me anima a seguir caminando. Disfruto de la misma manera la pausa y la prisa. Habitan en mí a la vez las ganas de llegar a la meta marcada para ese día y el deseo de vivir el presente. En el camino sucede la vida.
Sé que no es la meta lo importante, aunque la desee. Y asumo que tampoco es fundamental el lugar que abandono para ponerme en camino. Meta y lugar presente son partes de una misma vida. Cada cosa es importante en el momento en el que sucede.
Y yo intento retener el presente en una foto que me recuerde lo vivido, vagamente al menos. Y acaricio cada foto porque tiene un significado, asociado al momento, con sus olores, sonidos y silencios.
En medio de ese camino variopinto por el que me apresuro, Jesús que sale a mi encuentro allí donde me encuentro. Allí donde camino sin agobios ni prisas. El camino vale la pena en sí mismo.
Es el lugar de descanso en el que me detengo y el lugar de paz en el que me recupero de todas mis prisas pasadas.
Soy caminante y peregrino, pero asumo que no estoy de paso en esta vida, aunque es verdad, lo quiera o no, todo pasa y se vuelve pasado, historia, recuerdos y fotos llenas de olores y luces que la cámara torpemente guarda.
En mi camino el cansancio halla su descanso. Y la lluvia cesa dejando peso al calor del sol que todo lo seca. Me gusta caminar con un sentido, con una meta, con un fin.
Me gusta querer llegar a mi final sin demasiadas prisas. No hace falta que me apresure demasiado para ser peregrino. Tal vez nadie me espere y no tengo nada que hacer cuando llegue.
Vale la pena vivir cada segundo, no tengo agenda. Aprendo así a apurar la copa de la vida soñando alto, con los pies en la tierra y la mirada vuelta al cielo. No me inquieto, no me angustio.
En medio de mis pasos va Jesús caminando, lo veo de cerca y de lejos. Pasa por mi vida, se detiene a mi lado, porque su misión está junto a mí y eso me basta para entenderme, para comprender que puedo ir en silencio, hablando o cantando.
Todo vale porque Él me busca, rompe mis barreras, me sigue y no me deja solo. Nunca voy a estar solo, eso me queda claro.
Incluso cuando intente huir de su presencia por cualquier motivo. Él no se apartará y no lograré alejarlo. Recorre toda la tierra hasta ponerse a mi altura.
Hoy escucho: «El Señor guarda a los peregrinos». Me guarda a mí que busco la meta de mi camino, que quiero hallar la paz en todo lo que hago. Jesús es el peregrino de mi camino.