«No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar.
Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar» (Mateo 6, 19-20).
En un mundo donde el éxito, la prosperidad, los bienes materiales, la fama, el poder y el dinero suelen estar en el rango número uno de nuestras prioridades, Jesús nos propone algo más superador.
Nos invita una vez más a dejarlo todo y a seguirlo, a despojarnos de las cosas de la tierra y a fijar nuestra mirada en el cielo, en lo eterno, en lo profundo, en fin, en lo que nos hará completamente felices.
No nos llevaremos nada de este mundo
Primero es importante comprender que todo aquello que poseamos en la tierra no irá con nosotros al Reino de los Cielos, porque «tal como salió del vientre de su madre, así se irá: desnudo como vino al mundo..» Eclesiastés 5, 15.
Lo que sí trasciende, lo que Dios observa y nos pide a gritos, es que lo amemos a Él por encima de todo y al prójimo como a uno mismo, es decir, que comencemos a acumular tesoros en el cielo.
1. ¿Qué pasa con el apego a lo material?
Dejemos una cosa en clara: no está mal tener bienes materiales. Pero… ¿parece contradictorio no? Déjenme explicar.
Lo que está en cuestión es el apego que yo tengo con esos bienes y lo mucho que pueden llegar a importar para mi vida, hasta para mi propia salvación.
El problema es cuando ponemos esos bienes o condiciones humanas, ya sea dinero, objetos, éxito o poder, por encima de Dios, y terminamos más lejos de Él que nunca.
Existen personas que deciden vivir sin nada para ofrecérselo a Dios… ¡no está mal! son diferentes estilos de vida que uno debe aceptar.
Pero que quede bien en claro que el objetivo de esta reflexión no es decir «no tengas nada, no compres nunca más un bien material».
Sino que podamos valorar lo que tenemos y ser conscientes de lo necesitamos para nuestra vida diaria, sin caer en la tentación de querer más, más y más.
2. ¿Qué es la avaricia?
«Mirad, y guardaos de toda avaricia, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee» (Lucas 12:15).
Según la psicóloga Herminia Gomá, directora del Institut Gomá, la avaricia se asienta en un verbo: tener. El «miedo a no tener en el futuro» nos hace acumular posesiones para evitar la angustia de pensar que algún día nos faltará.
«Lo que tengo ahora tampoco lo disfruto. Necesito guardarlo aunque nunca lo vaya a usar». Cuando hablamos de avaricia nos referimos a ese desorden de deseo por poseer bienes y riquezas aquí en la tierra: también conocida como codicia, porque además de poseerlos no queremos compartirlos.
La persona no se conforma con lo requerido para vivir de manera cómoda y necesaria, entonces busca la felicidad en las cosas materiales, creando un vínculo y un apego muy fuerte que realmente ata.
Esta avaricia puede empujarnos a caer en otros pecados o malos comportamientos, ya que comenzamos a tener nuestra mirada en lo terrenal, en lo material, lo visible, lo inmediato… y se nos desvía la mirada de Dios.
El deseo por poseer no es fácil de eliminar: ya está instaurado en nuestra cultura mediante el consumismo. Haciéndonos creer que las personas valen por lo que tienen y son definidas por sus objetos, su poder, lo que muestran y hasta su lugar jerárquico en la sociedad.
3. El rico insensato
¡Cuántos problemas! ¿Hay alguna solución? ¿Cómo mejoramos y salimos de este círculo vicioso entonces? No será una tarea fácil, pero podremos salir si somos conscientes de que las cosas materiales no nos harán completamente felices.
¿Está mal tener un bien material? No, ¿está mal ponerse feliz por ascender en el trabajo? Por supuesto que no, ¡lo que está en cuestión es otra cosa!
Es cuando esa buena noticia o ese bien nos define, condiciona nuestra vida. Cuando veamos que toda nuestra felicidad pasa por adquirir algo o ser más exitoso debemos preocuparnos.
Si preparamos todo durante nuestra vida para guardar frutos y bienes, y tenemos el «alma tranquila» con que estarán guardados por muchos años, comenzaremos a reposar, comer, beber…
«Esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios» Lucas 12, 20-21.
4. Acumular tesoros en el cielo
«Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme» Mateo 19, 21.
Dios nos lo deja muy claro, y el anterior fue un ejemplo de muchos. Ayudar a los demás, saber decir que sí, ofrecerse en alguna tarea, ser buen ciudadano.
Cuidar de nuestros familiares tanto física como espiritualmente, escuchar a un amigo, y también decir «no» a todo aquello que nos aleje de Dios.
Acumular tesoros en el cielo es sinónimo de amar a Dios por encima de todo y al prójimo como a uno mismo.
Porque quien ama las riquezas nunca tiene suficiente y se angustia, quien pone a la fama y el poder por encima de Dios nunca se sacia y se aleja cada día un poco más de Él.
Porque «nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas» Mateo 6, 24.
5 preguntas para reflexionar
1. ¿Qué lugar ocupan los bienes materiales en mi vida?
2. ¿Me angustia no tener cada día más?
3. En una balanza donde está Dios y el dinero, ¿a qué le dedico más tiempo?
4. ¿Me considero una persona humilde y desapegada?
5. ¿Soy consciente de que nací para servir y no para ser servido?
Déjanos saber qué opinas sobre la avaricia y la sed por adquirir cada vez más bienes materiales. ¿Estás acumulando tesoros para este mundo o para la vida eterna?
Los ángeles pueden ayudarnos en nuestra vida. Su presencia y su pureza tienen más fuerza de la que a veces sospechamos. Llámales, reza esta poderosa oración a los santos ángeles:
Oración inicial
¡Dios Uno y Trino, Omnipotente y Eterno! Antes de recurrir a tus siervos, a los santos ángeles, nos postramos ante tu presencia y te adoramos: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Bendito y alabado seas por toda la eternidad.
Dios santo, Dios fuerte, Dios inmortal: que todos los ángeles y hombres, que Tú creaste, te adoren y amen y permanezcan a tu servicio.
Y tú, María, Reina de todos los ángeles, acepta benignamente las súplicas que te dirigimos; preséntalas ante el Altísimo, tú que eres la mediadora de todas las gracias y la omnipotencia suplicante para que obtengamos la gracias, la salvación y el auxilio.
Amén.
¡Ayúdennos!
Poderosos santos ángeles, que por Dios nos fueron concedidos para nuestra protección y auxilio, en nombre de la Santísima Trinidad les suplicamos:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos en nombre de la preciosa sangre de nuestro Señor Jesucristo:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos por el poderoso nombre de Jesús:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos por todas las llagas de nuestro Señor Jesucristo:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos por todos los martirios de nuestro Señor Jesucristo:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos por la palabra santa de Dios:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos por el Corazón de nuestro Señor Jesucristo:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos en nombre del amor que tiene Dios por nosotros los pobres:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos en nombre de la fidelidad de Dios por nosotros los pobres:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos en nombre de la misericordia de Dios por nosotros los pobres:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos en nombre de María, Madre de Dios y nuestra madre:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos en nombre de María, Reina del Cielo y de la Tierra:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos en nombre de María, su Reina y Señora:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos por su bienaventuranza:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos por su fidelidad:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos por su lucha en defensa del Reino de Dios:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Les suplicamos:
¡Protéjannos con su escudo!
Les suplicamos:
¡Defiéndannos con su espada!
Les suplicamos:
¡Ilumínennos con su luz!
Les suplicamos:
¡Sálvennos bajo el manto protector de María!
Les suplicamos:
¡Guárdennos en el Corazón de María!
Les suplicamos:
¡Confíennos a las manos de María!
Les suplicamos:
Muéstrennos el camino que conduce a la puerta de la vida: ¡el Corazón abierto de nuestro Señor!
Les suplicamos: ¡Guíennos con seguridad a la casa del Padre celestial!
Todos ustedes, nueve coros de los espíritus bienaventurados:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Compañeros especiales y enviados por Dios:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
Insistentemente les suplicamos:
¡Vengan de prisa, ayúdennos!
La preciosa sangre de nuestro Señor y Rey fue derramada por nosotros los pobres.
Insistentemente les suplicamos: ¡vengan de prisa, ayúdennos!
El Corazón de nuestro Señor y Rey late por amor a nosotros los pobres.
Insistentemente les suplicamos: ¡vengan de prisa, ayúdennos!
El Corazón Inmaculado de María, Virgen purísima y Reina de ustedes late por amor a nosotros los pobres. Insistentemente les suplicamos: ¡vengan de prisa, ayúdennos!
San Miguel Arcángel:
Tú, príncipe de los ejércitos celestiales, vencedor del dragón infernal, recibiste de Dios la fuerza y el poder para aniquilar, por la humanidad, la soberbia del príncipe de las tinieblas. Insistentemente te suplicamos que nos alcances de Dios la verdadera humildad de corazón, una fidelidad inquebrantable en el cumplimiento continuo de la voluntad de Dios y una gran fortaleza en el sufrimiento y en la penuria. Al comparecer ante el tribunal de Dios, ¡ayúdanos a no desfallecer!
San Gabriel Arcángel:
Tú, ángel de la encarnación, mensajero fiel de Dios, abre nuestros oídos para que puedan captar hasta las más suaves sugerencias y llamadas de la gracia que emanan del Corazón amabilísimo de nuestro Señor. Te suplicamos que estés siempre junto a nosotros, para que comprendamos bien la palabra que Dios quiere de nosotros. Haz que estemos siempre disponibles y vigilantes, que el Señor, cuando venga, no nos encuentre durmiendo.
San Rafael Arcángel:
Tú que eres lanza y bálsamo del amor divino, te rogamos, hiere nuestro corazón y deposita en él un amor ardiente de Dios. Que la herida no se apague, para que nos haga perseverar todos los días en el camino del amor. ¡Que ganemos por el amor!
Ángeles poderosos
Ángeles poderosos y hermanos santos nuestros que sirven frente al trono de Dios, vengan en nuestro auxilio.
Defiéndannos de nosotros mismos, de nuestra cobardía y tibieza, de nuestro egoísmo y ambición, de nuestra envidia y falta de confianza, de nuestra avidez en busca de la abundancia, del bienestar y la estima pública.
Desaten nuestras esposas del pecado y el apego a las cosas terrenas. Quítennos la venda de los ojos que nosotros mismos nos hemos puesto y nos impiden ver las necesidades de nuestro prójimo y la miseria de nuestro ambiente, porque estamos encerrados en una morbosa complacencia de nosotros mismos.
Claven en nuestro corazón el aguijón de la santa ansiedad por Dios, para que no cesemos de buscarlo, con ardor, contrición y amor.
Contemplen la sangre del Señor, derramada por nuestra causa.
Contemplen las lágrimas de su Reina, derramadas por nuestra causa
Contemplen en nosotros la imagen de Dios, desfigurada por nuestros pecados, que Él por amor imprimió en nuestra alma.
Ayúdennos a reconocer a Dios, adorarlo, amarlo y servirlo.
Ayúdennos en la lucha contra el poder de las tinieblas que, enmascaradamente, nos envuelve y aflige.
Ayúdennos, para que ninguno de nosotros se pierda, permitiendo así que un día nos reunamos todos, jubilosos, en la eterna bienaventuranza.
Amén.
San Miguel, ¡socórrenos con tus santos ángeles, ayúdanos y ruega por nosotros!
San Gabriel, ¡socórrenos con tus santos ángeles, ayúdanos y ruega por nosotros!
San Rafael, ¡socórrenos con tus santos ángeles, ayúdanos y ruega por nosotros!
Oh, Dios, que organizas de modo admirable el servicio de los ángeles y los hombres, haz que nos protejan en la Tierra aquellos que sirven en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, en la unidad del Espíritu Santo.
No muero, entro en la vida»: esta frase de santa Teresa de Lisieux en una de sus últimas cartas expresa la fe que la animó durante su larga y dolorosa enfermedad.
La joven monja carmelita de 24 años, también llamada santa Teresita del Niño Jesús o la santa del “pequeño camino”, padeció durante semanas tuberculosis.
Las palabras de Teresa al final de su vida
Sus dos hermanas, la Madre Inés (Paulina) y la hermana Genoveva (Celina) mientras actuaban como cuidadoras y enfermeras, tomaron nota de todas las palabras de la moribunda, sintiendo que no debían perderse.
En este pequeño extracto de sus últimos encuentros, la fe de la pequeña Teresa aparece en todo su esplendor: sabe que después de su muerte estará aún más cerca de todas las personas que ha conocido y amado:
“El señor abad me dijo: ‘ Tendrás que hacer un gran sacrificio cuando dejes a tus hermanas… ‘Le respondí:’ Pero, Padre, creo que no las dejaré; al contrario, estaré aún más cerca de ellas después de mi muerte».
El relato de sus últimos días revela también su total abandono, en la confianza y el amor, culminando con esta última palabra dicha el día de su muerte, el 30 de septiembre de 1897, mientras mira su crucifijo:
«Dios mío … ¡te amo !».
Enamorada de Dios y heroica, su mensaje está lleno de realismo y alegría.
Este 1 de octubre la Iglesia inicia la celebración del mes del Santo Rosario, una oración querida por muchos santos a lo largo de la historia y que fue difundida por Santo Domingo de Guzmán por petición de la Santísima Virgen María.
Según cuenta la historia, en la antigüedad romanos y griegos solían coronar con rosas a las estatuas que representaban a sus dioses, como símbolo del ofrecimiento de sus corazones. La palabra “rosario” significa «corona de rosas».
Siguiendo esta tradición, las mujeres cristianas que marchaban al coliseo romano para ser martirizadas, llevaban sobre sus cabezas coronas de rosas como símbolo de alegría y de la entrega de sus corazones para ir al encuentro de Dios. Estas rosas eran recogidas en las noches por los cristianos, quienes recitaban una oración o un salmo por el eterno descanso de las mártires.
La Iglesia recomendó rezar este rosario recitando los 150 salmos de David, sin embargo, esto solo la seguían las personas cultas, pero no la mayoría de los fieles. Ante esto, se sugirió que quienes no supieran leer, reemplazaran los salmos por 150 Avemarías divididas en quince decenas. A este “rosario corto” se le llamó “el salterio de la Virgen”.
Siglos después, específicamente en 1208, se cuenta que la misma Virgen María enseñó a Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores (dominicos), el rezo del Rosario.
El santo español se encontraba entonces en el sur de Francia luchando contra la herejía albigense. Un día, en la capilla que estaba en Prouille, le suplicó a Nuestra Señora que lo ayudara, pues sentía que no estaba logrando casi nada.
La Virgen se le apareció sosteniendo un rosario y le enseñó a recitarlo. Luego le pidió que lo predicara por todo el mundo, prometiéndole que muchos pecadores se convertirían y obtendrían abundantes gracias.
Santo Domingo de Guzmán salió de allí lleno de celo, con el rosario en la mano. Efectivamente, lo predicó, y con gran éxito porque muchos albigenses volvieron a la fe católica.
Años después, el 7 de octubre de 1571, tuvo lugar la batalla naval de Lepanto, cuando la cristiandad era amenazada por los turcos. Ante el inminente peligro, el Papa San Pío V pidió días antes a los fieles que rezaran el rosario pidiendo por las fuerzas cristianas.
Durante siglos los fieles rezaron el rosario dividido en quince misterios: gozosos, dolorosos y gloriosos. Sin embargo, en octubre de 2002 fue presentada la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, en la que San Juan Pablo II añadió el rezo de cinco “misterios luminosos”, centrados en la vida pública de Jesús.
El Santo Rosario ha sido la oración preferida de muchos santos y pontífices. Así, en octubre de 2016 el Papa Francisco afirmó que “el Rosario es la oración que acompaña siempre mi vida; también es la oración de los sencillos y de los santos… es la oración de mi corazón”.