Dios no nos puede hablar mientras nosotros hablamos. Y como muchos de nosotros somos parlanchines en nuestra oración cotidiana, muchas veces no dejamos espacio para que Dios nos responda, y entonces Dios tiene que hablarnos en sueños
Los sueños, la adivinación, la magia y la hechicería
Pero ¿no está prohibido interpretar los sueños? En la Escritura tenemos varios ejemplos de Dios prohibiendo la interpretación de Sueños. Como cuando dice «No hacer caso de vuestros soñadores que sueñan por cuenta propia» (Jer. 29.8).
«Los sueños vienen de las muchas tareas», dice Eclesiastés 5,2; y «a muchos engañaron los sueños, y cayeron los que en ellos esperaban» (Eclo. 34,7). O «Aquí estoy yo contra los profetas que profetizan falsos sueños, dice el Señor» (Jer. 23,32; cf. Zac. 10,2; etc.).
Pero Dios nos da a entender en otros pasajes de las Escrituras que sí nos habla a través de los sueños. El ejemplo que pone Cotelo es uno de ellos, pero la Escritura está ¡plagada de soñadores que entendieron que los sueños que soñaban eran proféticos!
En el antiguo Testamento Abimélek (Génesis 20,3), Jacob (Gén. 28,12; 31,10), Salomón (1 Rey. 3,5-15), Nabucodonosor (Daniel 2,19). Daniel (Dan. 7,1), nuestro querido san José (Mt. 1,20; 2,13), san Pablo (Hch. 23,11; 27,23), etc.
Además, Dios manda a José a interpretar los sueños del Faraón… entonces, ¿En qué quedamos, mi Buen Dios?
Un poco de contexto histórico
«Los sueños, sueños son», como diría Segismundo en «La Vida es Sueño», entonces tenemos que ver cómo y dónde se utilizaban los sueños en el mundo antiguo para conocer por qué las prohibiciones de Dios en el Antiguo Testamento.
Los sueños eran utilizados frecuentemente en los pueblos paganos de la antigüedad para «adivinar» el futuro, o para «comunicarse con los espíritus», que probablemente no eran otra cosa que los demonios.
Entonces, los hechiceros, los oráculos y los charlatanes de la antigüedad podían conocer el futuro o engañar a la gente utilizando la adivinación y la interpretación de los sueños. Contra este tipo de hechicería, magia y adivinación, nos advertía el Señor en el Antiguo Testamento.
Pero también elegía a algunos Profetas o algunos santos y les hablaba en sueños. Los santos y Profetas entendían perfectamente que era un mensaje divino, y actuaban en consecuencia.
¿Todos los sueños son de Dios?
Anoche soñé que iba en un tren que chocaba contra un puente y me tenía que bajar en un pueblo del medio oeste Norteamericano, donde al comprar comida me daban billetes falsos contra los dólares que yo les daba.
¿Qué me habrá querido decir Dios?, ¿que no viaje en trenes que pasan por debajo de un puente?, ¿que no compre comida en el medio oeste Norteamericano?, ¿que me fije bien cuando haga transacciones comerciales para que no me estafen?
¡Nada de eso! Los sueños son un fenómeno fisiológico normal y frecuente. No tenemos que estar constantemente buscando significados ocultos o interpretaciones esotéricas que nos puedan «significar» algo.
Como bien señala Cotelo en el video, el significado del sueño tiene que ser claro, es decir tiene que estar directamente relacionado con nuestra vida, y probablemente indicarnos un camino de acción.
Por eso Cotelo habla de una «misión» dentro del sueño, que tiene que ser necesariamente clara para comprender que el sueño es un sueño de Dios.
Mucho mejor que los sueños
Como bien indica Cotelo, a veces a Dios no le queda otro remedio que hablarnos en sueños porque en nuestro trato cotidiano con Él no lo dejamos meter ni un bocadillo en el monólogo que llamamos oración.
En nuestra charlatanería de oración tenemos que dejar espacios donde Dios pueda contestarnos. Porque si nuestra oración consiste solamente en decirle a Dios nuestras inquietudes, pedirle por nuestras necesidades y agradecerle por lo que nos dio, nos estarían faltando dos partes importantes de la oración: la adoración y la escucha.
¿Qué clase de desconsiderados seríamos si vamos a hablar con nuestro papá, le decimos qué nos preocupa, le pedimos dinero, le damos las gracias y nos vamos? ¡Seguramente nuestro papá se enojaría con nosotros!
Pero Dios es bueno (infinitamente más bueno que cualquier papá) y entonces busca la oportunidad para «meter la cuchara» en nuestro monólogo, y si no lo logra, entonces nos habla en sueños.
¿No sería mejor aprender a escuchar a Dios?
¡Por supuesto! De este modo sabríamos qué es lo que quiere de nosotros. El Buen Dios no tiene que recurrir a medidas extremas para poder comunicarse con nosotros, y nosotros deberíamos poder escuchar a Dios mucho más frecuentemente.
Uno de los medios que tenemos es aprender a orar. Me dirás «Pero si yo ya sé orar: sé el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria». ¡Y claro, con eso puedes rezar el Rosario, que es una oración poderosísima!
Pero para poder realmente escuchar a Dios, a veces no basta con recitar las oraciones del Rosario y meditar en los misterios de la vida de Cristo. Hay que aprender a orar para que Dios nos escuche y para que podamos escucharlo realmente.
Para eso te recomiendo mucho nuestros cursos «Aprende a Orar con la Sagrada Escritura» y «Aprender a Orar con los Salmos» donde podrás aprender a orar «como Dios manda» 😅
Otro modo extraordinario para escuchar a Dios
Otro modo maravilloso que tiene Dios de comunicarse con nosotros, y que debería ser mucho más frecuente para todos los católicos, son los Ejercicios Espirituales Ignacianos.
Son un momento donde deliberadamente buscamos el silencio, la paz interior y tenemos meditaciones que nos ayudan a dirigir nuestra atención y nuestro corazón a lo que Dios quiere de nosotros.
En ese lugar y espacio, Dios «nos lleva al desierto», y nosotros nos preparamos mejor a escuchar su voz. ¿No sería maravilloso que al menos una vez al año nos hagamos un espacio y un tiempo para poder escuchar la voz de Nuestro Padre que nos ama y que quiere que demos fruto y que ese fruto sea abundante?
¡Si solo el 10% de los cristianos nos decidiéramos a hacerlo una vez al año, entonces, con seguridad cambiaríamos el mundo de un modo significativo!
Cuántas veces, los que tenemos cierta práctica de oración, nos lamentamos, incluso nos recriminamos diciendo: «No he rezado lo que debía», «me faltó mi rosario», «hubiese querido rezar más», etc.
Y cuántas veces, al acercarnos al confesionario, hemos pedido perdón al Señor, por haber sido displicentes con nuestra vida de oración, y dedicarle tan poco tiempo para una relación personal de amor que necesitamos.
Les quiero compartir algo que estuve meditando y rezando sobre esa necesidad que tenemos, como personas de fe, de rezar.
Sabemos que la oración es como el oxígeno, que necesitamos para vivir
Sin la respiración morimos. Con las justas, nos aguantamos un minuto. Así mismo, nos sucede con la comida o el agua. No podemos pasar muchos días sin comer al menos un pedazo de pan, y ni qué decir del agua.
Entonces, si es algo tan claro para nosotros, que la oración es fundamental, y difícilmente crecemos en nuestra vida cristiana sin rezar, entonces, ¿por qué no la tenemos como lo primero y más importante cada día de nuestras vidas?
Cuando no lo hacemos, nos cuesta mucho más el combate contra nuestros pecados. Nos volvemos superficiales en nuestra relación con Dios.
Nos vamos olvidando el amor que estamos llamados a vivir. Y finalmente, se nos acaba esa gracia del Espíritu, que nos permite reconocer a Dios como nuestra Padre, amar al prójimo como Jesús nos ama y cargar las cruces de la vida.
Estamos llamados a dar gloria a Dios
Como hijos de Dios, nuestra vocación principal, es glorificar a nuestro Señor. La liturgia, que es el culto público que rendimos a nuestro Padre, en Cristo, a través del Espíritu, es la forma como eclesialmente, glorificamos a Dios.
Es el primer mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas. El segundo, también nos invita a esa actitud: guardar el domingo y días de fiesta.
Sin embargo, muchas veces, ponemos nuestras cosas antes que Dios. ¡Ojo! No me refiero a cosas sin importancia… muchas veces, tenemos tantas responsabilidades apostólicas, necesidades en el trabajo, preocupaciones familiares, o quehaceres urgentes… que posponemos la oración.
Por supuesto, no les quiero decir que dejen sus responsabilidades por rezar. Lo que debemos hacer, hay que hacerlo. Es parte de la vida. Son compromisos y responsabilidades que exigen toda nuestra preocupación y atención.
No obstante, Dios es lo primero y es necesario que pongamos en la balanza nuestras prioridades.
Cambiemos el «tengo que rezar» por «voy a adorar a mi Señor»
¿Qué les parece si en vez de pensar «tengo que rezar», pensamos «voy a tener un encuentro hermoso con Dios»?
Voy a dejar un momento mis deberes y a ofrecer con libertad, voluntad y amor un rato de oración, de moritificación o de penitencia.
Si se dan cuenta, ya no estoy enfocando la oración —simplemente— como algo necesario, sino como un acto de mortificación, una penitencia.
Me cuesta «la vida» dejar esta responsabilidad laboral, apostólica, familiar… sé que debo poner todo mi corazón en eso… Pero, por amor a Dios, voy a renunciar a ese deseo, por más auténtico y correcto que sea.
Renunciaré a hacer o cumplir esa meta apostólica de la manera perfecta como me interesa a mí, porque la gloria a Dios es lo principal.
La práctica de la mortificación como ejercicio espiritual
En el mundo que vivimos, incluso, en la manera como nosotros —cristianos— entendemos nuestra lucha espiritual, creo que hemos abandonado mucho esta práctica tan básica y tradicional de la espiritualidad cristiana.
Quizás la idea de que usos como el silicio o prácticas para mortificar la carne, hayan sido propias de un momento histórico de la Iglesia, nos hagan pensar que ya no es tan necesario cultivarla.
¡Nada más lejano a la realidad! Esa práctica religiosa de la mortificación es tan básica y esencial como la oración. Lo que les invito es a que entendamos la oración misma, como una práctica de penitencia o mortificación.
En el sentido que expliqué arriba. Como una renuncia que hacemos a nuestras responsabilidades para poner en primer lugar, de modo efectivo, la oración.
Si además, a esto le sumamos el hecho de que nuestra cultura actual recalca tanto el sentirse bien, el guiarse por el capricho y los gustos personales, así como creer que la felicidad está en la ausencia del esfuerzo, del dolor y cualquier tipo de sacrificio…
Podemos entender un poquito mejor, por qué se nos hace difícil esa renuncia voluntaria de la libertad, para dedicar minutos del día, al encuentro y relación con Dios.
Recemos por amor y no por deber
Quisiera dejarles una última pastillita espiritual. Quizás les pueda ayudar comprender nuestra vida de actividades espirituales —los sacramentos, el rosario, la lectura de las Sagradas Escrituras, lecturas espirituales, coronillas, etc.—como un acto de amor a Dios.
No lo entendamos como algo que responde a un mero «sentido del deber». Fruto de un cumplimiento burocrático de algunos deberes mínimos para estar a la altura de un cristiano promedio. Eso es lo más absurdo que podríamos pensar.
El llamado que nos hace Cristo es siempre a la vivencia del amor. La perspectiva cristiana de la vida es, fundamentalmente, el amor.
Si no entendemos nuestra vida espiritual, nuestra relación con Cristo y las responsabilidades como cristianos, desde ese llamado esencial, entonces algo está mal comprendido.
Algo está mal en nuestra relación con Dios. Hemos dicho varias veces, como la esencia de la vida cristiana es la relación personal de amor con Cristo. Desde esa vocación brota el sentido del deber. Si amamos a Dios, entonces cumplimos sus mandamientos.
Finalmente, pidamos al Señor su gracia, su fuerza y la acción del Espíritu, para que podamos vivir lo que hemos reflexionado.
Si dependiera solamente de nuestras fuerzas, todo esto sería literalmente imposible. Pero Dios, para quién no hay imposible, nos da las fuerzas para vencer cualquier situación.
Muchas veces, sentimos que nuestras oraciones son escuchadas, sentimos que «estamos en sintonía» con Dios, y vemos que obtenemos fruto de nuestras oraciones. Del mismo hecho de rezar surge un consuelo espiritual enorme, y rezar se nos hace «fácil» y gustoso.
Pero hay momentos en los que Dios parece «retirarse», en los que sentimos que nuestras oraciones no son escuchadas, que Dios no presta atención a nuestras peticiones, y ya no sentimos consuelo en las oraciones.
Sentimos que Dios, que es omnipotencia amorosa nos «deja de querer» y se separa de nosotros. Sentimos a Dios lejano y nuestra vida se parece a un desierto, donde no hay nada vivo, donde toda esperanza es calcinada por la indiferencia de Dios.
Esos momentos de «soledad espiritual» de «sequía» son precisamente en los que más necesidad tenemos de Dios y muchas veces corremos peligro espiritual.
¿Cuál peligro espiritual? Amargura, desaliento, desesperanza, que nos pueden llevar a alejarnos más de Dios.
Entonces esta oración es un llamado a la alegría, a no desalentarnos, un llamado a la esperanza y a pedir a Dios, por más que lo sintamos lejano o ausente.
¿Por qué Dios se «retira»?
Dios quiere que lo amemos. Pero no quiere que lo amemos porque nos «da cosas» o porque nos consuela o nos calma.
Quiere que lo amemos porque es un padre amoroso, un padre que en primer lugar nos dio la vida, y luego, todo lo demás.
Si en un momento de nuestra vida nos parece que «no nos da lo que le pedimos», entonces corremos el riesgo de convertir a Dios en un empleado nuestro.
En alguien que está allí para satisfacer nuestros caprichos, y no como el padre que nos da lo que realmente necesitamos y nos hace bien.
Un santo sacerdote me dijo que Dios, ante nuestras oraciones tiene tres respuestas posibles:
— La primera respuesta es «sí». Cuando nos da lo que necesitamos en el momento que lo pedimos, es la más frecuente y normal.
— Luego, la segunda respuesta es «todavía no». Porque no nos conviene todavía, porque quiere que seamos más insistentes en la oración, porque necesitamos ser más agradecidos con todas las necesidades que nos regala cada día.
— Y la última respuesta que nos da el Buen Dios es «tengo un plan mucho mejor». Dios nos conoce más íntimamente que nadie, y conoce cuáles son nuestras necesidades, incluso mejor que nosotros.
Muchas veces le pedimos algo que Él en su infinita sabiduría, sabe que no nos conviene, y no nos lo da. De modo tal que nos da algo mejor, mucho mejor que lo que le pedimos.
Lo que tenemos que saber hacer es reconocer que eso que pedíamos tal vez no nos convenía. Y que nos convenía una cosa diferente, una cosa que en el largo plazo y teniendo mirada sobrenatural, conviene más a nuestra salvación eterna, que es la mirada de Dios.
Ahí acostado, reflexionando sobre su antigua vida y las lecturas que tenía a la mano, san Ignacio empezó a notar cómo el deseo de seguir a Dios crecía en su corazón.
Su vida ya había empezado el proceso de transformación y Jesús le llamaba con más fuerza cada vez.
Impulsado por sus ganas de conocerlo, decidió partir a tierra santa para estar donde Jesús había estado. Estaba buscando a Jesús y deseaba estar con Él.
Como tenía pasado de caballero no le importó llevar al extremo el ejemplo de otros santos, en una ocasión se arrodilló por ocho horas y ayunó durante una semana.
Pero en lugar de acercarle a Dios, esto lo hizo sentir infeliz. Estaba tan desesperado que incluso consideró terminar con su vida. El llamado de Dios era a buscarlo a su propia manera y fue entonces cuando comenzó a prestar atención a sus sentimientos más profundos.
Meditando la vida de Jesús y mirando en su interior, san Ignacio comenzó a desarrollar el discernimiento, pero más importante, a practicarlo para acercarse más a Jesús.
Nuestra búsqueda
Te invito a pensar y reflexionar en tus heridas y en aquello que has perdido sin más remedio. Quizá sea una gran oportunidad para empezar una nueva vida en Dios.
«En la economía de Dios nada se desperdicia». San Ignacio se aferraba a su vida de caballero, sabía que no sería lo mismo y fue ahí cuando Dios aprovechó esa oportunidad para encaminarlo a una vida nueva y mejor.
Cuando nos encontramos con algo cautivante queremos saber más y más, lo queremos saber todo. Esto le pasó a san Ignacio cuando empezó a conocer a Jesús, ¿Quién puede ser más cautivante que Él?
En el evangelio de Juan capítulo 1, 38-39 los discípulos de Juan el Bautista le preguntaron a Jesús: «Maestro ¿dónde vives?».
Esa pregunta expresa curiosidad y deseo de saber. La única forma de averiguarlo es aceptar la invitación universal con la que responde Jesús: «Vengan y lo verán», así lo hicieron los discípulos y san Ignacio. Esa es nuestra búsqueda.
El encuentro personal con Dios
La única forma de conocer a Dios es en el encuentro personal. Y es en ese encuentro profundo que nos daremos cuenta de que Jesús es el sustento de nuestra realidad, es el centro de todo. Así todo lo que existe sirve en medida que nos acerca a Él.
Cuando san Ignacio llegó a París, empezó a estudiar porque hay que usar tanto el corazón como la cabeza para llegar a Dios. En ese lugar se encontró con seis amigos que más tarde le ayudarían a fundar la orden de los Jesuitas.
Con ellos descubrió que a Dios se le encuentra en los necesitados y en todas las cosas.
Esta gran hazaña nos ayuda a ver el mundo desde una perspectiva más completa, en donde trabajando y dedicando la vida a los demás podemos reconocer la huella de Dios en donde quiera que estemos.
¿Cuál es la invitación que Dios nos hace para encontrarlo?
Especialmente Dios nos invita a reconocerlo en:
— Los jóvenes que miran con esperanza el futuro
— La tierra que gime y reclama su curación
— Los pobres, los refugiados y los excluidos que piden justicia
Tú y yo también podemos aprender a discernir la voz de Dios en los sentimientos y deseos de nuestras vidas.
De esta manera Dios nos invita a vivir con alegría y con amor para quienes nos rodean. Tenemos el rumbo de nuestras vidas en las manos, de nosotros depende hacerlas una oblación al Padre.
Dios nos invita a buscarlo y encontrarlo en todas las cosas. ¿A qué conversión?, ¿a qué cambio de dirección te está llamado? Déjanos saber en los comentarios si este video de san Ignacio te ayudó a entenderlo todo mejor.